Por José Saramago |
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable
de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace más
de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este
importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la
moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del
relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los
cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se
oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo
sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo del
día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana
tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no constaba
que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto
las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos
y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio de la
iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La campana
siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después se abría
la puerta y un campesino aparecía en el umbral. Pero, no siendo éste el hombre
encargado de tocar habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le
preguntasen dónde se encontraba el campanero y quién era el muerto. 'El
campanero no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana', fue la
respuesta del campesino. 'Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?', replicaron los
vecinos, y el campesino respondió: 'Nadie que tuviese nombre y figura de
persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta'.
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar
(algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de
sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña
parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El perjudicado
empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente
resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la justicia.
Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado, decidió
anunciar urbi et orbi (una aldea
tiene el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la
muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación
lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia
de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían
en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia, y no callarían hasta que
fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en
ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre
ríos y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido... No sé lo
que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a
volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada
difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a
la triste vida de todos los días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo
cuenta todo...
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte
del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto
tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nunca más
ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas la
Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este instante
en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la
está matando. Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese existido
para aquellos que habían confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella
lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia: justicia, simplemente
justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y nos confunde con flores
de vana retórica judicial, no la que permitió que le vendasen los ojos y
maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta más hacia
un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compañera
cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo
más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan
indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable para la vida es
el alimento del cuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda,
siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una
justicia que fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una
justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto
por el derecho a ser que asiste a cada ser humano.
Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo para llorar
a los que morían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la
noche, para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un
tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que
convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y a los
incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la comunidad.
Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las
obligaciones rituales y el gesto iluminado del campesino de Florencia se vería
como la obra desatinada de un loco o, peor aún, como simple caso policial.
Otras y distintas son las campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la
posibilidad de implantar en el mundo aquella justicia compañera de los hombres,
aquella justicia que es condición para la felicidad del espíritu y hasta, por
sorprendente que pueda parecernos, condición para el propio alimento del
cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de hambre o
de tantas dolencias incurables para unos y no para otros. Si hubiese esa
justicia, la existencia no sería, para más de la mitad de la humanidad, la
condenación terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz
se extiende, cada vez más fuerte, por todo el mundo, son los múltiples
movimientos de resistencia y acción social que pugnan por el establecimiento de
una nueva justicia distributiva y conmutativa que todos los seres humanos
puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya; una justicia protegida por
la libertad y el derecho, no por ninguna de sus negaciones. He dicho que para
esa justicia disponemos ya de un código de aplicación práctica al alcance de
cualquier comprensión, y que ese código se encuentra consignado desde hace
cincuenta años en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta
derechos básicos y esenciales de los que hoy sólo se habla vagamente, cuando no
se silencian sistemáticamente, más desprestigiados y mancillados hoy en día de
lo que estuvieran, hace cuatrocientos años, la propiedad y la libertad del
campesino de Florencia. Y también he dicho que la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, tal y como está redactada, y sin necesidad de alterar
siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la
rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los programas de todos
los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la denominada
izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar
cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes
y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad racional y
sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de los seres humanos.
Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme en estos términos a
los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos
locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en su
conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado
sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del
adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en
marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me
autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine,
diré entonces que, si no intervenimos a tiempo -es decir, ya- el ratón de los
derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la
globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses
ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas
concretas del momento, y según la expresión consagrada, un Gobierno del pueblo,
por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a personas sinceras,
y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por simular esa
apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable la
situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, será
precisamente en el marco de un sistema democrático general como más
probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos
satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de que
el sistema de gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos
democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad que podemos
votar, es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que
se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un partido,
escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la
relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas
que la necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un Gobierno. Todo
esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción
democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un
Gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido,
no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que
gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente,
al poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento,
regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio
que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la
democracia. Todos sabemos que así y todo, por una especie de automatismo verbal
y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando
de la democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos
queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los
gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no
bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o para
mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se
van convirtiendo cada vez más en meros comisarios políticos del poder
económico, con la misión objetiva de producir las leyes que convengan a ese
poder, para después, envueltas en los dulces de la pertinente publicidad
oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar
demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente
descontentas...
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de
las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las
congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el sistema
democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase, intocable
por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ése no se discute. Mas si no
estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas
otras discusiones necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga
demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de
su decadencia, sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y
social, sobre las relaciones entre los Estados y el poder económico y
financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia,
sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y
esperanzas de la humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres
humanos que la componen, uno a uno y todos juntos. No hay peor engaño que el de
quien se engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo.
No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir
un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez más a
la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por favor.
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