Por José Saramago |
Entré en la obra de Gonzalo Torrente Ballester por su puerta
mayor: La saga/fuga de J. B. Mi
primera reacción al leerlo, sólo comparable a la que me había causado el Quixote, fue que un libro así no podía
existir. A su lado todo me pareció pequeño, insignificante, innecesario, hasta
el punto de llegar a decir más tarde que de buena gana daría dos o tres novelas
mías a cambio de ser el autor de una obra que considero genial desde cualquier
punto de vista que se analice.
Cuando en los años ochenta, en Lisboa, pude conocer
personalmente a Torrente Ballester esperaba encontrar a un titán, un atlante,
una especie de San Sebastián capaz de llevar sobre los hombros el mundo entero.
Era todo eso, pero no estaba a la vista. Tenía frente a mí a un hombre precozmente
envejecido, medio ciego, bajo, con el cuerpo ladeado, una figura desconcertante
que inmediatamente se reveló como el más agudo de los conversadores,
sarcástico, brillante, de réplica instantánea como sucedió una noche en Faro
ante un auditorio tan numeroso como fascinado. A uno de los presentes, supongo
que español, se le ocurrió preguntar: "Don Gonzalo, ¿usted cree en
Dios?". La respuesta fue fulminante: "¿Y a usted qué le
importa?".
Tuve todas las razones para ser amigo de Torrente y creo que
él fue mi amigo, aunque a la manera un poco distraída con la que pautaba sus
contactos con los demás y que creo es también una característica de los
gallegos en general. Un día, estando en Lisboa, recibo una carta de una
editorial francesa, Actes Sud, en la que se me invitaba a escribir un prefacio
para la Saga/fuga. Aún hoy no sé por
qué pensaron en mi persona para tan delicado trabajo. No tenía ninguna relación
con el editor, ni personal ni profesional, pero la carta no dejaba dudas, venía
dirigida a mí y me pedía que escribiese sobre Torrente Ballester. Tal vez
nunca, hasta ese momento, había sentido con tanta intensidad lo que significa
la responsabilidad de escribir.
Me atreví a dejar de lado los habituales tópicos valorativos
(falsamente valorativos, diría yo) y me lancé en los brazos de la imaginación.
Imaginé, al contrario de lo que parece haberse señalado hasta la consumación de
los siglos, que Alonso Quijano no enloqueció, antes dio lugar al otro que él también era, imaginé que la
multiplicación de identidades que encontramos en la obra de Pessoa por la
construcción de los heterónimos tiene una correspondencia clara en el
equilibrio compensatorio establecido entre José Bastida y los semipersonajes
que son el elegantísimo inglés Mister J. Bastid, el romántico portugués José
Barbosa Bastideira, el bien parecido francés Monsieur Joseph Bastide y,
finalmente, el imponente Joseph Petrovich Bastidoff, ruso y anarquista. Acabé
el prefacio sentando a Gonzalo Torrente Ballester en un lugar al lado de
Cervantes. Y el texto allá se fue para Actes Sud. Curiosamente, Gonzalo y yo
nunca hablamos del asunto.
Tiempo después, en un congreso en Santiago, leí lo que había
escrito y me pareció, por los pequeños movimientos afirmativos de la cabeza,
que a Torrente le estaba gustando lo que oía. A partir de ese momento nos
volvimos más cercanos. Les visitamos, a él y a su incomparable Fernanda, en La
Romana, después fueron ellos a Lisboa, a nuestra casa, y, un recuerdo que nada
podrá apagar, estuvimos con ellos, Pilar y yo, en Roma, en la entrega del
Premio Unión Latina, fue el extraordinario discurso en el que Torrente habló de
los soldados romanos que cada tarde iban a Finisterre para oír cómo el sol caía
en el mar. Podía haber sido el principio de la internacionalización de la obra
de Torrente Ballester, pero el peso del pasado, esa supuesta y nunca
suficientemente aclarada adhesión al franquismo, habrán dificultado la
penetración de sus libros en la arena internacional. Otro encuentro inolvidable
ocurrió en Santiago con Salman Rushdie y Jorge Amado. Acababan de estar Gonzalo
y Fernanda en Lanzarote, que a uno y a otro les deslumbró, los encuentros con
amigos nuestros de aquí, las cenas, las comidas, las largas conversaciones, la
perra Greta, que se prendó de amor de Gonzalo.
Después vino la enfermedad, las preocupaciones de todos
nosotros por su estado de salud, que se fue agravando poco a poco, hasta el
desenlace. Acompañamos el cortejo fúnebre a pie, como toda la gente, hasta el
cementerio de Ferrol, donde la música de Negra
sombra hizo la guardia de honor al descenso de Torrente Ballester a la
tumba. Se había apagado la luminosa sombra de Gonzalo, había comenzado la
sombra melancólica de la memoria. Hasta hoy y para siempre.
Traducción de Xosé Manuel Dasilva
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