Por Jorge Fernández Díaz |
En mangas de camisa y con un entusiasmo de barricada, el
fantasmal escribano Bitell lo anticipó mejor que nadie: "La cuestión es
liberación o dependencia -gritó en 1983-. Y nosotros?¡vamos a optar por la
dependencia!" Fue ovacionado. Sabemos que Menem convirtió ese hilarante y
fogoso equívoco en una praxis seria, y ahora vemos con cierta perspectiva
histórica que los Kirchner también siguieron ese programa invertido: nadie hizo
tanto como ellos por destruir la reputación del Estado, manchar los organismos
de derechos humanos y desacreditar el progresismo.
Pero donde pusieron especial
empeño fue en entregar la soberanía energética, hito que revuelve las osamentas
de Perón y Mosconi. En esta tarea reaccionaria de demolición, los apóstoles de
Bittel tuvieron enorme éxito: recibieron el petróleo, el gas y la electricidad
con estándares satisfactorios, con capacidad para proveer al mercado doméstico
y en algunos casos con excedentes para una jugosa operación exportadora. Doce
años después queda tierra arrasada: el cuarto país con más recursos no
convencionales de petróleo y el segundo en gas a nivel mundial, perdió el
autoabastecimiento, atraviesa una crisis severa y registra una insólita
dependencia de Bolivia, Uruguay, Paraguay, Brasil, Qatar y Trinidad y Tobago.
Estos curiosos entreguistas disfrazados de emancipadores reventaron el
patrimonio nacional y crearon, en consecuencia, un déficit fiscal explosivo y
un paraíso artificial de tarifas congeladas. La táctica fue consumir hasta
agotar stocks; el objetivo no era la patria declamada, sino ganar elecciones
para no soltar el botín.
La bola de nieve creció a la vista de todos, y cuando la
Pasionaria del Calafate entrevió la tragedia del porvenir intentó colar una
corrección, pero la vencieron el chucho y la liviandad; se apartó entonces de
la ladera y dejó que el alud lo arrasara a su infeliz sucesor. Pagadiós, según
el Diccionario etimológico del lunfardo
(Oscar Conde). El camporismo, por segunda vez en la historia, legó una especie
de Rodrigazo: evadiendo ese borde abismal andan los argentinos como
equilibristas borrachos y con irregular suerte. En términos un tanto luctuosos,
podríamos decir que el kirchnerismo permitió de manera indolente que la pierna se
gangrenara en la certeza de que otros vendrían a cargar con la cruz de decidir
la cura o la amputación, y en la intención de criticar cualquier decisión
clínica que se tomara. Está claro que el paciente va a sufrir (todos vamos a
hacerlo), y que no hay textos nacionales o internacionales de referencia para
llevar a cabo semejante intervención, por la sencilla razón de que la
irresponsabilidad del cristinismo es de una extravagancia aterradora; los
vanguardistas son siempre muy originales. Asevera un viejo refrán sajón: no hay
forma de dar bien una mala noticia. ¿Pero habrá anestesias posibles y otro
camino que no sea el zigzag? Cuando el cirujano es duro y dubitativo al mismo
tiempo, el paciente tiene derecho a rebelarse, o a morir de miedo.
Esa mezcla de sentimientos fatales formó el caldo de cultivo
del primer cacerolazo. Muchos militantes cristinistas que marchaban por las
calles les gritaban a los caceroleros: "Jódanse, ustedes los
votaron". La sociología de esa protesta muestra dos clases bien diferenciadas:
ciudadanos independientes a quienes las facturas les resultan verdaderamente
impagables y militantes dogmáticos que los desprecian con toda su alma, pero
que se montan sobre su malestar. Esos ciudadanos tienen un reclamo legítimo,
que Macri no debería subestimar, y son, a la vez, damnificados del sistema
irreal creado por los jefes de aquellos mismos militantes que los acompañaban
en el disgusto y en la petición. Víctimas y victimarios, sin reconocerse los
unos a los otros, se quejaban solidariamente bajo la lluvia del jueves.
El Gobierno debería defender a esos vecinos y al mismo
tiempo realizar las reformas que permitan la sustentabilidad económica, dos
imperativos en fuerte oposición. Los empleados mediáticos de Cristina Kirchner,
que durante cinco años tildaron de golpistas los cacerolazos y las marchas
civiles, se escandalizaban el viernes porque Cambiemos no había oído "la
voz de las cacerolas": su lamento tiene la misma credibilidad que Sergio
Schoklender leyendo un tierno homenaje a las madres argentinas. Sin embargo, lo
cortés no quita lo valiente: sería muy grave que el Gobierno efectivamente
relativizara el síntoma y adoptara posiciones internas de soberbia
tecnocrática. Acá el cuadro general no da para ninguna feria de vanidades: la
inflación baja más lento que suero de brea y la reactivación tarda más que el
general Alais. El propio Jorge Todesca, portador franco de malas noticias,
confesó estar preocupado por nuevos incrementos en el sector alimentario. Los
comerciantes siguen cubriéndose exageradamente por la inflación y el Gobierno
no puede con ellos, ni con ella. Algunos empresarios, acorde a su valentía
acostumbrada, siguen corriendo el arco; ahora prometen inversión recién para
cuando se defina quién ganará la elección del medio término. Su conmovedor
patriotismo combina con ciertos economistas de la ortodoxia que, a río
revuelto, regresan con sus libritos de shock. Si con un gradualismo traumático
y keynesiano atronaron ollas y sartenes, imaginemos quién sonaría la próxima
vez. El Club del Helicóptero tiene socios involuntarios.
La situación no habilita tanto asombro ni tanta demagogia:
estuvimos más de un lustro alertando sobre la magnitud del problema que se
avecinaba. Se ha visto y probado que no exagerábamos entonces, pero tenemos hoy
la tendencia a olvidar rápidamente nuestros propios diagnósticos en la noble
desesperación por proteger a la gente de los efectos de un ordenamiento
inevitable y doloroso. Al periodismo le asiste el derecho a la inconformidad
permanente, pero a la oposición institucional le cabe al menos el rechazo al
facilismo berreta y a la hipocresía, y también la obligación del cuidado y del
rigor en medio de un tránsito por terrenos altamente inflamables que conoce muy
bien, tanto sea porque los denunció o porque es de algún modo corresponsable de
provocar estas secuelas. También la sociedad cree en la prestidigitación
económica: compró el buzón de que vivía en una economía sustentable y luego
adquirió la idea fantástica de que sería muy fácil encarrilar un tren destruido
cargado de pasajeros negadores que marchaba sin frenos hacia un precipicio. El
Gobierno, con sus mensajes de autoayuda del siglo XXI, tampoco hizo mucho por
desalentar esa nueva superstición. Que presuntamente le convenía. Estamos en un
jardín envenenado, plagado de paradojas: la lucha contra la mafia policial, por
ejemplo, aumenta la inseguridad en el conurbano bonaerense y los abnegados
militantes de la sensibilidad social que protestaron contra la oligarquía
tienen líderes multimillonarios. Que cada día producen imágenes del alto
rating: el kirchnerismo es una saga incesante de tesoros escondidos. Y el
cerrajero que abrió las cajas de Florencia expresó lo que piensa el común:
"Mirá todo lo que tiene esta mina, con tanta pobreza que hay en la calle".
A Macri ese aforismo le viene como anillo al dedo, de hecho las encuestas de
este mes lo siguen mimando. Hasta podría reescribir íntimamente a Perón:
"No es que seamos buenos, es que los anteriores fueron peores". Pero
lo cierto es que la pobreza de la calle, señalada por el cerrajero, tarde o
temprano será su culpa. Porque mishiadura mata termosellado.
0 comments :
Publicar un comentario