Por Ernesto Tenembaum
En su insistente campaña a favor de la transformación de los
hábitos argentinos, el presidente Mauricio Macri explicó ayer que cuando
alguien anda "en patas" en su casa no contribuye a ahorrar energía y
sostuvo que no hay magia en la generación de ese insumo básico en la vida de
los países.
Fue la primera referencia que hizo al asunto después de una
rebelión judicial contra los aumentos de tarifas de gas que avanzó desde
distintas zonas del país hasta que, finalmente, la Cámara Federal de La Plata
resolvió dictar la nulidad del nuevo cuadro tarifario. Así, Macri intentó
encuadrar el debate no en los nuevos precios que impuso sino en la necesidad de
cambiar costumbres, al igual que hace unos años lo hacía el Gobierno anterior,
cuando Julio De Vido explicaba cómo se debían usar los aires acondicionados.
Hay una gran diferencia entre ambos:
unos pretenden que los ciudadanos aguanten más el frío y los
otros que aguantaran más el calor, unos regalaban la energía y terminaban
importándola muy cara, los otros la cobran cara y, al menos por ahora, también
la importan. Por fuera de cualquier ironía, quizá la situación sea mucho más
compleja de lo que Macri plantea.
En los últimos tres cuartos de siglo, la cuestión energética
ha marcado la historia política argentina.
El primer gobierno peronista perdió su fuerza en 1952
cuanto, literalmente, se quedó sin nafta. La Argentina perdió su soberanía
energética y Perón se vio obligado a imponer un bruto ajuste. Arturo Frondizi
será recordado siempre por su política de apertura a las petroleras que
continuaba la que había insinuado Perón en los años previos al golpe del 55 y
que contradecía la que él mismo había propuesto en campaña. Es difícil saber si
en la Argentina se hubiera producido un golpe de estado en 1976 sin la crisis internacional
del petróleo, de 1974, que hizo saltar por los aires el trabajoso acuerdo
social que había alcanzado José Ber Gelbard. Hubo pocas medidas tan ajenas al
interés nacional como la privatización de YPF durante los 90, pero los Kirchner
la apoyaron. Claro, conducían una provincia petrolera. Eso les permitió
fondearse y, sin ese dinero, proveniente del petróleo, probablemente nunca
hubieran llegado a la Casa Rosada. El ocaso del kirchnerismo es inseparable de,
otra vez, la gangrena de dólares que provocó la nueva pérdida de soberanía.
Cristina, tan estudiosa de la historia, había olvidado cuál fue el talón de
Alquiles de Perón en 1952 y cayó en la misma trampa de acelerar el consumo sin
mirar la balanza energética. A ese complejo laberinto acaba de entrar Mauricio
Macri.
En los puntos extremos del debate, se ubican la idea de que
la energía sea casi gratuita, al costo de que caiga abruptamente la inversión,
o que se le cobre a los usuarios su costo de generación más la ganancia en
dólares que reclaman las petroleras, a costa de que tampoco tengan acceso a
ella porque no la pueden pagar. El relato macrista sostiene que estamos en
manos de un gobierno serio, que enfrenta los problemas -a diferencia del
anterior-, cuyos técnicos son los mejores del país y que, si comete errores, es
capaz de corregirlos. Mientras tanto, en cada oportunidad, el Presidente
alecciona sobre la necesidad de vivir con lo puesto y que cada uno se haga
cargo de sí mismo.
Sin embargo, hay otros elementos inquietantes en el proceso
de ajuste tarifario. En principio, el Gobierno reconoce en público y en privado
los errores de cálculo. Primero retrocedió sensiblemente en la aplicación de
los aumentos en toda la Patagonia. Ahora lo hace en el resto del país. En todos
los casos admite que no contempló los efectos cruzados de los aumentos de
tarifas y los aumentos del consumo, o de los primeros con la eliminación de los
subsidios que el gobierno anterior aplicaba a algunas regiones. Ese error
técnico se suma a un error político que consiste en pensar que es posible, en
una sociedad tan resistente como la Argentina, imponer una medida tan
traumática de un plumazo, sin acuerdos y diálogos previos con las asociaciones
de consumidores, y amparándose en cuestiones legales discutibles para no citar
a audiencias públicas. A todo eso, se le debe sumar errores de sensibilidad
social: es difícil entender que, en medio de semejante vendaval inflacionario,
un equipo de Gobierno no perciba el daño que representa para una familia de un
ingreso de $ 10 mil un gasto adicional de mil más, por poner un ejemplo
conservador. Es una obviedad tan elemental, pero el Gobierno debería recordar
que las planillas excel no incorporan entre sus variables la humanidad de una
medida.
El Gobierno argumenta que los aumentos son inevitables
porque no puede hacer magia. Sin embargo, en otros rubros utilizó la billetera
para negociaciones sectoriales: cedió frente a los sectores sindical,
agropecuario, minero, ante los gobernadores peronistas, cederá frente al oscuro
poder del fútbol, ante las pymes, y ante los jubilados acreedores del Estado.
¿Por qué razón un consumidor de gas de clase media entendería que él debe pagar
más caras las compras del supermercado, y las prepagas, y las expensas y el
agua, y el gas? La sociedad argentina tiene mucho entrenamiento para moderar a
los gobiernos. Así es que Macri se ve ahora forzado a negociar, por no hacerlo
desde el comienzo del proceso. Es raro que su equipo, que fue tan sensible para
captar el humor social de los últimos años, no perciba que la resistencia a las
arbitrariedades de Cristina se activan rápidamente ante estímulos semejantes.
Por fuera de todos estos dimes y diretes aflora un debate
histórico. ¿La manera de que una sociedad crezca es concentrar el poder y el
dinero en quienes tienen más poder y más dinero? En el área energética, el
Gobierno aplica esa máxima. No solo eleva el precio de las naftas y del gas
para que las empresas capten más fondos sino que, además, paga los subsidios adeudados
y mantiene los actuales. Por si fuera poco, ubica en los cargos clave a hombres
de las empresas beneficiadas: es muy difícil de explicar que el titular el
Enargas, que debe controlar a las gasíferas, haya sido hasta el 10 de diciembre
un ejecutivo de Metrogas. Por distintos motivos, uno de ellos es esa confianza
notable en que el capital privado invierte más si se le asegura rentabilidad,
la inversión este año ha caído sensiblemente si se la compara con el año
pasado: de 110 equipos de exploración ha caído a 85. Si uno observa esta
muestra, queda claro que algunas teorías deben revisarse: no basta con la
salida del kirchnerismo para que lluevan inversiones, por ejemplo.
Entre la energía casi regalada del kirchnerismo y el
tarifazo macrista hay un patrón que excede a ambos: el movimiento pendular que
desde hace años agobia a la sociedad argentina. A cada gobierno, le sucede otro
con la receta opuesta. Hace unos años, dos economistas muy respetados
resumieron esas curvas y contracurvas con una gran título de un hermoso libro
de historia económica: "Los ciclos de la ilusión y el desencanto".
Uno de ellos es Lucas Llach, actual vicepresidente del Banco Central. El otro,
Pablo Gerchunoff.
Para entender estos tiempos, quizá sea recomendable pegarle
una hojeada.
Eso sí, bien abrigados, con gorro, vincha y bufanda.
Es hora de ser responsables.
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