El saqueo de la
música del pasado
Marilyn y Madonna |
Por Rogelio
Villarreal
Nunca antes en la historia se había escarbado tanto en el
pasado reciente para extraer materiales que pudieran reciclarse con facilidad y
venderse a las nuevas generaciones. El crecimiento exacerbado del mercado bien
pudo haber ocasionado un agotamiento de la originalidad…
Si Nietzsche no
hubiera muerto…
En La gaya ciencia,
de 1882, Friedrich Nietzsche escribió que no son únicamente los acontecimientos
los que se repetirán de manera exacta, sino también los pensamientos, los
sentimientos y las ideas en una vuelta incesante: la teoría del eterno retorno,
según la cual las personas que conocemos volverán a estar presentes, lo mismo
que los animales, las plantas y las cosas; todo ello volverá con las mismas
propiedades, en las mismas circunstancias y comportándose de la misma forma. Si
la desconcertante teoría de Nietzsche es cierta, ésta podría estar
materializándose en el mundo de la industria del entretenimiento —sobre todo en
la música y el cine— desde hace varias décadas.
Nietzsche fue autor de unas setenta obras musicales que no
gozan de la misma popularidad de Así
habló Zaratustra, El Anticristo o
de Más allá del bien y del mal. Son
canciones románticas, algunas inspiradas en textos de escritores como Alexander
Puschkin y Lou Andreas-Salomé, esa hermosa franco-rusa de la que nuestro
compositor se enamoró furiosamente y a la que definió como “la mujer más
brillante de cuantas han existido sobre la Tierra” —aunque al final la pasión
se transformó en odio. Paulina Rivero Weber, filósofa mexicana y compiladora de
la obra musical de Nietzsche, dice que ésta tiene una influencia “muy fuerte de
Wagner, Schumann y Mahler” y que los temas que ocuparon su pensamiento también
están presentes en esas melancólicas composiciones, como en “El lamento del
héroe”: “La metáfora del héroe en el alma es un poco la idea de que todos
llevamos un héroe o una heroína adentro para poder [lidiar] con la vida”, dice
Rivero Weber, productora del disco Nietzsche:
su música [UNAM, 2001], con dieciséis piezas [“En un disco, las
composiciones musicales de Nietzsche”, Milenio, 17-04-2011]. Unos años después
la discográfica Atma grabó cuarenta y tres obras en dos álbumes: The Music of Friedrich Nietzsche [Atma
Classique, 2006]. Federico el músico ha regresado.
The song remains the
same
La conjunción de música popular y filosofía no ha sido muy
frecuente, pero cuando se encuentran los resultados son memorables, como puede
verse en el trabajo de Santiago Auserón al frente de Radio Futura, en el de
Elvis Costello y el Cuarteto Brodsky o en canciones de Bob Dylan, John Lennon y
Ute Lemper, para detenernos en unos gratos ejemplos. Lo más común es que la
música popular de cualquier género trate temas de la vida cotidiana con
ligereza, muy lejos de la gravedad de las composiciones de Nietzsche.
La música prehistórica, de acuerdo con eminencias como
Rousseau, Herder, Spencer y Bücher, nació de la prolongación y elevación de los
sonidos del lenguaje y de la percusión corporal, antes de la fabricación de los
primeros instrumentos musicales. La etnología musical y la musicología
comparada han deducido que los primeros cantos y ritmos estaban vinculados al
trabajo, a los rituales religiosos y al cortejo amoroso. No muy distinto de
como es ahora. Recuérdese que Paz pensaba en las multitudes de los conciertos
de rock como una especie de comunión religiosa, con un sacerdote que oficia en
el escenario [Roberto Vallarino, Conversación
con Octavio Paz, UNAM, 1987]. Puede suponerse que los ritmos y cantos
primigenios se repetían de comunidad en comunidad, imitando el sonido de las
piedras al tallarlas, de la madera al trozarla, el aullido de los lobos, el
trino de las aves y hasta el silbido del viento, hasta alcanzar con el tiempo
mayores grados de complejidad y sofisticación. Si hubo “grandes hits” en las
llanuras africanas hace sesenta mil años jamás lo sabremos, lo cierto es que a
medida que los grupos humanos se separaban la música se diversificaba
notoriamente. En la posmodernidad son muchos los músicos occidentales que han
retomado —apropiado, plagiado— ritmos regionales de África, Asia, América y
Oceanía para incorporarlos en su producción.
En un ensayo de 1986 el crítico de cine Tom Shales definió
la era Reagan (1981-1989) como la “redécada”, un decenio en el que la
industria, el mercado y las nuevas tecnologías de la comunicación —como las
videograbadoras— convirtieron la cultura estadounidense en un “volver a tocar,
representar, reciclar, recordar, recuperar, reprocesar y repasar” las décadas
anteriores. En esa “redécada” las leyendas originales del rock y del
espectáculo nunca mueren, simplemente regresan como nuevas leyendas, según
Shales; así, “Madonna sería una nueva versión de Marilyn Monroe y el Rambo de Stallone una reedición de los
héroes de la Segunda Guerra Mundial interpretados por John Wayne. Cyndi Lauper
debería su imagen a una amalgama de Lucille Ball y Janis Joplin”. En los
ochenta la “juventud” se ha convertido en una fórmula confiable de
mercadotecnia, en constante ascenso desde los tiempos de la posguerra y cada
vez más consumidora frecuente de cine, música y moda. Aparecen caras y nombres
nuevos que sustituyen a los ídolos del pasado y se convierten en productos de
venta segura con una ligera cirugía facial. “Llegan las nuevas generaciones
pero la cultura juvenil sigue siendo la misma. El reto del mercado es rediseñar
las aspiraciones, los miedos y los sueños de la adolescencia de acuerdo con la
última moda y las nuevas tendencias”, dice Shales [“The ReDecade”, Esquire, marzo de 1986].
El fenómeno ha crecido de manera exponencial. Cientos de
películas e incontables canciones han sido rehechas una y otra vez con
resultados muy desiguales. En no pocas ocasiones las razones han sido, digamos,
bien intencionadas, aun cuando se enmarquen siempre en el ámbito del mercado:
rendir un justo homenaje a un compositor señero, a un cantante emblemático, a
un director prominente, y ofrecer por ello mismo una nueva versión de calidad.
La fascinación de Scott Walker por Jacques Brel lo llevó a hacer una estupenda
versión de “Mathilde”, y la canción “Across the Universe” animó versiones
extraordinarias como las de David Bowie y Fiona Apple. Una exitosa melodía
romántica de los Bee Gees, “I Started a Joke”, se transformó en una pieza de
patetismo entrañable en la voz de Mike Patton, de Faith No More, encarnado en
el videoclip por el actor David Hoyle —que, por cierto, en algo recuerda al
siniestro personaje que simula cantar “In Dreams”, de Roy Orbison, en Blue Velvet (Lynch, 1986).
Ben Myers, crítico de música de The Guardian, se burla de lo que llama “grupos de una sola
canción”, como Coldplay, The Killers e incluso los Ramones o AC/DC, aunque,
ironiza, tienen la decencia de ponerle nombres diferentes: “Todos ellos están
retrabajando esencialmente la misma idea musical una y otra vez”. Ahí se
encuentra la clave de su éxito: “En última instancia, nos gusta la familiaridad
[…] Se trata de signos familiares y significantes que iluminen el camino en un
mundo en caos. El teórico marxista Theodor Adorno observa que la familiaridad
de una pieza es un sustituto de la calidad que se le adjudica a ésta. Gustar de
ella es casi lo mismo que reconocerla” Esto también tiene que ver con el
aspecto más prosaico del mercado y es la mejor apuesta que una banda puede hacer:
lanzar una buena canción y refritearla hasta donde se pueda, mientras haya fans
para comprarla.
Hay casos tanto o más lamentables que el anterior. Son los
de grupos que pretenden homenajear a los grandes ídolos de los sesenta y
setenta y ofrecen copias menores de sus canciones clásicas. Es el caso de
“Heroes”, de Bowie, en la pretenciosa interpretación de The Wallflowers, o del
desangelado cover de Natalie Maines a “Mother”, de Pink Floyd, a la que despoja
por completo de su contexto original.
Es en el mercado más burdo y voraz donde se gestan malas
imitaciones de todo tipo de productos originales con altos estándares de
calidad, y nada escapa a esta tendencia que se ha acentuado desde,
precisamente, la década de los ochenta, aunque ya antes había expresiones en
este sentido. Walter Murphy —autor del tema inicial de Family Guy— tuvo un éxito inesperado en 1976 con una versión para
discoteca de la quinta sinfonía de Beethoven, al igual que Giorgio Moroder tres
años antes con “Lonely Lovers Symphony”, basada en “Para Elisa”. Treinta años
antes, “El vuelo del abejorro”, de Rimsky-Korsakov, se utilizó para el programa
de radio El Avispón Verde, que
pasaría a la televisión en la segunda mitad de los sesenta. Hay miles de
versiones de piezas clásicas para un amplio mercado de público complaciente en
arreglos de tenores como Andrea Boccelli e instrumentistas como Vanessa Mae y
una legión de artistas muy iguales. (En México la voluptuosa violinista Olga
Breeskin salía en bikini en el programa dominical setentero de Raúl Velasco
haciendo algo parecido.)
Con el blues, el jazz y el rock ha pasado lo mismo, y se
apilan los discos que tratan de homenajear las piezas más conocidas y sus
intérpretes más famosos. Proliferan recopilaciones como Jazz and ’80s y muchas
más con la misma fórmula. Algo con mayor riesgo e inteligencia hizo el
colectivo francés Nouvelle Vague con piezas del punk y el new wave originales
de Dead Kennedys, Joy Division y The Cure, por ejemplo.
Y volver volver
volver
Nunca antes en la historia se había escarbado tanto en el
pasado reciente para extraer materiales que pudieran reciclarse con facilidad y
venderse a las nuevas generaciones. El crecimiento exacerbado del mercado bien
pudo haber ocasionado un agotamiento de la originalidad, razón por la cual se
ofrecen a la venta productos fácilmente digeribles —ya se trate de originales o
copias— por una mayoría de consumidores poco educados o exigentes. Puede
decirse, con Perogrullo, que los resultados dependen del talento y la
honestidad o de la impericia y vulgaridad de quienes deciden hacer versiones
nuevas de éxitos anteriores o que se arriesgan a componer los suyos. El mercado
es vasto y veleidoso y para cada segmento hay oferta y demanda, aunque
ciertamente los más vendidos son aquellos que repiten fórmulas y estructuras
musicales ya muy probadas.
Hay en todo el mundo extraordinarios imitadores de los
Beatles o de Abba y feroces trituradores de piezas que deberían estar a salvo
de cretinos caprichosos. Esto no es posible y, como en la novela de Orwell, la
historia de la música se reescribe cotidianamente. Es posible que muchos
jóvenes jamás lleguen a conocer las canciones originales de Pink Floyd y en
cambio disfrutan de trasuntos débiles y fragmentarios —jamás conocerán un álbum
conceptual. Creerán que escuchan por primera vez una tonada pegajosa que al día
siguiente cambiarán alegremente por otra, muy posiblemente otro cover. Felices
ignorantes, pensarán que David Bowie fue autor de un “one-hit wonder”. A ver si
a alguien se le ocurre, por lo menos, hacer un cover decoroso de alguna pieza
del loco de Turín. Hacer del eterno retorno algo menos aburrido, pues.
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