Por Fernando Savater |
Les recuerdo una escena de Macbeth: Macduff prepara el asalto definitivo al castillo del
tirano y necesita el apoyo de Malcolm, hijo del rey asesinado por Macbeth, así
que le propone el trono cuando derroquen al usurpador. Malcolm quiere saber
cuánto hay de noble afán o de mero oportunismo en esta propuesta: advierte a
Macduff que él está tan lleno de defectos como Macbeth, porque es sumamente
ambicioso, injusto, ávido de riquezas, violento, incapaz de contener su feroz
lujuria...
Macduff, al que le interesa ante todo vengar la muerte de su hijo,
va minimizando los pecados que se atribuye falsamente el joven príncipe,
dispuesto a aceptarle cualquier vicio a fin de contar con ese imprescindible
aliado. Una excelente muestra de la penetración política de Shakespeare.
Finalmente, Malcolm descubre la superchería y acepta acompañar a Macduff, pero
queda la duda de que quizá el resultado hubiera sido igual si todas sus
autoacusaciones fuesen ciertas. Lo importante era la venganza y recobrar el
trono.
Donald Trump ha llegado a decir que él podría salir a la
calle, disparar contra un transeúnte y la gente le votaría igual.
Probablemente, ay, no se equivoca. Los partidarios del Brexit han seguido a un xenófobo caricaturesco como Farage,
desoyendo sin inmutarse las más solventes advertencias sobre los perjuicios que
traerá el abandono de la UE.
En España, candidatos que veneran los regímenes
menos recomendables mienten sin sonrojo en los debates, amparan la corrupción,
desconocen la igualdad de los ciudadanos o prometen medidas tan democráticas
como ordenar a jueces y guardias civiles que detengan a sus opositores, ni aun
así ven disminuir sus apoyos electorales. ¡Son los nuestros, arrearán al
enemigo! Y luego nos escandalizamos de los hooligans,
esos mártires brutales de la inteligencia emocional...
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