"Toda lectura es
como una conversación (y no
un monólogo...) en la que se produce el encuentro
entre dos membranas sensibles y, si tenemos suerte, el chispazo
y la
comunicación".
Por Luciano Lamberti
Conversaciones.
Desde Bouvard y Pécuchet, una novela
puede consistir en una conversación. Sucede con Los Pichiciegos del bueno de Fogwill, pero también con La larga marcha, del bueno de King.
Los
protagonistas de ambas son jóvenes al que las circunstancias (o, más bien, la
idiotez de los adultos) han incriminado en juegos dementes, el antiguo juego de
la guerra, un juego imaginario en el que cien jóvenes tienen que caminar por
las rutas de una Norteamérica futurista en busca de un cuantioso premio en
efectivo (y a ésta última Los juegos del
hambre le debe todo, básicamente). En ambas, asistimos a los diálogos de
sus personajes, que hablan como en casi todas las conversaciones de lo más
trivial y de lo más importante. Ambas evidencian un oído envidiable para los
diálogos. Ahora que lo pienso, hay decenas, no, cientos, incluso miles de
ejemplos que pueden encuadrarse en el tema, no sólo desde la novela sino
también desde el cuento. Hemingway lo usaba mucho, en “Los asesinos”, en “Un lugar
limpio y bien iluminado” (uno de mis cuentos preferidos de toda la vida), en
“Las nieves del Kilimanjaro”. Son personajes que sencillamente hablan entre sí,
pero sus conversaciones tienen siempre un trasfondo secreto y vibrante. O el
cuento “La última noche del mundo”, de Bradbury, donde una pareja, en medio de
una charla banal de sobremesa, mientras sus hijas juegan cerca, comprenden que
esa noche el mundo va a acabarse. Los convence el hecho de haber tenido el
mismo sueño (“una voz irreconocible” que les decía que todo iba a acabar), y no
solo ellos sino también los vecinos del pueblo. El cuento termina con un
“Buenas noches –dijo la mujer” que logra poner los pelos de punta.
He cometido el peor
de los pecados. Hay escritores que escriben muy bien, que evidencian prosas
de un nivel superior y exquisito, pero que no logran que yo ni que nadie les
termine un libro. Se escriben reseñas sobre ellos, se les hacen entrevistas, su
nombre circula en los suplementos culturales, les hacen fotos y les pagan
viajes a ferias del libro, que quizás en este clima apocalíptico argentino
logren sobrevivir, pero nadie ha terminado sus libros. A lo mejor no es
importante terminar sus libros. A lo mejor no sucede nada en esos finales que
valga la pena. A lo mejor el periodista cultural del momento espía el final del
libro porque está apurado en terminar la reseña, que será mal pagada, y con la
cual, si tiene suerte, pagará el servicio de Internet que le permite seguir
trabajando, o tomarse un café en un bar con wifi. Yo creo que el peor de los
pecados es ser aburrido. No en la vida, por supuesto, sino en la literatura,
que es (debería ser) más interesante que la vida.
Relectura. Leo
por quinta o sexta vez La Carretera,
de McCarthy, y el placer que siento es idéntico. Vuelvo a ver la entrevista que
Oprah le hizo hace unos años y a contrastar la figura del McCarthy áspero de
sus novelas con el viejito amable que aparece ahí. ¿Por qué no lo has hecho
antes?, le pregunta ella en relación al hecho de que no da entrevistas. Bueno,
no pienso que sea bueno para tu cabeza, responde él. No sé por qué entre tantas
novedades, prefiero ese ahora viejo libro que compré en Rubén, cuando todavía vivía en Córdoba, y empecé a leer en el A4
rumbo a Ciudad Universitaria. Lo leí sin grandes esperanzas y me deslumbró esa
vez y sigue haciéndolo ahora. Releo a Kelly Link, releo a Richard Matheson.
Podría tener veinte o treinta libros y releerlos sin fin, saber sobre ellos más
que sus propios autores. Cuarenta, cincuenta libros: con eso basta para toda
una vida. Cada uno tendrá su lista.
Escuchar con los
ojos. Así llamaba Quevedo al acto de leer. Toda narración es, en cierto
sentido, un diálogo. El nuestro con los escritores, que sanos o enfermos,
muertos y vivos, siguen hablándoles a nuestros ojos. Es como la fotografía: al
mirarla escuchamos imágenes, pero sobre todo escuchamos la vibración del
instante, eso que a veces la buena fotografía sabe captar. “Escucho con mis
ojos a los muertos”, dice el verso de Quevedo. ¿No hay algo mágico en eso? El
protagonista de El guardián entre el
centeno afirma que solo quiere leer autores a los que llamaría por teléfono
para charlar un rato. Ring Lardner es uno de ellos, y estoy de acuerdo. Toda
lectura es como una conversación (y no un monólogo, como suelen creer esos de
los que hablé más arriba) en la que se produce el encuentro entre dos membranas
sensibles y, si tenemos suerte, el chispazo y la comunicación.
Fotos. Mi abuela
Pancha me crió, prácticamente. A ella le debo, entre otras cosas, mi gusto por
la comida frita y abundante. Ella tenía, en su ropero, junto a los viejos
zapatos con olor a naftalina, una gran caja de fotos familiares. La mayoría
eran de personas desconocidas, parientes muertos o desperdigados por la
generosa espalda de la república, granulados y en blanco y negro, con un
trasfondo de asados en el campo, comuniones o bebés llorones. Imaginar quiénes
eran esas personas y qué hacían ahí fue probablemente el inicio de mi vocación
por la escritura. Levanto el tubo y hablo por teléfono con Rodolfo Walsh. Hola,
Rodolfo, te hablo para decirte que estoy releyendo “Fotos”, y que me gustaría
escribir como vos. Nunca podrás, dice él, con su voz rasposa por el cigarrillo
y por la muerte. “Fotos” es lo más parecido a una novela que Walsh escribió en
su vida: una nouvelle perfecta acerca
de una persona escindida en dos. El narrador y Mauricio Irigorri, el que
estudia abogacía y cumple las normas y observa, y el otro, el sacado, el que se
atreve a vivir y a ser muchas personas, sobre todo un artista. Es una historia
dialogada, cruzada por las voces de sus personajes, en forma de cartas, de
pensamientos, de charlas telefónicas. El narrador, desde Buenos Aires, escucha
las noticias sobre Mauricio, su amigo de la infancia, y arma la narración de quién
no pudo ser. Pero el tema del cuento son los mecanismos del arte. El fotógrafo,
que termina suicidándose, trata de unir arte y vida buscando el momento
perfecto de la expresión visual, el punctum
donde el resplandor de lo que a veces sentimos y perdemos se manifiesta. “Un
imperceptible movimiento interior, un resorte que se mueve, que descubre una
abertura y en el acto la cierra, pero por esa abertura, ese descuido del alma,
entra algo insaciable y destructor… ¿qué es?”. Así describe Mauricio el arte de
la fotografía. Y eso es lo que ve el narrador, cuando contempla la foto de la
laguna donde jugaban de chicos. “No sé por qué, ese sitio familiar me
resultaba, de golpe, desconocido, un paisaje del que no se vuelve, porque ya es
demasiado arde y se está muy lejos” Eso que sucede casi por casualidad en
algunas fotos familiares, en algunas incluso de las que mi abuela guardaba en
su caja y de las que yo miraba atónito a los once años y medio.
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