Por Jorge Fernández Díaz |
"Cuando las circunstancias cambian, yo cambio de
opinión. ¿Usted qué hace?", interpelaba lord Keynes. El Gobierno pega un
audaz giro keynesiano que podría traducirse en más desarrollismo heterodoxo y
menos ajuste fiscal, y que sólo puede explicarse en la tardanza de la
reactivación (el malestar social vuela en jet y las inversiones van en sulky),
y también en la ansiedad por despertar rápidamente al paciente de su hondo
letargo.
Sigue valiendo aquí la imperfecta metáfora del enfermo asintomático
que un día es obligado a un chequeo general y descubre que todos los índices
están dislocados, que padece males invisibles y sumamente peligrosos, y que
debe someterse a una difícil cirugía si no quiere reventar como un sapo. El
paisano se resiste, cree que es "cosa de médicos" y logra cierta
solidaridad de sus parientes, pero al final accede de mala gana al quirófano.
La operación resulta más complicada de lo que parece, puesto que el deterioro
del hombre es más importante de lo que se suponía, y el médico informa al final
de la faena que está delicado y en coma farmacológico, pero que es optimista.
Cada tarde, cuando el doctor pasa a visitarlo, sus familiares lo acosan y, a
medida que transcurren los días, directamente lo acusan y amenazan porque el
patriarca sigue inconsciente. El cirujano trata de calmarlos y de sonreír, pero
por las noches reza para que una infección intrahospitalaria no lo mande para
el otro barrio. Sabe que lo mejor es seguir el proceso natural, pero finalmente
aplica una medicina de shock para apurar los tiempos y despertarlo de una vez,
aunque esa terapia no sea la mejor para el largo plazo.
El analista Carlos Fara revela que el Ministerio del
Interior, administrador de las mayores cajas de la obra pública (si exceptuamos
Vialidad), había gastado hasta el 30 de abril el 7% de la previsión anual, y
que en las primeras tres semanas de mayo triplicó los desembolsos. La velocidad
de la desesperación. Fara sugiere que al principio Mauricio Macri se sentó
sobre la caja y que en esta segunda fase abrió el candado y ordenó inyectar
dinero con toda premura. Su informe lleva como título un significativo interrogante:
"¿Manteca al techo?".
La inflación, aunque sigue alta, tiende lentamente a bajar,
pero el déficit colosal amasado por Cristina Kirchner sigue por las nubes y
encima los incrementos de las tarifas se moderan por aclamación; los
fiscalistas están con los pelos de punta. A esto se agrega el justo incremento
a los jubilados, que los antiguos evasores solventarán por única vez, pero que
dejará una carga pesada y permanente para el Tesoro. El viernes, FIEL advirtió
el riesgo: "Puede justificarse el uso de las herramientas anticíclicas que
permitan reducir la brecha, pero Keynes alertaba sobre la necesidad de que esos
mayores gastos fueran transitorios. Es obvio que las propuestas del Gobierno en
materia previsional no pasan ese test tan elemental".
Otros analistas ortodoxos piensan que Macri no tuvo el
suficiente temple: encontró un barco a la deriva con un motor fundido, reparó
el timón, zurció las velas y rogó por los vientos venturosos. Pero se
demoraban, y había inquietud en la tripulación, y el temor a un temporal lo
convenció de actuar como un populista. Por lo pronto, prevén que 2017 será
mejor, resucitará el consumo social y experimentaremos una "fiestita,
hipotecando el futuro".
Lo más probable es que a estos economistas clásicos los asista
algo de razón, ¿pero quién tendrá la autoridad moral en la oposición para
recriminarle al oficialismo esos raros remedios de emergencia? El peronismo
pidiendo un ajuste fiscal severo sería tan surrealista como el cristinismo
reclamando mano dura contra los secuestradores. Íntimamente, algunos
cristinistas se preguntarán por qué toda esta jugada no se les ocurrió a ellos,
y algunos justicialistas también dirán por lo bajo: "La idea era que Macri
fuera neoliberal y pagara nuestras cuentas, no que hiciera peronismo".
Por lo pronto, como en la Argentina hay sinceramiento pero
no sinceridad, se abre en el Congreso un campeonato de gente sensible que vota
a cuatro manos y un dedo, y que rivaliza para ver quién es más generoso con el
erario.
La analogía del temporal no constituye, sin embargo, una
exageración. "Con un proceso continuo de inflación, los gobiernos pueden
confiscar, secreta e inadvertidamente, una parte importante de la riqueza de
los ciudadanos", sostenía Keynes. A ese deterioro que viene de arrastre y
que no amainó (¿cómo iba a hacerlo quitando retenciones, devaluando y
aumentando tarifas?) se agrega el freno a la obra pública que operó el
cristinismo sin chirolas allá por octubre y la pereza de los inversores por las
altas tasas y el gasto creciente; la catástrofe brasileña, que arrasó entre
otras con la industria manufacturera, y las malditas lluvias, que afectaron los
alimentos y los insumos para la producción. El examen sobre este primer parte
del "Indec recuperado" da cuenta de todas esas plagas, Poliarquía
revela el fuerte retroceso que registraron en mayo los indicadores económicos
(aunque la mayoría le echa la culpa a la anterior administración), y el
Observatorio Social de la UCA ilumina sobre los 3.500.000 argentinos que no registra
el radar, que están padeciendo verdaderas penurias y que preocupan
especialmente al gobierno de María Eugenia Vidal: sordos ruidos oír se dejan en
el conurbano profundo, agitados por algunos ultras que buscan una
"primavera árabe" para frenar a Macri y obligarlo a detener las
causas judiciales contra los mandarines de la Pasionaria del Calafate. Digamos
que motivos para dejar los escrúpulos teóricos no les faltan a los muchachos de
Balcarce 50. El premio Nobel de Economía Thomas Sargent estuvo esta semana en
Buenos Aires y pareció justificar las "herejías" de Cambiemos al
decir que la viabilidad de cualquier plan económico se define por su
"sustentabilidad política y parlamentaria", y que sus colegas suelen
ignorar ese factor crucial. Es un experto en expectativas económicas, y aunque
la Casa Rosada puede utilizar sus palabras para defenderse frente a los dardos
de la ortodoxia, lo cierto es que a su vez Sargent resulta inflexible con
respecto a la previsibilidad de cualquier programa económico: para que tenga
éxito, la gente debe saber siempre a qué atenerse. Después del blanqueo, el
Gobierno estará obligado entonces a reconfigurar las metas fiscales y a ofrecer
un nuevo camino racional sin sobresaltos. Su encomiable facultad para admitir
públicamente un error y enmendarlo tiene como contrapartida el riesgo de que el
pueblo suponga que todo es ensayo y puede ser reversible. Una suposición que
hace juego con las modalidades flexibles del siglo XXI, pero que en la calle
genera incertidumbre.
Las transgresiones financieras del momento son justificadas
puertas adentro por peronistas de diverso pelaje: "Nosotros produjimos
algunos de los quilombos que estamos sufriendo", admiten. Critican la
política reactiva (pasa algo, invento algo), pero no ofrecerán demasiadas
objeciones: "La inflación es rebelde, el déficit sube, las inversiones son
de largo plazo, la obra pública tarda y el blanqueo está en pañales -enumeran-.
Pero todos necesitamos lo mismo: tiempo y fondos. A los peronistas, a los
radicales y a los macristas no nos une el amor sino la mishiadura". Habrá
un piadoso e inevitable pacto de silencio frente a los experimentos
heterodoxos. Aunque, como decía Keynes, "lo inevitable rara vez sucede; es
lo impensable lo que suele suceder".
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