Por Jorge Fernández Díaz |
La arquitecta egipcia mandó colocar una magnífica placa en
la Vicejefatura de Gabinete con una cita del antiperonista más ilustre y
ocurrente de todos los tiempos: "El mito es la última verdad de la
historia, el resto es efímero periodismo". Está firmada por Borges, y es
claro que Cristina pretendía recordarles a los funcionarios su principal
obligación diaria, que no consistía en administrar de manera eficiente el
Estado, sino en trabajar para la mitificación de su familia.
Se ve que los
amanuenses obedecieron al pie de la letra, porque pronto abandonaron los
esfuerzos de una cierta sustentabilidad razonable para dedicarse día y noche a
crear una fábula onerosa y monumental acerca de lo que el matrimonio
precisamente no era. Escrita por Borges, la cita alude a que al final las
leyendas, cuando son grandes, derrotan la verdad documentada. Leída por
Cristina, la frase desnuda su propósito primordial y también quiénes era los
únicos enemigos que podían arruinarle la ficción megalómana: los periodistas
que la denunciaban. Experimentamos, en esta coyuntura, un atronador
desmoronamiento de ese glaciar cuidadosamente inventado. Y en lugar del mito
van quedando en pie nuevos íconos para la consciencia colectiva: el éxtasis de
las cajas fuertes, los bolsos en el monasterio, las bóvedas bajo el altar, las
cuentas en Suiza, el enriquecimiento de los "emancipadores", la
"cadena de la felicidad" y el financiamiento de los narcos. Tiene
razón el cristinismo cuando dice que está siendo perseguido. Además de recaudar
a cuatro manos, se dedicó a romper muchas reglas institucionales; por lo tanto,
cada billete era un crimen y cada transgresión, un delito. No los persiguen por
leer La razón de mi vida sino por
violar el Código Penal. Es la misma clase de "persecución" que
podrían denunciar los escruchantes, que tienen al menos un poco más de decoro y
no se quejan en público de los rigores de la ley.
Los Kirchner querían volverse inolvidables, y lo están
consiguiendo. La lápida de su tumba política podría llevar el epígrafe de Héctor
Méndez: "A la obra pública le decían Movicom porque iba con el 15
adelante". El empresario ejercía como titular de la Unión Industrial
Argentina durante la "década ganada" y se despellejó las manos
aplaudiendo frente a los atriles. José López era, en esos mismos tiempos, el
secretario de Obras Públicas y Lázaro Báez, el empresario malcriado por el
matrimonio mítico: hoy los dos están en cana. Según cálculos técnicos de la
Sociedad Rural, el gran amigo de Néstor y constructor de su napoleónico
mausoleo, es además uno de los mayores terratenientes del país: luchaban contra
la oligarquía no para destruirla, sino para reemplazarla. Como Cristina, que es
una egoísta negadora, le soltó la mano, Báez habló esta semana de sus uñas:
"Ella se las está limando, mientras yo estoy preso". Un lamento en
sede judicial que no preanuncia nada bueno para la gran dama. El filósofo Rolo
Villar lo dijo mejor que nadie: "Cristina el año pasado no quiso entregar
la banda, y ahora la banda la va a entregar a ella".
La clave para explicar este interregno de epifanías es la
palabra "protección". Hubo cobertura política, jurídica e intelectual
durante 12 años. Caída esa triple protección, los jueces anestesiados toman
vitamina, los funcionarios eternamente impunes lucen cascos, los prófugos
perpetuos son detenidos y la policía corrupta manda mensajes mafiosos. El Papa
peronista avala las incursiones de los magistrados y uno de los periodistas más
atildados y cuidadosos de la televisión argentina (Nelson Castro) pronuncia por
primera vez una línea rotunda: "Néstor era un corrupto tremendo".
Frente a tantas evidencias de apetito monetario, una parte
de la sociedad parece despertar de su largo sueño y declararse engañada una vez
más. "Yo no sabía", aducen horrorizados de sí mismos, tratando de
sacarse la hiedra venenosa que los envuelve. El fenómeno no es nuevo;
constituye más bien una enfermedad argentina a repetición: compramos el buzón,
gozamos de la plata dulce, perdonamos a los venales, miramos para otro lado y
un día abrimos los ojos, descubrimos el quebranto y el latrocinio, y tomamos
distancia con furia de los monstruos que nosotros mismos habilitamos. Pronto se
oirá la frase: "Yo no la voté". El asunto no deja, sin embargo, de
tener un costado positivo: ya no es posible que la vicedirectora de una escuela
aproveche el Día de la Bandera para bajar un impúdico discurso militante sin
que la mayoría le dedique fuertes abucheos y le cante encima el Himno Nacional.
Sucedió en Necochea, y es todo un símbolo del estado de ánimo general y del
cambio de los vientos.
La descomposición no sólo corrobora las grandes
investigaciones periodísticas; hace también explícito el desprecio de la
patrulla perdida cristinista por el peronismo, del que se sirvió y al que
sojuzgó (a veces para goce de los sojuzgados) mientras no podía menos que
boicotear su "evolución": la campaña "contra" Scioli será
estudiada en el futuro como un estrafalario matrimonio pleno de puñaladas
traperas, que los consortes no podían evitar propinarse ni siquiera durante los
instantes cruciales de la boda. En la escalofriante era de la diáspora, el
polígrafo Luis D'Elía formuló una catarsis sincericida: "Siempre fui ácido
con el PJ, ese partido de mierda, conservador y de derechas. Un partido de
mierda que cada vez que puede se va a la derecha más recalcitrante, en nombre
de no sé qué bandera". El exabrupto estaba destinado a los múltiples
emigrantes que los abandonan como si fueran la isla de los leprosos. Pero
reafirma la vieja idea de que el cristinismo también fue una forma sutil de ser
gorila. El escritor Martín Caparrós no quiso, sin embargo, permitirle a ese
grupo el glamour del fracaso ni la
impostura de seguir reteniendo ideales que malversaron: "El kirchnerismo
es lo peor que le pasó a la izquierda después de la dictadura militar",
sentenció.
Las argumentaciones de los acusados son inconsistentes: todo
este deschave está orquestado para tapar la mishiadura. Si un gobierno tuviera
semejante capacidad de orquestación Macri sería Barenboim, y todavía no sabemos
ni siquiera si Cambiemos es capaz de armonizar un programa económico exitoso.
La segunda defensa la articuló Agustín Rossi en el Parlasur: parece que ahora
Carrió y Zuvic encabezan una fuerza paraestatal con espías destinada a cazar
dirigentes honestos. William Gibson llama la atención sobre el vínculo irónico
entre paranoia clínica y conversión religiosa; escribe sobre ciencia ficción.
Pero la tercera teoría es la vencida y tiene algo de desesperación conmovedora:
la plata sucia no debe hacer olvidar de ningún modo una administración genial,
compañeros. Campanella respondió esa argucia con sorna: "No dejemos que la
inmensa corrupción tape la gestión. La gestión fue peor".
La Pasionaria del Calafate denunció en su última misiva que
atravesamos una "democracia de nula intensidad, como nunca se vio desde
1983". Es curioso: la placa de Borges no ha sido removida de la
Vicejefatura de Gabinete, pero sí hubo cambios en el Salón de los Bustos. Raúl
Alfonsín y Néstor Kirchner quedaron frente a frente, semblanteándose para toda
la eternidad. No los diferencia únicamente el tema de la honestidad pública,
sino también el hecho de que ambos encarnan dos democracias antagónicas. El
kirchnerismo quiso anular la intensidad republicana que fundó Alfonsín, y de
esa adulteración provienen todas estas plagas. O al menos así lo cree este
efímero periodista.
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