Por Carlos Fuentes |
Michel Foucault ve en la figura de Don Quijote el signo del
divorcio moderno entre las palabras y las cosas. Emisario del pasado, Don
Quijote busca desesperadamente la coincidencia de unas y otras, como en el
orden medieval. El peregrinar quijotesco es una búsqueda de similitudes: las
analogías más débiles, observa Foucault, son reclutadas, y rápidamente, por Don
Quijote; para él todo es signo latente que debe ser despertado para hablar y
demostrar la identidad de las palabras y las cosas: labriegas son princesas,
molinos son gigantes, ventas son castillos porque tal es la identidad que las
palabras le otorgan a las cosas en los libros de Don Quijote.
Pero como en la realidad los rebaños son rebaños y no
ejércitos de jayanes. Don Quijote, huérfano en el universo donde las palabras y
las cosas ya no se asemejan, se desplaza solitariamente, encarnando el dilema
permanente de la novela moderna que él funda: ¿cómo rescatar la unidad sin
sacrificar la diversidad?, ¿cómo mantener al mismo tiempo la analogía vulnerada
por la impertinente curiosidad humanista y la diferencia amenazada por el
hambre de unidad restaurada? ¿Cómo colmar el abismo abierto entre las palabras
y las cosas por el divorcio entre analogía y diferencia?
Don Quijote contiene su propia pregunta y su propia
respuesta: el divorcio entre las cosas y las palabras que antes coincidieron no
puede ser reparado por un nuevo emplazamiento sino por un desplazamiento.
Emplazado por el mundo estatuario de la caballería andante, Don Quijote quiere
destruir la paradoja de una aventura inmóvil, encerrada en los viejos libros de
su biblioteca en una inmóvil aldea de La Mancha, y desplazarse, entrar en
movimiento. Así se separaron, en la antigüedad, los hombres de los dioses:
desplazándose. Don Quijote cree que viaja para restablecer la unidad del hombre
y la fe que es su certeza; en realidad, viaja para encontrarse a sí mismo en
una nueva región donde todo se ha convertido en problema, empezando por la
novela que Don Quijote vive.
Perpetua invitación a salir de sí y verse a sí mismo y al
Mundo como problema inacabado, la novela moderna implica un desplazamiento
similar al de Don Quijote, aunque acaso, ni siquiera en sus momentos más
experimentales, ninguna otra novela haya podido proponer desplazamientos más
radicales que los de Cervantes: radical desplazamiento de la pureza a la
impureza y a la disolución de los géneros, de la autoridad narrativa clásica a
la manifestación de puntos de vista múltiples, del residuo oral y tabernario de
la narración a la plena conciencia cervantina de que la novela es leída por un
lector y estampada en una imprenta. Don Quijote es una novela, para usar las
palabras de Claudio Guillen, en diálogo activo consigo misma. Su desplazamiento
de los géneros, las autoridades y los destinatarios del hecho verbal impone a
la novela un destino abierto, perpetuamente inconcluso, incesantemente
redefinido: la novela es el arte de los desplazamientos.
Don Quijote es la primera novela moderna y su paradoja
histórica es que surja de la España de la Contrarreforma, la Inquisición, los
dogmas de la pureza de sangre y la ortodoxia católica. La España que al
expulsar a los judíos en 1492 y a los moros en el 1603, exilió la mitad de sí
misma. Don Quijote es una paradoja de la paradoja. Es un lector de libros de
caballería que quisiera restaurar los valores medievales del honor, la justicia
y el coraje y para hacerlo sale de su casa a los campos de Castilla, montado en
un caballo derrengado y acompañado de un escudero pequeñín y regordete sobre un
burro.
Don Quijote es un lector. Pero a pesar de su nostalgia por
la Edad Media, es un lector moderno que lee sus libros en impresiones debidas
al genio del editor alemán Gutenberg. Loco por los libros, Don Quijote
convierte su lectura en su locura y poseído por ambas, quisiera convertir lo
que lee en realidad. Quisiera resucitar un mundo perdido, un mundo ideal. Pero
al abandonar su aldea, se topa de narices con un mundo menos que ideal, un
mundo de bandidos y cuerdas de presos, cabreros, picaros, maritornes y venteros
sin escrúpulos, dispuesto a burlarse de él, golpearlo, mantearlo...
Sin embargo, a pesar de los embates de la realidad, Don
Quijote insiste en ver gigantes donde sólo hay molinos de viento y ejércitos de
jayanes donde sólo hay rebaños de ovejas. Los ve, porque lo ha leído. Los ve,
porque así le dicen sus lecturas que debe verlos. Su lectura es su locura.
El genio de Cervantes consiste en convertir esta fábula de
la nostalgia caballeresca en una novela fundadora de la modernidad crítica.
Porque si surge de un mundo dogmático de la certeza y la fe, Don Quijote es la
constitución misma del mundo moderno de la incertidumbre.
Todo es incierto en el Quijote. Incierta la autoría. ¿Quién
escribió el libro? ¿Cide Hamete Benengeli, el escriba árabe cuyos papeles
fueron traducidos al español por un anónimo escritor morisco? ¿El autor de la
versión apócrifa, Avellaneda, cuyas falsedades conducen a Don Quijote a una
imprenta donde Quijote descubre que es personaje de un libro? ¿Un cierto
Cervantes? ¿Un tal De Saavedra? ¿La adversidad de aquél? ¿O la libertad de
éste?
Nombre incierto: «Don Quijote» es sólo uno de los muchos
nombres de un tal Alonso Quijano (¿o será Quezada, o Quixada?) que se
autonombra Quijote para efectos épicos, pero se convierte en Quijotiz para
efectos pastorales, o en Azote para efectos micomicómicos en el Castillo de los
Duques. Cambian constantemente los nombres. Rocinante fue «rocín antes».
Dulcinea la damisela ideal es Aldonza, la campesina común. Cambian los nombres
de los enemigos. El mago Mambrino se convierte en Malandrino, el malvado.
Incluso los autores del libro, de por sí dudosos, cambian nombres. Benengeli,
en la versión de Sancho, es Berenjena.
Lugares inciertos: En primer término, el espacio mismo de
donde sale Don Quijote, «un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme...». Y sin embargo, qué duda cabe, ésta es la España decadente de
Felipe III, la España de vasta corrupción, capricho aristocrático, ciudades
atascadas de pobres, la España de asaltos y picaros. La España de Roque
Guinart, el asaltante y contrabandista de la vida real que hace su aparición en
la novela.
De allí, la incertidumbre del género. Cervantes inaugura la
novela moderna rompiendo todos los géneros para darles cabida en un género de
géneros, la novela. La épica de Quijote le da la mano a la picaresca de Sancho.
Pero Cervantes también incluye el relato morisco, la novela de amor, la
narrativa bizantina, la comedia y el drama, la filosofía y el carnaval, y las
novelas dentro de la novela.
Su falta de respeto hacia la pureza del género es tan
llamativa como la de su gran contemporáneo, Shakespeare (tan contemporáneos que
ambos murieron en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, si no en el mismo
día, Cervantes en calendario gregoriano, Shakespeare en horarios julianos).
Pues no era la pureza lo que concernía a Shakespeare y a Cervantes, sino la
libertad poética más abarcante.
La moderna incertidumbre de Don Quijote no excluye, sin
embargo, la persistencia de valores que la modernidad debe preservar o prolongar
para no dispersarse moralmente. Uno es el amor y, en este punto, Don Quijote no
se engaña. Idealiza a Dulcinea pero, en un sorprendente pasaje, admite que
Dulcinea es Aldonza la garrida labriega. Pero, ¿no es ésta la cualidad del
amor, capaz de transformar a la amada en algo incomparable, situado por encima
de toda consideración de riqueza o pobreza, vulgaridad o nobleza? «Y así —dice
Don Quijote—, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es
hermosa y honesta, y en lo del linaje, importa poco... Pintóla en mi
imaginación como la deseo... Y diga cada uno lo que quisiere.»
El otro es el honor, la integridad personal, y en este
punto, la llegada de Don Quijote al castillo de los Duques es el episodio más
revelador. Hasta ese momento, el Caballero de la Triste Figura creía que las
posadas eran castillos y las camareras princesas. Ahora, cuando los Duques le
ofrecen un castillo de verdad y princesas auténticas (más una ínsula para que
la gobierne Sancho), la ilusión quijotesca se desploma. La realidad le roba su
imaginación. El amor se vuelve cruel: las farsas de Clavileño y de la Dueña
Adolorida. Cuando los sueños de Quijote se vuelven realidad. Quijote ya no
puede imaginar.
Regresa a su aldea. Pierde su locura sólo para morir. «En los
nidos de antaño no hay pájaros hogaño.» Con razón dijo Dostoyevsky que Don
Quijote es «el libro más triste que se ha escrito, pues es la historia de una
ilusión perdida».
Ilusiones perdidas titulará Balzac la gran serie novelesca
de Lucien de Rubempré, prueba de que Don Quijote funda el mundo moderno y lo
dota de novelas de llanto y tristeza, ilusión y desilusión, la lógica de la
locura, la locura de la razón, la incertidumbre de todas las cosas y la certeza
de que toda realidad duradera se funda en la imaginación.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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