El profeta de una
nueva era
Lev Tolstói: "Es preferible sufrir de los injustos antes que ser injustos". |
Por Rudolf Rocker
Cada vez que leo alguno de los trabajos filosóficos de
Tolstói me acuerdo de un cuento de Erich Gustavsen, “El baile de máscaras”.
Cierto conde opulento ofrece un baile de máscaras a sus numerosos amigos. En el
amplio y hermoso salón engalanado la vida circula en centenares de distintas
formas. Las parejas se deslizan al sonido de una dulce música; en todas partes
reina buen humor, risas y alegría.
Pero de pronto aparecen en medio de la
alegre reunión dos nuevas máscaras, un payaso y un monje. Nadie sabe de dónde
salieron ni quiénes son, ni han sido invitadas; empero cada cual siente que
algo extraño, algo frío y terrible se desenvuelve en su corazón, algo que no
armoniza con el regocijo que predomina en la velada. Ambas máscaras pasean por
la sala y susurran al oído de todos los que se les aproximan palabras que
queman cual fuego en el alma. El payaso critica con cruel ironía los aspectos
ridículos y mezquinos del carácter de cada uno, arrancando sin piedad el velo
que cubre los pensamientos, los anhelos y las esperanzas más íntimas; el monje,
por su parte, toca con sus observaciones hondas heridas en cada corazón,
haciendo sentir a todos que la alegría externa no puede ahogar el dolor
interior.
Cada uno de aquellos con quienes han hablado los dos
forasteros se ubica silenciosamente en un rincón y olvida la ruidosa alegría
del baile. Cada cual siente que en su corazón se han tocado cuerdas que antes
nunca habían resonado. Más tarde, cuando desaparecen los dos intrusos, la
mayoría olvida lo que acaba de ocurrir, pero algunas personas permanecen serias
y vuelven, pensativas, a sus casas.
También Tolstói es uno de los pocos que se han tornado
serios en el baile de máscaras de la civilización moderna, uno de aquellos que
se encaminaron meditando a sus casas y que ya no han de volver. Él también
escuchó las voces misteriosas que le susurraron al oído y sintió la ironía
amarga, apasionada y cruel del payaso y la tristeza desesperada, la seriedad
dolorosa de las palabras del monje. Y esa revelación interior ha influido sobre
sus sentimientos más íntimos, sobre cada nervio de su actividad intelectual,
dando origen y desarrollando en él ese espíritu profético y esa honda fuerza
moral que tan poderosamente apelara a la conciencia de nuestra época.
Existen pocos escritores en quienes esa comprensión interna
haya tenido una expresión tan potente como en Tolstói. Adviértase
inmediatamente que no se trata de descripciones comunes, sino de experiencias
interiores, de recuerdos del alma, que se transforman por la mano creadora del
artista en una vívida obra de arte.
Las obras principales de Tolstói llevan todas ellas un sello
autográfico y a medida que avanzaba en edad manifestábase más duramente ese
carácter de sus escritos.
En su primer aporte a la literatura, Infancia, se revela a primera vista la mirada genial del artista
verdadero. El análisis delicado del alma infantil que Tolstói nos ofrece en
esta obra pertenece a las creaciones más hondas y puras que contiene la
literatura moderna. Irteniev, el protagonista de la novela, es el propio Tolstói,
quien nos refiere con una fuerza poética admirable cómo el mundo circundante
con sus fenómenos y sucesos se refleja en el alma de un niño. En los
complementos de esa obra, Adolescencia y
Juventud, el rasgo autobiográfico aparece más evidente aún, al mismo tiempo
que su maravillosa capacidad de describir los más mínimos detalles externos,
sin perjudicar con ello la armonía artística de la obra en general. Esta
capacidad extraordinaria, condición real de todo gran artista, se nota en todos
los trabajos del escritor ruso. Sus admirables paisajes y escenas del Cáucaso,
donde sirvió como oficial, son cuadros literarios en el más amplio sentido de
la palabra. En los dos trabajos que pintan el sitio de Sebastopol, en el cual
el autor tomó parte en su calidad de oficial del ejército ruso, se ocupa
Tolstói por primera vez de los aspectos misteriosos y trágicos de la vida. En
esa descripción de la guerra eminentemente original, basada en las más finas
observaciones psicológicas, se reconoce ya el futuro creador de la formidable
obra: Guerra y paz. Pero Tolstói tuvo
que cursar aún otra escuela de la vida antes de que madurase la filosofía
grandiosa que forma la nota fundamental de la mencionada obra.
Al volver Tolstói en 1856 de Sebastopol se convirtió en uno
de los favoritos de la alta sociedad. En San Petersburgo fue recibido como uno
de los “héroes” que habían tomado parte en las luchas sangrientas de Sebastopol
y al mismo tiempo como el joven y talentoso escritor a quien los mejores
críticos rusos predecían un brillante porvenir. Que el joven artista no había
encontrado a su gusto el militarismo era cosa que se notaba ya por sus cuadros
de guerra, pero aún no tenía una idea determinada, un ideal para el porvenir.
En la capital rusa se entregó con todo apasionamiento a la vida de la juventud
aristocrática; frecuentaba los cafés lujosos y los sitios de placer, donde el
vino y la mujer son los dos polos alrededor de los cuales gira todo. Durante
algún tiempo el joven escritor halló satisfacción en esa persecución constante
de nuevos placeres refinados; mas finalmente llegó también para él la reacción
inevitable que le llenó de repugnancia por esa vida vana, falta de contenido
espiritual. Un carácter como el de Tolstói no podía naufragar en el inmenso
lodazal de aquella sociedad que se llama con orgullo “la clase privilegiada”.
Comprendió que esa vida no era más que un bullicio capaz de aturdir por algún
tiempo el espíritu y de disecar el alma; pero un carácter de verdad, que busca
algo más profundo en la vida, sentirá la desesperación con más fuerza después
del bullicio.
En las obras que Tolstói creará en aquel periodo fácil es
ver la búsqueda de algo nuevo y a menudo se tiene la impresión de que un
enterrado vivo lucha con todas sus fuerzas para llegar al sitio donde percibe
un rayo tenue, suave. El rayo desaparece de vez en cuando en la oscuridad, pero
vuelve a reaparecer siempre.
Cuando Tolstói abandonó finalmente Rusia para conocer de
cerca la vida de Europa occidental, uno de los motivos que le impulsaron a ello
fue sin duda el descontento interior, la vacuidad de una existencia que ya no
podía satisfacerle. La cultura de la Europa occidental constituía entonces el
ideal de las clases instruidas de Rusia y cuanto más hondamente sentía la
juventud culta la tremenda ignorancia y la situación desesperada de las vastas
multitudes de paisanos rusos, tanto más brillante le parecía la vida social y
política, la educación y la ciencia de la Europa occidental. Y la mayoría, en
efecto, se sintió deslumbrada por el colosal progreso técnico e industrial de
aquellos países, por los millares de resultados de una ciencia racional y por
los principios modernos de la política de esa parte de Europa.
Pero Tolstói tampoco halló allí la solución de los
importantísimos problemas que le habían quitado su tranquilidad interior. Su
aguda mirada crítica percibió en seguida que esa brillante civilización europea
no era sino un velo con que se cubría la barbarie social. Comenzó a darse
cuenta de que esa cultura famosa se basaba en la miseria de millones de siervos
del jornal que una falsa ciencia consideraba un mal necesario. Veía que el
proletariado, a quien la pobreza había aglomerado en los grandes centros de la
industria europea, era cada vez más arrancada de la madre tierra y de la
naturaleza y a causa de ello perdía paulatinamente todo contacto íntimo con la
generalidad de los acontecimientos. Sentía que el hombre que pierde toda
relación íntima con la naturaleza no es más que una flor arrancada de la tierra
fértil: se marchita y muere.
Tolstói ha sido uno de los contados hombres que no se han
dejado deslumbrar por el progreso técnico e industrial externo de un periodo
transitorio. Toda la cruel injusticia de esa llamada cultura se descubrió
repentinamente ante su vista y comprendía cada vez con mayor claridad que
tampoco allí encontraría una respuesta clara a las grandes cuestiones que le
perseguían.
Ya en Rusia comprendía Tolstói que el pequeño círculo de
ociosos parásitos que forman la llamada “alta sociedad” está fuera del
grandioso y misterioso proceso de la vida. Esta convicción se arraigó más aún
en él después de conocer la Europa occidental. Comenzó a darse cuenta de que
esas masas oscuras, desconocidas, esclavizadas y menospreciadas forman en
realidad el terreno fecundo del cual surgen todas las grandes aspiraciones
generales, todas las renovaciones de la vida y de las formas sociales. Entre
esas masas, a las cuales se ignora, a las que no se comprende, es donde se
puede hallar la raíz de todo ideal. Todo gran movimiento ha nacido en el seno
de las multitudes; han sido sus esperanzas; ellas han sido la base de toda
cultura, de todas las transformaciones. El espíritu de las multitudes ha movido
a millones y millones de individuos, ofreciéndoles las mismas convicciones, los
mismos deseos, la misma nostalgia. Él ha determinado el carácter de los más
grandes periodos de la historia humana y todo lo que creara el genio del
individuo ha sido inspirado y fructificado por esa fuerza misteriosa que vive y
aspira en lo más profundo de la vida social.
El formidable cuadro de Tolstói, Guerra y paz, se funde en esta filosofía de las masas; es la
consecuencia lógica de tal convicción. Esta maravillosa obra artística
desenvuelve ante nuestros ojos, cual un panorama gigantesco, la historia de
Rusia desde 1805 a 1812, ese periodo colosal de la vida de los pueblos europeos
en que las bocas de los cañones proclamaban por doquier la sangrienta y férrea
ley de la guerra. No es una novela histórica en el sentido común de la palabra;
es un cuadro grandioso creado por uno de los más grandes pintores, quien ha
comprendido e infundido vida en cada detalle, en cada carácter, sin olvidar por
eso la magna y gigantesca idea fundamental de la obra total.
En Guerra y paz
Tolstói ha destruido la fe de los pragmáticos en los héroes, de los que sólo
ven en la historia las “grandes personalidades” e ignoran totalmente la vida y
las aspiraciones de las muchedumbres. A todo aquel que haya leído alguna vez
con entusiasmo el libro de Carlyle sobre los héroes le aconsejo que lea
inmediatamente la vigorosa obra de Tolstói y es seguro que lo curará de su fe
en los elegidos. Tolstói conocía la guerra por experiencia; él mismo la había
visto en todas sus manifestaciones y por eso sabía que los llamados “héroes” de
la historia no son más que hombres y a veces hombres insignificantes que han
conocido el arte de adornarse con el mérito de los demás, de los desconocidos y
olvidados por la historia, que son en realidad los que “hacen la historia”.
Yo no conozco ninguna obra en la literatura antigua y
moderna en la que la acción misteriosa de las multitudes, sus anhelos íntimos y
sus sentimientos hayan encontrado una expresión tan poderosa e inolvidable como
en esta obra genial. ¡Y qué riqueza de colores y escenas! El sangriento campo
de batalla de Austerlitz y Borodino, el incendio de Moscú, la terrible retirada
de Napoleón y todos los tristes acontecimientos de aquella época se reflejan
con incomparable precisión ante nuestros ojos y sobre todo ello flota la
maldición de los pueblos, la terrible acusación contra el asesinato organizado
de las masas: la guerra.
No es éste el lugar para ocupamos de Ana Karenina, la novela de Tolstói en la que ya se encuentran los
primeros indicios de su severa interpretación posterior de las relaciones entre
el hombre y la mujer, que halló tan particular expresión en La sonata a Kreutzer y en sus escritos
filosóficos. Sólo hablaremos de él como hombre y pensador que ha llegado con
toda energía a las últimas consecuencias de un punto de vista anarquista.
Personas que han sido educadas a base de conceptos e ideas
de la vida de Europa occidental se explican difícilmente la evolución religiosa
que atravesará Tolstói en el periodo comprendido entre 1875 y 1880, así como su
ensalzamiento de la doctrina cristiana. Y no obstante, este proceso evolutivo
ha sido lógico para una naturaleza como la de Tolstói. Después de haber llegado
a la conclusión de que sólo en la multitud pueden hallarse aspiraciones ideales
no era sino muy evidente que tratara de ahondar en la vida del labriego ruso.
De esta manera llegó a conocer más de cerca las numerosas sectas religiosas y
cristianas de los campesinos rusos, enemigos de la Iglesia oficial y cuyas
persecuciones sufrían constantemente. No existe en la Europa occidental otro
país en el cual el sectarismo religioso esté más desarrollado que en Rusia,
país donde ejerce profunda influencia en la psicología popular. Este fenómeno
curioso no ha sido bien explicado aún y sin embargo hubo en épocas anteriores
movimientos análogos en la Europa occidental: la existencia de millares de
sectas anticlericales que han interpretado a su modo el cristianismo y
predicado la igualdad de todos los hombres. Los grandes movimientos populares
de los albigenses, husitas y anabaptistas, que fueron los iniciadores de una
formidable revolución social, revolución que sólo pudo ser reprimida gracias a
la unión general de los reyes cristianos, de los nobles y de la Iglesia
católica y protestante; el movimiento causado por Wycliffe en Inglaterra: todos
esos anhelos que se han desarrollado en el seno del pueblo tienen una gran
similitud con el sectarismo actual de Rusia. El sectarismo desaprueba el
cristianismo oficial de la doctrina y el predominio de la Iglesia. Muchos de
sus adeptos creen encontrar todo el ideal de la doctrina cristiana en las
comunidades comunistas de los primeros cristianos. Niegan el dominio de un
hombre sobre otro y reconocen como base de una verdadera moral cristiana la
solidaridad y el apoyo mutuo.
Tolstói, como ruso, había sido evidentemente influenciado
por esas hondas aspiraciones espirituales de su pueblo; sentía instintivamente
que era aquél el terreno en el cual podía trabajar y difundir las convicciones
más arraigadas de su corazón. Era aquél el campo que fecundó el espíritu del
artista y pensador ruso, llevando sus frutos a todos los países y a todos los
pueblos. Para Tolstói la religión es un deber interior que ve en cada semejante
un amigo y un hermano. Rechaza todas las ceremonias exteriores de la Iglesia y
reduce su cristianismo a estos términos: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Por eso ve en Jesús la figura ideal más grande que ha producido la humanidad.
No es al Jesús de la Iglesia, al hijo de Dios personal a quien adora, sino a
Jesús hombre, mártir, que murió por su doctrina. Bien sabía Tolstói que Jesús
sólo podía ser grande como hombre; como Dios no es ni un mártir ni un sufrido,
ni un perseguido, pues no es posible que lo sea como Dios.
Partiendo de esa base desarrolla Tolstói un anarquismo
consecuente. Como enemigo de la Iglesia lo es también de toda organización
política fundada en la fuerza y en la obligación. Condena al Estado en todas
sus formas y ve en toda institución de gobierno una monopolización del crimen.
El patriotismo, el nacionalismo, el odio de razas, la política, la diplomacia,
el militarismo, la guerra, la ley, no son más que ramas aisladas del árbol del
pecado. Tolstói rechaza toda ley humana y sólo admite que el desarrollo del
fuero interno constituye la condición real para una sociedad fraternal. Claro
está que es el enemigo del monopolio de la propiedad, e igual que los
anabaptistas y otras sectas religiosas de la Edad Media preconiza la comunidad
de la tierra. Ésta pertenece a todos los hombres y el que se apropia de ella es
un criminal. El ideal económico de Tolstói es el comunismo agrario-anarquista.
Pocos escritores han censurado tan severamente las instituciones de la sociedad
moderna como lo hiciera Tolstói, pero han demostrado de un modo tan evidente
que el progreso de nuestra llamada civilización es en realidad un proceso de
degeneración física y moral. La caza desenfrenada de los placeres refinados, el
lujo desordenado de las clases dominantes y la miseria corporal e intelectual
en las grandes ciudades civilizadas, donde el hombre está aislado de la
naturaleza, son síntomas terribles de esa degeneración. Como J. J. Rousseau 150
años antes, Tolstói proclama como lema: ¡Volved a la naturaleza, a la madre
tierra! Cuanto más sencilla y humildemente viva el hombre, cuanto más estrecha
sea su vinculación con sus semejantes, cuanto más puros sean sus sentimientos,
tanto mayor será su regocijo interior.
Tolstói no es un reformador, no pertenece a aquellos que
quieren curar el mal por medio de pequeñas mejoras. Su doctrina va dirigida
contra los fundamentos de la sociedad moderna; combate la esencia y no la forma
de nuestra llamada civilización. Aspira a reorganizar la sociedad y la vida
humana sobre una base nueva y rechaza todo compromiso. En este sentido el
filósofo de Iasnaia Poliana es un verdadero revolucionario.
Rechazando toda clase de violencia, Tolstói reprueba también
la violencia como medio para combatir el mal. Es preferible sufrir de los
injustos, antes que ser injusto, tal es su lema. El mal hay que combatirlo no
con la violencia, sino con el valor de las convicciones. Un ideal puro sólo
puede ser realizado mediante medios puros.
Comprendemos este punto de vista; más todavía: añadamos que
el terrorista revolucionario no es indudablemente el tipo ideal del porvenir;
pero también a él lo comprendemos, pues estamos convencidos de que la gran
injusticia no puede caer sin erupciones violentas y de que debe morir por sus
propias armas. Allí donde el hombre gime, sufre y muere bajo la maldición de un
sistema brutal, la protesta violenta no es sino la consecuencia lógica e
inevitable de ese sistema. Eso es lo que nos enseña la historia de todas las
grandes revoluciones populares.
Pero admitamos también con profunda convicción el alto
significado de la fuerza moral, que se manifiesta en diversos hechos, como lo
pide Tolstói. El boicot moral contra el Estado, la resistencia al servicio militar,
es, fuera de duda, un método táctico que apela a los sentimientos más elevados
del hombre. Pero nos falta la fe, creer que este método puede por sí solo
libertar al hombre de la maldición de la esclavitud.
Muchos son los ríos que afluyen al mar, pero al cabo todos
ellos se unen para un solo fin. También nuestros caminos pueden ser diversos
pero el ideal que llevó al Rousseau ruso a una nueva vida es el mismo que
arroja su luz en el abismo de las criaturas humanas esclavizadas, que aspiran a
la libertad, a la dicha, a la luz.
Tolstói es el profeta que ha vislumbrado el país de nuestros
hijos, el templo soberbio de las generaciones venideras. Es el país de nuestras
esperanzas, el gran objeto de nuestra nostalgia, al cual saludamos con la
palabra libertadora: ¡Anarquía!
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