Este 14 de junio se
cumplen 30 años de la muerte de uno de los escritores más importantes del siglo
XX
Jorge Luis Borges: "Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual". |
Por Juan Carlos Talavera
Antes de convertirse en autor sagrado, Jorge Luis Borges
(1899-1986) fue traductor, periodista, prologuista infatigable y asistente de
bibliotecario, cargo que le retiró el gobierno de Juan Domingo Perón, en 1946,
para nombrarlo inspector municipal de aves y gallineros, el cual rechazó el
argentino que será recordado el próximo 14 de junio, a 30 años de su muerte,
como el segundo escritor más importante del siglo XX, sólo después de Franz
Kafka.
Autor de ficciones que parecen espejos y laberintos, Borges
se convirtió en un alquimista de la memoria y el conocimiento acumulado, en el
padre de la literatura fantástica, un narrador y poeta estoico que, a la manera
de Bernard Shaw, explotó su vena humorística y llevó la síntesis hasta sus
últimas consecuencias, al punto en que jamás desbordó su ficción más de 10
cuartillas.
Lector voraz en distintas lenguas y creador de ficciones
únicas como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “El Aleph”, “Funes el memorioso”,
“Los dos reyes y los dos laberintos” y “El jardín de los senderos que se
bifurcan”, Borges no obtuvo el respaldo de la Academia Sueca para que se le
otorgara el Premio Nobel de Literatura.
El propio Ricardo Piglia ha señalado cómo los premios más
importantes que Borges recibió tuvo que compartirlos con otros autores: El
Formentor, con Samuel Beckett; y el Cervantes, con Gerardo Diego, “porque
pensaban que no se merecía un premio. ¿Cómo le iban a dar el Nobel si tampoco
se lo dieron a Kafka?”
La obra de Borges tuvo mala recepción durante mucho tiempo,
incluso en Argentina. Baste recordar que en 1942, Borges concursó por el Premio
Nacional de Argentina con su primer libro de cuentos. Entonces ya tenía 43
años, pero el jurado demeritó su valor literario.
Se trata, dijeron, de “literatura deshumanizada, de
alambique; más aun, de oscuro y arbitrario juego cerebral, que ni siquiera
puede compararse con las combinaciones del ajedrez, porque éstas responden a un
vigoroso encadenamiento y no al capricho que a veces se confunde con la
‘fumisterie’ del autor… una obra exótica y de decadencia que oscila
respondiendo a ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa
contemporánea entre el cuento fantástico, la jactanciosa erudición recóndita y
la narración policial”.
Lectores y eternidad
Las biografías indican que la carrera literaria de Jorge
Luis Borges Acevedo inició a los 10 años, el 25 de junio de 1910, en el diario El País de Buenos Aires, donde publicó
su primera traducción al español de “El príncipe feliz”, de Oscar Wilde,
atribuida por algunos lectores a su padre Jorge Borges.
“Esa precoz hazaña fue posible porque su abuela paterna,
Frances Haslam, nacida en Inglaterra, le enseñó inglés desde pequeño”, apunta
Rafael Olea Franco en El legado de Borges.
En 1914, la familia Borges emprendió un viaje a Ginebra, Suiza, en busca de una
cura para la ceguera progresiva que aquejaba a Jorge Borges y que
paulatinamente alcanzó a su hijo.
Hacia 1933 su nombre ya era una referencia entre los lectores
argentinos, al punto de que la revista Megáfono
lanzó una encuesta sobre su obra, mientras él colaboraba para el diario Crítica, “donde, a partir de 1933,
reelaboró, con base en distintas fuentes bibliográficas, relatos sobre
personajes infames como el pistolero Billy The Kid”, más tarde compilados en su
“Historia universal de la infamia”.
A continuación publicaría sus obras más importantes: Ficciones, El Aleph, El libro de arena,
Historia de la eternidad, Otras inquisiciones, El hacedor y Discusión.
Hacia 1953 quedó ciego y a partir de ese momento su capacidad creativa quedó
destruida, ha reconocido Piglia, porque ya no podía leer ni corregir sus
propios manuscritos y debía dictar de memoria.
Un video del 3 de agosto de 1977 da cuenta de ese Borges
disminuido por la ceguera. Aparece en el Teatro Colón de Buenos Aires, guiado
por María Kodama –su esposa y heredera–, para hablar sobre su “modesta
ceguera”, con un discurso cargado de ironía.
“Es modesta, en primer término, porque es ceguera total de un
ojo y ceguera parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores,
todavía puedo descifrar el verde… el azul. Y, sobre todo, un color que no me ha
sido nunca infiel… el amarillo. Recuerdo que de chico… me demoraba ante una de
las jaulas del jardín zoológico, en Palermo, y era precisamente la jaula del
tigre”, relata con ese tono cansino que le permitió volcarse sobre el género de
la conferencia. El prólogo fue otro de sus ejercicios más celebrados, donde
confirma su aguda mirada como lector, donde por cierto refiere a dos mexicanos
que hoy son clásicos: Juan Rulfo y Juan José Arreola.
Sobre el primero escribió la frase que hoy se repite hasta
el cansancio, que Pedro Páramo “es una de las mejores novelas de las
literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”.
Sobre el segundo destacó su imaginación ilimitada para luego
referir dos de sus relatos: “El prodigioso miligramo”, que hubiera merecido la aprobación de Swift, y
“El guardagujas”, sobre el que se proyecta la sombra de Kafka.
También escribió sobre Ibsen, Chesterton, Graves, Quevedo,
William Blake, Wilde, Stevenson y muchos más que se suman a las páginas de sus
ficciones donde escribió sobre el espejo y el laberinto, la memoria a los
tigres, la relación entre el tiempo y el espacio, la eternidad y el infinito.
Por ejemplo, sobre la inmortalidad escribió lo siguiente:
“Creo en la inmortalidad; no en la inmortalidad personal, pero sí en la
cósmica. Seguiremos siendo inmortales; más allá de nuestra muerte corporal
queda nuestra memoria”.
Sobre su apuesta por los lectores: “A veces creo que los
buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos
autores… Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más
resignada, más civil, más intelectual”.
Sin embargo, estas líneas apenas son una tenue fotografía de
la huella que Borges dejó en la literatura, un atisbo de su inteligencia y una
idea sobre la vitalidad de su obra.
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