Por Ernesto Tenembaum
En la última edición de la revista Crisis, le preguntaron a
Hugo Moyano por el funcionamiento de las barras bravas en el fútbol. Moyano
respondió con una frase de ejemplar sinceridad: "Nos quieren correr con la
patota a nosotros, que somos los inventores de la patota".
Unos días antes
que la revista llegara a los kioscos, la Argentina se quedó sin nafta por un
día entero. Aunque bien podría serlo, no se trata de una metáfora. El gremio de
Camioneros, que conduce el hijo de Moyano en nombre del padre, decidió
literalmente no distribuir combustible. Según el moyanismo se trataba de un
conflicto gremial, pero el gobierno está convencido de que, en realidad, el
clan Moyano paró el país porque Mauricio Macri negó a su jefe la presidencia de
la Asociación de Fútbol Argentino. Unas semanas antes, Moyano había sostenido
que "Macri sabe tanto de política como yo de capar monos" y había
reaccionado con frases homofóbicas ante una crítica del periodista Gustavo
Sylvestre. Quien lo superó en virulencia, en estas últimas horas, fue Juan
Grabois, flamante asesor del papa Jorge Bergoglio, quien calificó a Mauricio
Macri, sencillamente, como un "pelotudo".
Moyano y Bergoglio, en el orden que cada uno prefiera, se
han transformado en los principales enemigos de Macri, mucho más capaces de
dañarlo que el altisonante kirchnerismo.
Desde hace tiempo, en el mundo del poder existe una
expresión que tal vez ayude a entender lo que pasa, más allá de las
circunstancias coyunturales: "Ser poronga" o "poronguear".
Cuando alguien asume un rol importante, el resto de los actores del sistema de
poder mide, se pregunta, precisamente, si es o no "un poronga". Es
difícil de traducir literalmente una expresión tan colorida.
Pero refiere, en general, a la capacidad para atemorizar a
los demás, para resistir presiones, para ser cruel cuando es necesario, para
mostrar los dientes, para acelerar al mango en dirección a un auto que viene en
sentido contrario, hasta que sea el otro el que da el volantazo, en estar
dispuesto a que vuele todo por el aire porque es la única manera de ser
respetado. En alguna medida, poronguear significa no abandonar nunca la clásica
expresión de "a mí, justo vos, no me vas a pasar por encima".
No se trata precisamente del método más armónico para
resolver los problemas de un país, pero es lo que hay. Desgastantes conflictos
como los que enfrentaron a Carlos Menem con Eduardo Duhalde o con Domingo
Cavallo a fines de los noventa, a Kirchner con el grupo Clarín o con el propio
Bergoglio, a Cristina con Moyano, tienen en gran medida esa impronta. La
debilidad es considerada un suicidio. Con lo cual, hay que acelerar. Y para
acelerar, para ejercer el poder, hay que ser poronga.
Ese es uno de los dilemas de Macri, y de todo presidente, desde
el día de su asunción. Macri llegó al poder como producto de una coalición
invertebrada, que tenía como principal punto de unión su aversión común al
kirchnerismo. Moyano hizo clarísimos gestos de simpatía hacia su candidatura
antes de las elecciones. Y el Vaticano aportó lo suyo, gracias a su rechazo
hacia Aníbal Fernández, entre otras razones por el favoritismo de Bergoglio con
el cursillista Julián Dominguez, quien le hizo llegar su versión sobre el
fraude con que Fernández le habría arrebatado la candidatura del Frente para la
Victoria.
Al día siguiente de la asunción, empezaron las presiones.
Moyano siempre es bastante claro en lo que quiere. Primero
pidió para los sindicatos el control del dinero de las obras sociales, que le
había concedido Néstor Kirchner y retirado Cristina. Macri se lo dio y, a
cambio, exigió acompañamiento en los meses del ajuste. Moyano se lo concedió,
aunque lo primereó con la ley antidespidos, y la masiva marcha para
respaldarla. Macri entonces anunció el veto y Moyano aceptó no llamar a un paro
general para repudiarlo. Entonces, fue por la Asociación de Fútbol Argentino.
Cuando se enteró por una amenaza de Daniel Angelici que Macri pretendía
frenarlo, incluso mediante procedimientos judiciales, Moyano decidió aplicar los
mismos métodos que contribuyeron a desgastar a Carlos Menem, Fernando de la Rúa
y Cristina Kirchner. En horas, el país se quedó sin nafta. Si a alguien le
pareció un episodio dramático, solo debe esperar hasta donde escala ese
conflicto, que tendrá picos y valles: todavía falta lo mejor.
La pelea con Moyano es por espacios de poder y dinero que se
pueden pesar, contar y medir. Eso facilitará la negociación, que siempre será
dura. Con Bergoglio las cosas son más complicadas.
Macri no termina de entender qué quiere ese personaje
extraño al que algunas personas sin principio de realidad denominan Su
Santidad. Su tirria parece personal, e ideológica. Esta semana, en un gesto tan
poco característico de la diplomacia vaticana, Bergoglio hizo público su rechazo
a un aporte económico del gobierno nacional. "El que cree que puede
comprar la voluntad del Papa es un pelotudo", afirmó Juan Grabois, horas
antes de ser designado asesor en el Vaticano.
El cheque era de $ 16 millones. En agosto de 2014, la Casa
Rosada hizo púbico que había aportado 600 millones a la Iglesia para algo tan
frívolo como la refacción de Catedrales. La plata entre el Estado y la Iglesia
siempre fluyó, desde aquel hacia esta, y no precisamente para actividades
sociales. Con estos antecedentes, es extraña la irritación papal. Algunos
interpretan que hay diferencias ideológicas porque parece que el Papa rechaza
el neoliberalismo, pero dado que también es un impulsor del acuerdo en Medio
Oriente o entre Cuba y los Estados Unidos, no se entiende porque esa vocación
de diálogo no incluya al Gobierno argentino.
Néstor Kirchner lo retrataba a Bergoglio como un conspirador
y así lo denunció en 2006, cuando un cura enfrentó al kirchnerismo en Misiones.
Bergoglio, en esos años, era tan duro con él como lo es ahora con Macri.
Marcelo Larraquy en su reciente libro Código Francisco recuerda
las homilías en las que Bergoglio denunciaba la
pobreza, el clientelismo, la mentira y "al diablo que genera divisiones y
rencor entre los argentinos". Kirchner respondía
que la Iglesia había sido cómplice
de la dictadura militar y advertía que el diablo también penetra ese
era el verbo que usaba por debajo de las sotanas. Ese
conflicto tan absurdo entre dos personas tan importantes terminó muchos años después, cuando Bergoglio fue designado Papa y el kirchnerismo se
hincó de rodillas. Tal vez eso sea lo que el
Papa quiere de Macri: que se someta. Su poder, finalmente, proviene de los
votos de seres humanos, mientras que el de Bergoglio tiene origen divino.
Mientras Macri no cumpla esa expectativa difusa, deberá
soportar que la Iglesia convoque a reuniones de diálogo político que serán
leídas como movimientos de conspiración en su contra.
Antes que Francisco, Juan Pablo II logró demostrar cómo un
Papa puede derrocar al Presidente de su país de origen. Son vanos los esfuerzos
de los voceros papales en la Argentina por relativizar lo que es clarísimo.
En este juego de pinzas, Mauricio Macri no es una carmelita
descalza. Conoce a Moyano y a Bergoglio desde hace años. Ha pulseado con uno y
con otro. En esas negociaciones, utiliza el dinero estatal como si fuera
propio. Pero tiene el punto débil de todo presidente: si estalla el país, el
principal perjudicado entre los tres será él. Moyano seguirá en su club y su
sindicato, Bergoglio permanecerá en el papado, y Macri se acercará al abismo.
Un presidente tiene mucho poder, pero también está cercado por múltiples
amenazas, por parte de figuras poderosas, crueles, y muy entrenadas: porongas.
Néstor Kirchner y Cristina Fernández se apoyaban en esa lógica para explicar su
agresividad. Era necesario ser más poronga que los demás.
El método de Macri no está claro aún. Con Moyano responde
golpe por golpe, pero sin que se note en público, combina por ahora concesiones
con límites. Con Bergoglio, aguanta, intenta conciliar, y dejar que toda la sociedad
vea quién es el agresivo de los dos. ¿Hay punto intermedio entre ser Fernando
de la Rúa y ser un Kirchner? La gestión de Macri parece destinada a buscar ese
misterio.
En la Argentina se poronguea en todos lados. ¿Quién le
enseña a un niño de cinco años a pechar en un recreo, a cachetear el diferente,
a marcar territorio, a conseguir de ese modo a cuatro o cinco incondicionales?
¿Quién crea a ese predestinado, a ese matón, a ese resentido, a ese líder?
Desde chicos, los porongas son respetados, adulados, temidos, se les festejan
los chistes, se le aplauden las miserias y solo los pueden enfrentar quienes, a
su vez, aprenden o llevan en la sangre los mismos métodos. Se poronguea en los
recreos, en las cárceles, en las iglesias, en las rutas, en los boliches, en
las canchas de fútbol. Y el peronismo es el reino de los porongas. Nadie que no
lo sea, varón o mujer, puede ser jefe. Y si no se es jefe, no se sobrevive.
En el medio, hay un país.
Pero eso es lo de menos.
© El Cronista
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