jueves, 30 de junio de 2016

NOVELA

“Creemos conocer al mundo. Ahora, debemos imaginarlo”

Por Carlos Fuentes
¿Qué puede decir la novela que no pueda decirse de ninguna otra manera? Esta es la pregunta radical de Hermann Broch. 

La contesta, concretamente, una constelación de novelistas tan extensa y tan diversa que le da un nuevo, más amplio y aún más literal sentido al sueño de una weltliteratur imaginada por Goethe: una literatura mundial. 

Si el siglo XIX en su primera mitad le perteneció, según Roger Caillois, a la literatura europea y la segunda a la rusa, la primera mitad del siglo XX a la norteamericana y la segunda a la latinoamericana, al iniciarse el siglo XXI podemos hablar de una novela universal que abarca desde Günter Grass, Juan Goytisolo y José Saramago en Europa hasta Susan Sontag, William Styron y Philip Roth en Norteamérica hasta Gabriel García Márquez, Nélida Piñón y Mario Vargas Llosa en Latinoamérica, a Kenzaburo Oé en Japón, a Anita Desai en India, a Naguib Mahfuz y Tahar Ben-Jelum en el norte de África, a Nadine Gordimer, J. M. Coetzee y Athol Fuggard en Sudáfrica. Tan sólo Nigeria, desde el «corazón de las tinieblas» de las ciegas concepciones eurocentristas, tiene hoy tres grandes narradores: Wole Soyinka, Chinua Achebee y Ben Okri.

¿Qué une a estos grandes novelistas, más allá de sus nacionalidades? Dos cosas indispensables a la novela... y a la sociedad. La imaginación y el lenguaje. Ellos dan respuesta a la interrogante que distingue a la novela de la información periodística, científica, política, económica y aun filosófica. Le dan realidad verbal a la parte no escrita del mundo. Y participan del urgente temor del autor de literatura: Si no escribo esta palabra, no la escribirá nadie. Si no digo esta palabra, el mundo se hundirá en el silencio (o en el rumor y la furia). Y una palabra no escrita o no dicha nos condena a morir mudos e infelices. Sólo lo dicho es dichoso y sólo lo no dicho es desdichado. Al decir —dichosa—, la novela hace visible la parte invisible de la realidad. Y lo hace de una manera imprevista por los cánones realistas o psicológicos del pasado. A la manera plena (plenipotenciaria) de Bajtin, el novelista emplea la ficción como una arena donde no sólo se dan cita los personajes, sino también los lenguajes, los códigos de conducta, las eras históricas más remotas y los múltiples géneros, derrumbando barreras artificiales y ensanchando, constantemente, el territorio de la presencia humana en la historia. La novela acaba por reapropiar lo mismo que ella no es: ciencia, periodismo, filosofía...

Es por ello que la novela no sólo refleja realidad, sino que crea una realidad nueva, una realidad que antes no estaba allí (Don Quijote, Madame Bovary, Stephen Dedalus) pero sin la cual ya no podríamos concebir la realidad misma. Así, la novela crea un nuevo tiempo para los lectores. El pasado es rescatado de los museos; el futuro, de convertirse en una inalcanzable promesa ideológica. La novela convierte el pasado, en memoria, y el futuro, en deseo. Pero ambos ocurren hoy, en el presente del lector que, leyendo, recuerda y desea. Hoy, Don Quijote sale a combatir molinos que son gigantes. Hoy, Emma Bovary entra a la botica del farmacéutico Homais. Hoy, Leopold Bloom vive un solo día de junio en Dublín. William Faulkner lo dijo mejor que nadie: «Todo es presente, ¿entiendes? Hoy sólo terminará mañana y mañana empezó hace diez mil años.»

De esta manera, el reflejo del pasado aparece como la profecía de la narrativa del futuro. El novelista, con más puntualidad que el historiador, nos dice siempre que el pasado no ha concluido, que el pasado ha de ser inventado a cada hora para que el presente no se nos muera entre las manos. La novela dice lo que la historia no dijo, olvidó o dejó de imaginar. Doy un ejemplo latinoamericano, el de la Argentina, el país nuestro con menos pasado pero con mejores escritores. Un viejo chiste dice que los mexicanos descendemos de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos. País nuevo, de inmigración reciente, por eso mismo la Argentina ha debido inventarse una historia más allá de la historia, una historia verbal que dé respuesta al solitario y desesperado grito de las culturas: por favor, verbalízame.

Borges, desde luego, es el ejemplo mayor de esta otra historicidad que compensa la falta de ruinas mayas y belvederes incásicos. De cara al doble horizonte argentino —la Pampa y el Atlántico—, Borges responde con el espacio total del Aleph, el tiempo total de El jardín de los senderos que se bifurcan y el libro total de La biblioteca de Babel —para no recordar la incómoda mnemotecnia total de Funes el memorioso.

La historia como ausencia. Nada suscita tanto miedo. Pero nada, también, provoca respuesta más intensa que la imaginación creativa. El escritor argentino Héctor Libertella nos da la respuesta irónica a semejante dilema. Arroja una botella al mar. Dentro de ella, va la única prueba de que Magallanes circunnavegó la tierra: el diario de Pigafetta. La historia es una botella arrojada al mar. La novela es el manuscrito encontrado en la botella. El pasado remoto se reúne con el más inmediato presente cuando, avasallada por una atroz dictadura, toda una nación desaparece y sólo es preservada en las novelas argentinas de Luisa Valenzuela o en las chilenas de Ariel Dorfman. ¿Dónde ocurren, entonces, las maravillosas invenciones históricas de Tomás Eloy Martínez —La novela de Perón y Santa Evita—? ¿En el pasado necrófilo de la política argentina, o en un futuro inmediato donde el humor del autor hace presente —y presentable— el pasado, haciéndolo sobre todo, legible?

Quiero creer que esta manera de ficcionalizar llena una urgente necesidad del mundo moderno o posmoderno, como gustéis. Después de todo, la modernidad es un proyecto sin fin, perpetuamente inacabado. Lo que ha cambiado, acaso, es la percepción expresada por Jean Baudrillard de que «el futuro ha llegado, todo ha llegado, todo está aquí...». A esto me refiero cuando hablo de una nueva geografía de la novela, gracias a la cual no se puede entender el presente estado de la literatura, digamos, en Inglaterra, sin referencia a las novelas en inglés escritas por autores de la antigua periferia del Imperio Británico —Tne empire Strikes Back— con rostros multirraciales y multiculturales.

V. S. Naipaul, hindú de Trinidad; Breyten Breitenbach, boer holandés de Sudáfrica; Margaret Atwood del Canadá angloparlante; pero también Marie-Claire Blais del Canadá francoparlante y, del Canadá también, Michael Ondatjee por vía de Sri Lanka. El archipiélago británico incluye a otras islas internas y externas: la Escocia de Alisdair Gray, el País de Gales de Bruce Chatwin, la Irlanda de Edna O’Brien y hasta el Japón de Katzuo Ishiguro. No habría novela norteamericana para ampliar la diversificación cultural, racial y de género, sin la afroamericana Toni Morrison, sin la cubano-americana Cristina García, sin la méxico-americana Sandra Cisneros, sin la indoamericana Louise Erdrich o sin la sino-americana Amy Tan: Cherezadas modernas todas ellas, que al contar un cuento cada noche, aplazan nuestra muerte cada día...

Jean Francois Lyotard nos dice que la tradición occidental ha agotado lo que él llama «la metanarrativa de la liberación». Sin embargo, el fin de dichas «metanarrativas» de la modernidad ilustrada, ¿no anuncia la multiplicación de las «multinarrativas» provenientes de un universo policultural y multirracial que trasciende el dominio exclusivo de la modernidad occidental?

La «incredulidad hacia las metanarrativas» de la modernidad occidental quizás está siendo desplazada por la credibilidad hacia las polinarrativas que hablan en nombre de múltiples proyectos de liberación humana, nuevos deseos, nuevas exigencias morales, nuevos territorios de la presencia humana en el mundo.

Esta «activación de las diferencias», como las llama Lyotard, es sólo una manera de decir que en nuestro mundo de la posguerra fría (y si Bush Jr. se sale con la suya, de la paz caliente) no es un mundo, a pesar de las realidades globalizantes, que se esté moviendo hacia una unidad ilusoria y acaso dañina, sino hacia una diferenciación mayor y más sana, aunque a menudo, también, conflictiva. Lo digo como latinoamericano. La preocupación nacionalista de la identidad que tanto nos absorbió a lo largo de nuestra vida independiente, de Sarmiento a Martínez Estrada en la Argentina, de González Prada a Mariátegui en Perú, de Hostos en Puerto Rico a Rodó en Uruguay, de Fernando Ortiz a Lezama Lima en Cuba, de Henríquez Ureña en Santo Domingo a Picón Salas en Venezuela, de Reyes a Paz en México, Montalvo en Ecuador y Cardoza y Aragón en Guatemala, contribuyó a dotarnos, precisamente, de una identidad. Ni un mexicano duda que es mexicano, ni un brasileño, brasileño, ni un argentino, argentino. Pero el premio acarrea una nueva demanda: transitar de la identidad a la diversidad. Diversidad moral, política, religiosa, sexual. Sin el respeto a la diversidad fundada en la identidad, no tendremos, en Latinoamérica, libertad.

Doy el ejemplo que me es más próximo —la América indoafrolatina— para reforzar el argumento de la novela como factor de diversificación y multiplicidad culturales en el siglo XX. Entramos al mundo que Max Weber anunció como un «politeísmo de valores». Todo, las comunicaciones, la economía, la ciencia y la tecnología, pero también las demandas étnicas, los nacionalismos redivivos, el retorno de las tribus con sus ídolos, la coexistencia de un progreso vertiginoso con la resurrección de cuanto creíamos muerto. La variedad y no la monotonía, la diversidad más que la unidad, el conflicto más que la tranquilidad, definirán la cultura de nuestro siglo.

La novela es una reintroducción del ser humano en la historia. En una gran novela, el sujeto es presentado de nuevo a su destino y su destino es la suma de su experiencia: fatal y libre. Pero en nuestro tiempo, la novela también es una carta de presentación de las culturas que, lejos de haber sido ahogadas por las mareas de la globalidad, se han atrevido a afirmarse con más vigor que nunca. Negativa en los sentidos que todos conocemos (xenofobias, nacionalismos agresivos, primitivismos crueles, perversión de derechos humanos en nombre de la tradición o la opresión del padre, del macho, del clan), la particularidad es positiva cuando afirma valores en peligro de ser olvidados o eliminados y que, en sí mismos, son valladares contra los peores impulsos del tribalismo.

No hay novela sin historia. Pero la novela, introduciéndonos en la historia, también nos permite buscar el camino fuera de la historia a fin de ver claramente a la historia y ser, auténticamente, históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en sus laberintos sin reconocer las salidas es, simplemente, ser víctimas de la historia.

Introducción del ser histórico en la historia. Introducción de una civilización en otras. Ello requerirá una aguda conciencia de nuestra propia tradición a fin de darle la mano a las tradiciones de los otros. ¿Qué une a toda tradición sino ser requisito para construir, sobre ella, una nueva creación?

Tal es el problema que resuelven, con brillo, nuevos novelistas mexicanos como Jorge Volpi, Ignacio Padilla y Pedro Ángel Palou.

Toda novela, como toda obra de arte, se compone simultáneamente de instantes aislados y de instantes continuos. El instante es la epifanía que, con suerte, cada novela encierra y libera. Los instantes más delicados y fúgitivos, como los describe Joyce en el Retrato del artista adolescente, «una súbita manifestación espiritual surgida en medio de los discursos y los gestos más ordinarios».

  Surgida también, sin embargo, en medio de un  evento histórico continuo, tanto que no admite ni principio ni fin, ni origen teológico ni happy ending ni final apocalíptico, sino una declaración de la interminable multiplicación del sentido y en contra de la consoladora unidad de una sola lectura, ortodoxa, del mundo. «La historia y la felicidad rara vez coinciden», escribió Nietzsche. La novela es prueba de ello, y en Latinoamérica ganamos la novela de la advertencia cuando perdimos el discurso de la esperanza.

 Nueva novela: hablo de un paso incierto aún, pero necesario quizás, de la identidad a la alteridad; de la reducción a la ampliación; de la expulsión a la inclusión; de la parálisis al movimiento; de la unidad a la diferencia; de la no contradicción a la contradicción permanente; del olvido a la memoria; del pasado inerte al pasado vivo; y de la fe en el progreso a la crítica del porvenir.

Son éstos los ritmos, los sentidos, de la novedad en la narrativa... quizás. Pero sólo que, con ellos, con todas las obras que los liberan, alcancemos la magnífica potencialidad para crear imágenes que José Lezama Lima le otorga a las «eras imaginarias». Pues si una cultura no logra crear una imaginación, resultará históricamente indescifrable, añade el autor de Paradiso.

La novedad de la novela nos dice que nuestra humanidad no vive en la helada abstracción de lo separado, sino en el pulso cálido de una variedad infernal que nos dice: No somos aún. Estamos siendo.

Esa voz nos cuestiona, nos llega desde muy lejos pero también desde muy adentro de nosotros mismos. Es la voz de nuestra propia humanidad revelada en las fronteras olvidadas de la conciencia. Proviene de tiempos múltiples y de espacios lejanos. Pero crea, con nosotros, para nosotros, el terreno donde podremos juntarnos y contarnos historias.

La imaginación y el lenguaje, la memoria y el deseo, son no sólo la materia viva de la novela, sino el sitio de encuentro de nuestra humanidad inacabada. La literatura nos enseña que los máximos valores son los valores compartidos. Los novelistas latinoamericanos compartimos las palabras de Ítalo Calvino cuando afirma que la literatura es un modelo de valores, capaz de proponer escenarios de lenguaje, visión, imaginación y correlación de eventos. Nos reconocemos en William Gass cuando nos hace comprender que el cuerpo y el alma de una novela son su lenguaje y su imaginación, no sus buenas intenciones: la conciencia que la novela altera, no la conciencia que conforta. Fraternizamos con nuestro gran amigo Milán Kundera cuando nos recuerda que la novela es una perpetua redefinición del ser humano como problema.

Todo ello implica que la novela se formule a sí misma como incesante conflicto de lo que aún no se ha revelado, recuerdo de cuanto ha sido olvidado, voz del silencio y alas para el deseo de cuanto ha sido rebajado por la injusticia, la indiferencia, el prejuicio, la ignorancia, el odio o el miedo.

Para lograrlo, debemos vernos y ver al mundo como proyectos inacabados, personalidades permanentemente incompletas y voces que no han dicho su última palabra. Para lograrlo, debemos articular sin fatiga una tradición y patrocinar las posibilidades de ser hombres y mujeres que no sólo estamos en la historia, sino que hacemos la historia. Un mundo en rápida transformación propone, como lo sugiere Kundera, redefinirnos constantemente como seres problemáticos, acaso enigmáticos, pero jamás como portadores de respuestas dogmáticas o de realidades concluidas. ¿No es esto lo que mejor define a la novela? La política puede ser dogmática. La novela sólo puede ser enigmática.

La novela gana el derecho de criticar al mundo demostrando, en primer lugar, su capacidad para criticarse a sí misma. Es la crítica de la novela por la novela misma lo que revela tanto la labor del arte como la dimensión social de la obra. James Joyce en Ulises y Julio Cortázar en Rayuela son ejemplos superiores de lo que quiero decir: la novela como crítica de sí misma y de sus procederes. Pero ésta es una herencia de Cervantes y de los novelistas de la Mancha.

La novela nos propone la posibilidad de una imaginación verbal como realidad no menos real que la historia misma. La novela constantemente anuncia un nuevo mundo: un mundo inminente. Porque el novelista sabe que después de la terrible violencia dogmática del siglo XX, la historia se ha convertido en una posibilidad, nunca más en una certeza. Creemos conocer al mundo. Ahora, debemos imaginarlo.

© Carlos Fuentes – “En esto creo” (2002)

Selección: Agensur.info

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