Por Natalio Botana |
Mientras la opinión pública se estremece por los escándalos
de corrupción y el kirchnerismo ya no sabe cómo ocultar el sistema de
enriquecimiento ilícito que implantó en el país, la política está a la espera
de un efectivo cambio de rumbo. La palabra "rumbo" no sólo alude a
una dirección sino también al sujeto que la encarna; implica, por tanto, un
conjunto de medios puestos en ejecución.
En nuestros debates muy pocos discuten los fines deseables a
perseguir y todos se interrogan acerca de los medios conducentes a esos
objetivos. Sólo el kirchnerismo recalcitrante y algunos sectores de izquierda
no firmaron el compromiso para el bicentenario de la Independencia propuesto
hace pocos días por la Iglesia Católica en Tucumán. Suscribieron en cambio los
10 puntos estipulados la vicepresidenta Gabriela Michetti, el arco del
Justicialismo con Sergio Massa, José Luis Gioja y el peronismo federal, la UCR
y Pino Solanas.
Estos auspicios consagraron aspiraciones relevantes: la
lucha contra la pobreza, el narcotráfico, las adicciones, la trata de personas,
la corrupción y la impunidad; el impulso a la educación, a la generación de
empleo, al acceso universal a la salud y al agua potable, al cuidado del ambiente
que nos rodea y, en fin, a la cultura del encuentro. Se trata de un primer paso
que nos debería llevar de la confrontación a un mínimo de consenso sobre metas
comunes. En rigor, si calamos más a fondo, un primer paso fácil de enunciar y
extremadamente difícil de activar y mantener en el tiempo.
El riesgo pues no está en la enunciación sino en la praxis y
en la herencia de un pasado que, hasta este momento, no produjo acuerdos entre
fuerzas dispares. A diferencia de lo que postuló un texto clásico de la teoría
política, la Argentina se gobernó más por el accidente y la fuerza que por la
reflexión y la experiencia. Y aunque la libre y constante elección de nuestros
gobernantes fue la gran novedad que aparejó la instauración democrática de
1983, siguen pendientes los acuerdos nacidos de una reflexión acerca de
nuestras carencias y oportunidades.
Sería exagerado pretender que este decálogo contuviese un
repertorio completo de propósitos (falta, por ejemplo, una referencia al
crucial problema del federalismo, una política de Estado que el Gobierno
estaría proponiendo a los gobernadores para avanzar en el complicado trámite de
una ley de coparticipación federal), pero, salvadas estas omisiones, convendría
destacar el urgente tema de los medios institucionales puestos al servicio de
esos propósitos.
La política de los medios en relación con los fines
aconsejables de la política es un tema que recorre gran parte del momento
fundador de nuestra nación. En los tiempos del Bicentenario que hoy recordamos,
la política de los medios más adecuados para consolidar la independencia y
darnos una forma de gobierno con cimientos sólidos fue la obsesión de San
Martín a lo largo de sus campañas. En la época de la organización nacional,
cruzada por el fervor constituyente de 1853, el afán para detectar los medios
institucionales propios de una república posible guió el pensamiento de
Alberdi.
En estos días, después de soportar los efectos de una visión
agonista basada en la enemistad de los contendientes, el acierto para
incorporar a las leyes y comportamientos medios eficaces, respaldados por
mayorías sólidas, debería provenir de un cambio de mentalidades y de una
modificación en el estilo de los partidos.
¿Cómo se debería entender el combate contra la corrupción y
la impunidad sin atender a una reforma de la justicia federal capaz de sortear
el riesgo de la sospecha, la complicidad o la inoperancia? ¿Cómo se debería
entender la lucha contra el narcotráfico sin atender a una política de
seguridad pactada entre la Nación y las provincias que tenga en la mira la
coordinación entre las fuerzas y la erradicación de las corrupciones que anidan
dentro de sus filas?
¿Cómo entender, por otra parte, el acceso a la salud y al
agua potable, o el impulso a la educación, sin tomar en cuenta la debilidad
fiscal de un Estado que soporta un empleo público superior a los tres millones
y medio de agentes y una masa a sostener con impuestos que representa alrededor
del 41% del PBI? ¿Cómo entender, en fin, la generación de empleo sin doblegar
el flagelo de la inflación y sin promover la inversión de recursos genuinos en
un contexto previsible? Podríamos abundar en esta serie de interrogantes que
ponen en carne viva una incapacidad práctica para abordar las cosas que
perturban nuestra vida y arrojan a la intemperie a millones de conciudadanos.
Acaso se imponga al respecto un cambio de perspectiva. La
batalla contra la pobreza debería resultar de varias políticas convergentes y
no de una sola y excluyente orientación. Esta última es característica de una
política declamatoria; la otra, de retórica menos estridente, es característica
de una política coherente que aúna la fortaleza para mantener los objetivos y
la disciplina para administrar recursos escasos con sentido universal y no
prebendario. De aquí se infiere que una política atenta a los medios
institucionales debe enlazar una visión de largo plazo con una adhesión a la
eficiencia en la administración de la cosa pública.
El caso de la Justicia a que aludimos en relación con la
trama de la corrupción es, en este sentido, ejemplar. La corrupción es un mal y
la Justicia, se sabe, es una función del régimen republicano destinada a
prevenir su desarrollo y, llegado el caso, sancionarlo. Semejante prevención no
existió en la Argentina al menos durante una larga década; por su parte, la
sanción y los procesos conducentes estuvieron aletargados por defecto o, acaso,
complicidad. Sobre este vacío estallaron las denuncias e investigaciones de los
medios de comunicación, mucho más significativas -lo son todavía- que las
tareas propias de la administración de justicia.
Éstas son señales de una falla en el sistema de separación
de poderes previsto en nuestra Constitución. Si al ruido de los escándalos
sucede el silencio e inoperancia de los brazos del Estado, aumentará la
desconfianza hacia las instituciones y los sentimientos de ilegitimidad
proseguirán erosionando las creencias en torno a la política. No basta, por
consiguiente, con condenar la impunidad. Es preciso poner en funcionamiento los
engranajes de una ética reformista para disponer de tribunales que, realmente,
persigan el delito y logren que la verdad se conozca.
Las verdades que se debaten en la arena pública son
diferentes a la verdad que, luego de un debido y eficaz proceso, se pronuncia
desde las alturas de la Justicia. Pese a que algunos agentes de un grosero
patrimonialismo están detenidos, lo que hoy más resplandece es el torneo entre
las verdades en disputa a través de los medios de comunicación. ¿Quién tendrá
la última palabra en este trance? Por cierto, deberían tenerla un gobierno con
vocación reformista y un Congreso con la aptitud suficiente para modificar por
la vía legislativa un régimen político dañado por una mezcla de latrocinio e
incuria.
Tal vez sea ésta la prueba más exigente que afrontamos en
este nuevo período constitucional: un Congreso dividido que, sin embargo,
adquiere la virtud suficiente para afrontar reformas y dar en el blanco con
medios institucionales efectivos. Sería un signo maduro para responder al
proverbio que dice: "Quien quiere los fines quiere los medios".
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