La sensación de
angustia es muy fuerte. En muchos "soldados" de Cristina causa
desazón el tener que aceptar una verdad rechazada durante muchos años.
Por Fernando
Gutiérrez
Para los que tienen más de 40 años y conservan el recuerdo
personal de la apasionada militancia izquierdista de hace algunas décadas, lo
que está ocurriendo hoy entre los adherentes al kirchnerismo trae algunas
reminiscencias.
Entre ellas, la del colapso del mundo socialista entre 1989
(cuando cayó el muro de Berlín) y 1991 (cuando se disolvió la Unión Soviética).
Es verdad que los hechos tienen dimensiones diferentes. Pero
también es cierto que en este tipo de acontecimientos disruptivos surge un
denominador común.
Concretamente, se hace manifiesta una sensación de
desamparo, de engaño, de bochorno, de angustia, al haber profesado una fe que se
demostraba falsa.
La misma ingenuidad de reconocer que, recién entonces, se
había aceptado una verdad que se había elegido rechazar durante muchos años.
La misma bronca hacia los "sacerdotes" porque les
habían ocultado hechos que ahora los humillaban. El mismo dolor por ver que se
terminaron las verdades inmutables.
Pero no sólo se trata -como hace tres décadas fue la desazón
por el fracaso comunista- de tener que aceptar la evidencia de que el
kirchnerismo fue un gobierno corrupto en su esencia.
Hay, al mismo tiempo, una nostalgia por la ingenuidad
perdida. Precisamente esto es lo que están expresando en estos días los
militantes K.
Desde los más connotados, como el filósofo Ricardo Forster,
pasando por gran cantidad de actores, como Pablo Echarri o Gerardo Romano, el
comediante Dady Brieva, el periodista Diego Brancatelli hasta los miles de
militantes anónimos que se manifiestan en las redes sociales.
Resultan bien expresivas frases tales como "es
indefendible, fue obsceno; hoy para mí fue el límite, el hartazgo total"
(Brancatelli), o "hemos puesto en peligro nuestro patrimonio, que es el
cariño de la gente; me veo embarrado" (Echarri).
Lo que se puede percibir detrás de esas declaraciones es la
convicción de que fueron bienintencionados. De que sigue existiendo la
necesidad de creer en "un proyecto nacional y popular", porque les
sigue generando rechazo la opción de una "restauración neoliberal".
Esa necesidad de que haya una alternativa que les asegure
que toda su militancia no fue en vano podría sintetizarse en la letra del
inmortal tango "Cuesta abajo": la vergüenza de haber sido y el dolor
de ya no ser.
Esos mismos kirchneristas que atestaban los patios de la
Casa Rosada en cada acto de Cristina Kirchner, los que llenaron la Plaza de
Mayo en la multitudinaria despedida de su mandato, ahora están expresando no
sólo bronca sino también nostalgia.
Extrañan los tiempos en los que parecía una verdad obvia que
cualquier crítica contra el modelo K no podía ser otra cosa que la invención de
un aparato mediático adicto a los poderosos.
En aquellos días en que se cultivaba "la grieta",
los militantes K podían resistir todo y tenían a mano un argumento justificativo
o conspirativo.
Así fuera que se les recordara que Cristina había dejado el
gobierno con niveles de pobreza iguales a los de los años 90, si se les
enrostraba el colapso energético, la trágica debacle del transporte
ferroviario, la inmoralidad de la falsificación estadística, el bochorno de los
funcionarios que se tomaban vacaciones mientras su provincia estaba inundada,
siempre había un argumento para disculpar a su gobierno y trasladar las
responsabilidades.
Pero los tiempos cambian y ahora, a poco del arranque de una
nueva gestión, surgen hechos que se transforman un trago muy amargo de digerir
para la tropa K.
Primero, la contundencia propia de las imágenes de bolsos
llenos de dólares, euros, yuanes y riyales qataríes, embolsados para ser
escondidos tras los muros de un convento.
Luego, el hallazgo de una bóveda -a escasos metros del altar
de la capilla del monasterio- en la que entrarían cerca de 500 millones de
dólares.
Todas estas cosas que van saliendo a la luz dejan una sola
convicción: los tiempos de ingenuidad militante ya no volverán
En la medida que surgen más revelaciones, quienes
simpatizaban con el kirchnerismo acrecientan su tristeza y desencanto.
Nadie entendió esta situación mejor que la propia Cristina
Kirchner. Es por eso que su carta tiene, en primer lugar, el mensaje directo
para la militancia.
La ex presidenta, al reconocer que sus adherentes se sienten
ahora como si les hubieran pegado "una trompada en el estómago"
pretende salvar lo que queda de ese amor que parecía indestructible.
Pero no será fácil. Si algo quedó en evidencia en las
últimas horas es que las cosas no volverán a ser iguales. Algo se rompió.
Para los kirchneristas, es la pérdida de la inocencia. Para
Cristina, también.
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