Por María Elena Walsh |
Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en
casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra, autorizado por los doctores de
la ley y a la vista de mis hijos.
Me arrojaron a los leones por profesar una religión
diferente a la del Estado.
Fui condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el
demonio encarnado en mi pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en
la espalda, estigma demoníaco.
Fui descuartizado por rebelarme contra la autoridad
colonial.
Fui condenado a la horca por encabezar una rebelión de
siervos hambrientos. Mi señor era el brazo de la Justicia.
Fui quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un
contubernio católico-protestante.
Fui enviada a la guillotina porque mis Camaradas
revolucionarios consideraron aberrante que propusiera incluir los Derechos de
la Mujer entre los Derechos del Hombre.
Me fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de
unitarios.
Me fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa
de una interna de federales.
Me suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente.
Fui enviado a la silla eléctrica a los veinte años de mi
edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en un hombre de bien, como suele
decirse de los embriones en el claustro materno.
Me arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo
distinto al de los verdugos.
Me condenaron de facto por imprimir libelos subversivos,
arrojándome semivivo a una fosa común.
A lo largo de la historia, hombres doctos o brutales
supieron con certeza qué delito merecía la pena capital. Siempre supieron que
yo, no otro, era el culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar.
Cada vez que se alude a este escarmiento la Humanidad retrocede en cuatro
patas.
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