Por Guillermo Piro |
Hay quienes sienten el éxtasis al llegar a la cima del Nanga
Parbat sin tubo de oxígeno –o con tubo, da igual–, al terminar su obra maestra
o “al afeitarse sin un solo tajito” (eso es Cortázar: se lo saluda, maestro). Y
también hay quien siente el éxtasis pronunciando la palabra más larga del
mundo.
No debe de haber nadie que en algún momento de su vida, o
mejor dicho de su infancia, no se haya preguntado, por ejemplo: “¿Por qué la
mesa se llama mesa?”.
Alguien entonces pudo habernos respondido que la lengua
es una convención, que sencillamente todos parecemos estar de acuerdo en llamar
mesa a la mesa, aun cuando cada vez que oímos la palabra mesa cada uno de
nosotros represente en su mente una mesa distinta. Ahora bien, los biólogos
usan nombres científicos para referirse a los grupos de organismos emparentados
–los llaman “taxones”, de ahí la taxonomía–, asignándole al grupo un nombre en
latín, de modo que ese nombre no tiene nada de convencional: el nombre de la
cosa es la cosa. Los compuestos tienen entonces dos nombres: el vulgar, por el
que lo conocen los legos, y el taxonómico, que es mucho más preciso y
descriptivo. Por ejemplo, el nitruro de hidrógeno no es otra cosa que el
amoníaco, el cloruro de sodio no es otra cosa que la sal, etcétera.
Esto viene a cuento porque la palabra más larga del mundo es
justamente el nombre científico de una proteína que vulgarmente se llama
titina, pero cuyo nombre taxonómico es imposible transcribir aquí, porque está
conformado por 189.819 caracteres y para pronunciarla en su totalidad hacen
falta tres horas, 33 minutos y 22 segundos. Lo máximo que se puede decir es que
empieza con “methionyl” y termina con “isoleucine”.
El hecho es que, suponiendo que un biólogo desconociera la
existencia de esta proteína, leyendo esa palabra, la más larga del mundo,
tendría una idea acabada acerca de la titina. Todo lo que podría decirse sobre
ella está contenido en su nombre científico. Es algo formidable, misterioso y
mágico. Pero hay más. Ahora apareció un tal Dmitry Golubovskiy, el director de
la versión rusa de la revista Esquire, que decidió pronunciar esa palabra
gigantesca. Y como corresponde, se filmó a sí mismo en plena tarea. En realidad
digo “ahora” porque ahora lo descubrí, pero Golubovskiy hizo esto en noviembre
de 2012. Lo pueden ver en YouTube. (Detalle encantador: Dmitry registra el paso
del tiempo con un reloj que está colgado detrás de él, pero también con una
planta de flores amarillas que tiene al lado, y que poco a poco se debilitan y
caen.)
Poco y nada sabemos de Dmitry, y poco y nada es lo que pude
averiguar. Dmitry es el típico tipo de personaje que yo invitaría para una
Feria del Libro, o para dar una charla TED verdaderamente cautivante. O, más
sencillamente, me gustaría encontrarme con él y preguntarle: “¿Por qué lo
hiciste?”. Juro que no puedo imaginarme una respuesta.
0 comments :
Publicar un comentario