Por Manuel Vicent |
A partir de los siete años se desarrolla en el cerebro
humano el neocórtex donde anida la inteligencia y para celebrar ese
acontecimiento en la religión católica los niños toman la primera comunión. La
llegada del neocórtex supone el fin de la inocencia. De hecho esas criaturas vestidas de marineritos y
princesitas, que después de la ceremonia religiosa reciben tantos regalos, en
realidad están siendo expulsadas del paraíso, como lo fueron, según el Génesis, nuestros primeros padres.
La Iglesia enseña que a partir de los siete años con el uso
de razón si ese niño muere en pecado mortal se va para el infierno.
Hasta esa edad estas criaturas estaban gobernadas por el
cerebro límbico, que los seres humanos comparten con algunos mamíferos
superiores. En ese cerebro se inscriben durante la infancia los sentimientos,
los símbolos, los dogmas, las creencias, los terrores, la autoridad del padre,
del maestro, del clérigo, los primeros sabores, caricias, aromas, canciones,
paisajes.
En el paraíso de la infancia, como sucede con cualquier
animal, el niño se siente inmortal puesto que no tiene conciencia de la muerte.
Ese cerebro límbico es el que reclama la Iglesia en
propiedad para inocularle su doctrina porque sabe que todo lo que se grabe en
su mucosa desprotegida de la razón no se olvidará jamás. Es lógico que al niño
lo vistan de marinero, ya que expulsado del paraíso, deberá iniciar la azarosa
travesía de la vida. En cambio, con el traje de novias infantiles a las niñas
se las reserva el sueño machista del permanente cuento de hadas.
Esta ceremonia rememora aquel estado de la evolución en que
al pie del árbol del paraíso, al morder la manzana, se inició nuestra
conciencia, que nos convirtió en seres mortales y en estos domingos de
primavera con el niño recién comulgado las familias llenan los restaurantes
para celebrarlo.
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