Por Fernando Savater |
Daba yo un curso en Parma cuando estrenaron El nombre de la rosa en Milán. Como la
novela me había hecho gozar (lo que no volvió a pasarme, ay, con ninguna del
autor) fuí a verla y no me decepcionó. Gran interpretación de Sean Connery,
cuya elección como protagonista había sobresaltado a Eco: “¡Por favor, James
Bond no!”.
Me encantó oir el filme en italiano: cuando su novicio Adso le
pregunta si la vida no habría sido mucho más tranquila si Dios no hubiera
inventado el amor, Guillermo responde: “Sí... quanto tranquilla! quanto
noiosa!”. Gran entretenimiento, el amor. Cuando acabé en Parma, descubrí que me
había gastado todo el sueldo que me dieron en largas llamadas telefónicas a
Sara. Volví impecune, pero no me aburrí ni un instante.
Uno de los peligros de Internet, denunciados por Eco, es la
proliferación de textos apócrifos que a veces desplazan a los verdaderos. Mateo
Renzi se ha lucido en Buenos Aires recitando un poema de Borges, falso y cursi.
En las necrológicas de Eco nos han reiterado una serie de citas, siempre las
mismas, de pertenencia dudosa, como “Cuando los hombres dejan de creer en Dios,
no quiere decir que crean en nada: creen en todo” o “¿Qué es la vida sino la
sombra de un sueño fugaz?”. Con el debido respeto y leves retoques, la primera
es de Chesterton y la segunda, de Calderón. Quizá Eco las repitió, porque por
algo se apellidaba así.
Hace décadas, Milán padeció un alcalde de extrema derecha
que trató brutalmente a unos emigrantes. Preguntaron a Eco qué le diría al
indeseable preboste: “A él nada, porque a su edad no se aprende ya. Lo
importante es qué diremos a los adolescentes milaneses para que mañana no voten
a un alcalde así”.
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