Por Manuel Vicent |
En la mejor plaza de cualquier ciudad del mundo es muy
probable que el viajero se encuentre con la estatua de un prohombre, que desde
lo alto del pedestal señala con el brazo extendido un hipotético horizonte.
Ese gesto lleno de autoridad suele pertenecer a un
libertador patriota o a un político revolucionario, que si bien a su debido
tiempo indicaba con el índice inhiesto la dirección en que debía ir la
historia, ahora parece que está dirigiendo el tráfico como un guardia urbano en
un atasco sin que ningún conductor le haga caso.
En medio de la crisis que nos atenaza se han levantado otros
pedestales. Desde el fondo de la cólera ciudadana han surgido los jóvenes
políticos de Podemos dispuestos a solucionar nuestro futuro.
Con el verbo caliente y el dedo imperativo señalan un nuevo
rumbo de la historia. Es imposible no estar de acuerdo con ellos cuando gritan
contra la injusticia social y prometen acabar con la corrupción, cuando se
disponen a regenerar la democracia e intentan plantar cara al sistema.
No pasaría nada si esas fórmulas de salvación se quedaran en
la pizarra, pero el asunto se agrava cuando esos nuevos políticos están a punto
de alcanzar el poder alimentados por el caldo gordo del apocalipsis social de
andar por casa.
Uno se pregunta si el miedo que generan en la gente mayor se
debe a su inexperiencia, a los vanos sueños de su ambición, a su prepotencia, a
su demagogia, al radicalismo antisistema edulcorado con una falsa sonrisa o no
será que a cierta edad uno no comprende que el mundo ha cambiado y al no
entender nada, solo tiene miedo de su propio miedo.
Esos jóvenes redentores, que a través de las redes sociales
se han encaramado en un pedestal, extienden el brazo hacia el horizonte, pero
uno ya no sabe si en realidad señalan el sentido de la historia o al final
quedarán en simples guardias de tráfico.
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