Por Guillermo Piro |
En una nota publicada hace muchos años en el diario La
Nación, Guillermo Cabrera Infante hablaba de un viaje a Alemania, adonde había
ido a propósito de la edición en alemán de uno de sus libros. Si hasta los
malos escritores son muchas veces reverenciados en la Feria de Frankfurt, no es
difícil imaginar cuánto puede ser reverenciado uno verdaderamente bueno.
La
cosa parece haber aburrido enormemente al cubano, y sus anfitriones deben de
haberlo notado, porque le sugirieron visitar el Museo Goethe, a lo que Cabrera
dijo que prefería visitar el Museo Lichtenberg, que para museo ya estaban las
obras completas de Goethe.
Lo que voy a decir es arriesgado, pero si no fuera
arriesgado no lo diría: Georg Christoph Lichtenberg, que vivió en Gotinga entre
1742 y 1799, fue quien llevó el género aforístico a esa cima que ningún otro
consiguió escalar. Siendo niño, había caído al suelo desde los brazos de una
criada, y eso provocó una seria rotura de la columna vertebral que lo
convirtió, ya adulto, en un disfatto, un deforme, un fenómeno, un jorobado. Eso
no evitó que Lichtenberg se riera mucho. Y de todo. Pero no fue escritor (Dios
nos libre) sino profesor de Física. Eso no le impidió poner por escrito los
pensamientos oscuros, cínicos y humorísticos que le cruzaban la cabeza. Hay un
retrato de él: creo que es el único. Al pie del mismo, Lichtenberg escribió a
pluma: “En realidad, suelo ser menos siniestro que en el retrato”. Muchos de
sus aforismos poseen la clarividencia que sólo en contadísimas ocasiones le fue
concedida a la literatura: “Un libro es como un espejo –dice en uno–: si se
mira en él un mono no reflejará a un apóstol”. Es por eso que desde fines del
siglo XVIII todo aquel que confiesa su amor o su odio por un libro no está
haciendo más que confesar quién es en realidad. “He notado claramente que tengo
una opinión acostado y otra de pie”, dice otro. “Daría parte de mi vida con tal
de saber cuál era la temperatura promedio en el paraíso”; “Eso que ustedes
llaman corazón está bastante más abajo del cuarto botón del chaleco”; “Al
prólogo se le podría llamar pararrayos”. Estos son algunos ejemplos de sus
trucos de magia.
En aquella nota de Cabrera de la que hablaba al principio,
el cubano ensayaba una teoría que aún hoy me sigue pareciendo tentadora, por lo
justa: es sabido que Goethe, al morir, pronunció la sentencia célebre: “Mehr
Licht!” (“¡Más luz!”) Cabrera considera que esa frase es una reverenda
estupidez (cosa que yo considero también, pero sigamos con Cabrera) y arriesga
que probablemente el gran vate quiso decir otra cosa, algo más parecido a “Mehr
Lichtenberg!”. Sólo que se le acabó el aliento. Ahí sí la cosa tendría sentido.
Porque no debe de haber mejor música a la hora de correr definitivamente las
cortinas, y para entrar a la oscuridad con una sonrisa en los labios, que la
voz del jorobado de Gotinga.
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