Por Eric Nepomuceno (*) |
Julio Ramón Ribeyro, cuentista maestro, decía que a través
de la literatura podemos seguir inventando trampas y tropezar con manos pensativas.
Manos pensativas.
Eso hizo que un escritor de las islas Canarias, llamado Juan
Cruz, llegase a la conclusión de que podemos clasificar a las mujeres entre las
que tienen y las que jamás tendrán manos pensativas. Quedó claro, para mí, que
manos pensativas serán siempre de mujeres –algunas mujeres...
Porque también para eso sirve la literatura: crear imágenes
que nos llevan a conclusiones únicas.
Otro gran maestro, el cuentista guatemalteco Augusto
Monterroso, tenía una variante melancólica para explicar a sí mismo y al mundo
lo que es la literatura y cómo es el oficio nuestro, el oficio de escribir.
Decía Monterroso de un cierto poeta mexicano: "Era triste y vulgar lo que
cantaba, ¡pero cómo era bella la canción que él oía!". Porque eso nos
ocurre muy a menudo: el escritor oye en su alma, en su memoria, una canción
bella, pero cuando la lleva a la realidad de las palabras muchas veces siente
que no alcanzará a traducir esa belleza. Y, pese a eso, insistimos en esa
búsqueda alucinada...
El colombiano Gabriel García Márquez, en una se sus muchas
declaraciones sobre el oficio de escribir, aclaró: "Siempre me interesé
por contar cosas que ocurren a las personas. Crear es volver a crear la
realidad". Y el mexicano Juan Rulfo, maestro de maestros, decía que en
literatura es posible mentir, pero es prohibido falsear.
Lo mentido se hace realidad, pero lo falso será falso para
siempre.
El uruguayo Juan Carlos Onetti hizo que un personaje
definitivo dijera lo siguiente: "Alguna cosa repentina y sencilla iba a ocurrir,
y yo podría salvarme escribiendo". Onetti creyó en su personaje hasta el
final de su vida, y hasta el final de su vida intentó salvarse escribiendo.
Porque también así somos nosotros, los escritores: vivimos buscando una
definición, un camino para entender nuestro propio oficio. Buscando alguna
salvación imposible.
García Márquez decía siempre que el nuestro es el más
solitario de los oficios, pues a la hora de enfrentarnos con esa soledad
devastadora cada uno tiene su propia receta, y trata de compararla con la de
los demás, para medir su eficacia.
El uruguayo Mario Benedetti apuntó cierta vez: "Cuando
un vizconde se encuentra con otro vizconde, los dos hablan de vizcondes".
Bueno: cuando un escritor se encuentra con otro escritor, los dos hablan de
escritores...
Gracias a esa costumbre de vizcondes y escritores, es
posible mencionar algunos de los trucos del combate a la soledad. Existen, por
ejemplo, los escritores metódicos. Alejo Carpentier era un ejemplo perfecto de
esa categoría: escribía con disciplina de obispo todos los días, de las cinco a
las ocho de la mañana. Escribía siempre a mano. Por las tardes, pasaba lo
escrito para la máquina. Decía que un escritor debe tener una cuota mínima de
producción. Para Carpentier, la medida ideal eran de tres a cuatro páginas al
día. Como mínimo, dos. En treinta días, sesenta páginas. En seis meses, un
libro. Carpentier también defendía que todo escritor debería tener un empleo.
"Si un escritor vive de sus libros, tendrá que publicar mucho. Y con eso
corre el riesgo de no cuidar la calidad".
Además de los metódicos, existen los anárquicos. Que, si lo
pensamos bien, de tanto defender su falta de método terminan siendo metódicos
en su manera anárquica de ejercer el oficio... Eduardo Galeano, por ejemplo,
era anárquico. Para escribir, jamás aceptó cumplir horários previamente
establecidos. Decía que el único método que respetaba era lanzarse a fondo en
los temas que le atormentaban el alma. Apuntaba ideas, frases e imágenes de
manera incesante, siempre con tinta negra. Tenía siempre a mano uno de los
cuadernitos minúsculos que Helena, su mujer, descubría en papelerías de los
países menos esperados. Para Galeano escribir era, más que un oficio, una
búsqueda permanente. Decía que le interesaban más las dudas que las respuestas.
El británico Graham Greene era metódico. Escribía por las
mañanas, y su meta diaria era alcanzar treinta líneas. Escribía, como Galeano,
como Onetti, como Carpentier, a mano. Reservaba sus tardes para zambullir en
las memorias, en las nieblas de amores difusos y sombríos. Decía que era cuando
trabajaba de verdad. Recordando, corregía la vida.
Pablo Neruda solo escribía con tinta verde. Decía que no
inventaba nada: solo iba a la hoja en blanco cuando tenía el poema listo en la
cabeza. Y aclaraba: casi nunca el poema que él creía tener listo en la cabeza
era el que aparecía en el papel. Pero, sin sentir previamente el poema, temía
perderse en un mar de palabras.
Gabriel García Márquez, como Julio Cortázar, decía que la
música le interesaba más que la literatura. Que le gustaba más la música que la
literatura. En el estudio de su casa, donde trabajaba todos los días, había más
discos que libros a la vista. Cortázar, que amaba y conocía muchísimo el jazz,
confesaba ser un músico frustrado. Decía que una de sus grandes tristezas fue
llegar a la conclusión de que tenía talento para oír, pero no para tocar.
A Ernest Hemingay no le gustaba hablar de literatura y de
escritores, y se decía profundamente influenciado por pintores y compositores.
"No es necesario explicar hasta qué punto Bach puede ser útil a un escritor
en cuestiones como armonía y contrapunto", dijo cierta vez en una
entrevista.
Y tenía razón.
En 1991, cuando publicó su primera novela, el cantante y
compositor Chico Buarque confesó a algunos amigos que a lo largo de los años la
música lo había robado de la literatura. Que escribir sería su camino natural.
Bueno, siguió alternando canciones con novelas. Sigue diciendo que leer es más
agradable que escribir, y que escuchar música le gusta más que componer. Aclara
que escribir y componer no son cuestiones de gusto, sino de necesidad.
Eduardo Galeano, que detestaba el piano y la ópera, decía
que el principio de toda escritura está en las imágenes.
Juan Carlos Onetti, que amaba los tangos trágicos, decía que
el principio de la escritura está en los sueños y, principalmente, en las
pesadillas.
Hemingway decía que, a la hora de terminar una jornada de
trabajo, es fundamental tener la más absoluta certeza de lo que vendrá a
continuación. Interrumpir un texto sin saber cómo seguirá, decía él, es correr
un riesgo inmenso: el de perder el hilo de la historia.
Rulfo hacía lo contrario: empezaba a escribir buscando una
atmósfera desconocida, y cuando la encontraba abandonaba lo que había escrito y
empezaba otra vez.
Juan Gelman, poeta inmenso, aseguraba que escribir era el
auge de una obsesión. "Primero", contaba Juan, "viene la idea,
una imagen, la necesidad, un sonido cualquiera. Y eso se queda adentro tuyo,
dando vueltas, hasta tornarse una obsesión. Cuando esa obsesión encuentra la
expresión, cuando llega al límite y estalla, nace el poema".
Bueno: ahora que lo pienso, me doy cuenta de que nada de eso
tiene tanta importancia, excepto, claro para los escritores... Como dijo Tomás
Eloy Martínez cuando terminó de escribir Santa Evita, ninguno de los rituales
de los escritores cambió el curso de la historia. Sin embargo, de esas
costumbres, de esas manías y de esas creencias de escritores nacieron libros,
poemas y frases que movieron de sitio los sentimientos de mucha gente.
Quizá el mundo siguiese igual si las páginas de los libros
no existiesen, pero la vida de los hombres no sería la misma. Faltaría, a la
vida de los hombres, la pasión, la imaginación y los peligros que la realidad
siempre copió de la literatura. Porque en el fondo, creo yo, cualquier línea
escrita en la más irremediable soledad se justificará para siempre, si tiene
alma y substancia. Si tiene vida y contenido.
Cualquier línea se justificará siempre que sea capaz de
llevar al lector –aunque sea un único lector– al vértigo de una emoción
verdadera. Se justificará siempre que sea capaz de merecer el hecho de haber
violado una vez y para los tiempos todos la blancura de una página.
Se justificará si supera el más grande de todos los
fantasmas del escritor: saber que está condenado a la soledad más eterna y
profunda, y que la única manera de buscar la salvación es sumergirse aún más en
esa soledad.
Saber, en fin, que solo podrá salir de esa soledad en una
tregua fugaz, acompañado por palabras cuyo destino es tan incierto y arriesgado
como el de los mensajes que los náufragos lanzan al mar en botellas azules.
(*) Ponencia del periodista, traductor y escritor brasileño en el 20º
Foro Internacional para el Fomento del Libro y de la Lectura realizado en
Resistencia (Chaco), en agosto de 2015.
Selección: Agensur.info
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