Por Arturo Pérez-Reverte |
Como algunos de ustedes saben, me gusta mucho la Historia;
sobre todo, porque sin ella es imposible considerar el presente. Sin Tácito,
sin Pérez del Pulgar, sin Michelet, se haría muy cuesta arriba saber cómo
diablos, para bien o para mal, el ser humano ha llegado hasta aquí. Diversión y
amenidad aparte –elementos nada desdeñables–, la Historia proporciona claves
para comprender y comprendernos.
También, lucidez crítica y cierto analgésico
consuelo. Una especie de resignación culta ante lo inexorable. Por eso en casi
todas mis novelas, de forma explícita o implícita, late la Historia como enigma,
como clave. Como elemento de fondo.
Sin duda, desde el principio, la Historia ha sido manipulada
por unos y otros. Nada escapa a eso. De ahí que sea importante no tragarse una
fuente a palo seco, sino abrir el abanico, leer mucho, comparar y oponer autores
diversos. Diferentes puntos de vista. Nada hay menos digno de confianza ni más
peligroso que quien lee un solo libro. Leer muchos otorga lucidez crítica,
fundamental a la hora de moverse por el impreciso paisaje de la memoria y de la
vida. Ayuda a extraer lecciones, digerir contenidos, detectar manipuladores. Y
también a detectar imbéciles.
Hay en Cataluña un chiringuito subvencionado, Instituto Nova
Historia, que, aunque no se adorna con los laureles del rigor, proporciona en
cambio un material humorístico de primer orden. Que sus miembros carezcan de
sentido del humor lo hace más divertido todavía. Ese Instituto celebró hace
poco un congreso financiado por ERC, con objeto de demostrar científicamente
que la nación catalana –de cuya existencia, por otra parte, no dudo– está
detrás de cada una de las principales gestas y personajes de la Humanidad.
Desde aquel congreso hasta hoy, animados por el éxito de público y crítica,
esos historiadores se han crecido, recreándose en la suerte, y con admirable periodicidad
nos aportan algún descubrimiento nuevo. Por ejemplo, según los investigadores
del INH, el humanista Erasmo de Rotterdam y el navegante Magallanes eran
catalanes hasta las cachas, pero los perversos historiadores españoles
ocultaron su verdadera patria. En cuanto al Cantar
del Cid y El lazarillo de Tormes,
son anónimos porque sus autores, por miedo a la Inquisición y al Estado
español, decidieron ocultar su identidad claramente catalana. Hasta la bandera
norteamericana es de origen catalán, directamente inspirada –ojo al dato– no en
la señera, sino en la estelada. Y lo que algunos indocumentados llamamos España
no es sino una creación artificial, inexistente, aunque de génesis
esencialmente catalaúnica.
Concretando más: un tal Jordi Bilbeny, del INH ese, ha
descubierto, él solo y a pulso, que Cristóbal Colón procedía, en realidad, de
la familia barcelonesa Colom, y que el supuesto veneciano Marco Polo no era
veneciano, sino un conocido explorador catalán que viajaba bajo seudónimo
porque era tímido. También, para redondear la cosa, ha probado que los textos
de Santa Teresa de Ávila, catalana de toda la vida, nacieron originalmente en
lengua de allí, aunque luego fueron víctimas de una mala traducción al
castellano. Por su parte, Lluis Batle, otro brillante colega del INH, acaba de
demostrar con solvencia absoluta que el autor anónimo de La Celestina, aunque ocultó su nombre por razones de seguridad, era
catalán sin lugar a dudas. Se le nota en el prólogo. Por su parte, Manel
Capdevila, otro fino rastreador de fuentes históricas, sostiene que Leonardo da
Vinci descendía de los monarcas catalanes del reino de Catalunya, falsamente
llamado de Aragón en los documentos de la época. Y un figuras llamado Pep
Mayolas –primer espada de la neohistoria– afirma sin despeinarse que el
filósofo Erasmo de Rotterdam era en realidad hijo del catalán Cristófol Colom,
descubridor de América. Zasca.
Dirán ustedes que ya vale, que se hacen idea. Que les duelen
los ijares de reírse. Pero la cosa no acaba ahí. Según los artistas del INH,
Miguel de Cervantes se llamaba Miquel Servent y su Quijote lo escribió en catalán, perdiendo mucha calidad en la torpe
traducción que se hizo al castellano. Por su parte, las cosas claras, el Gran
Capitán no se llamaba Gonzalo Fernández de Córdoba, sino Ferrán Folch de
Cardona. Y Ponce de León era de Gerona, cuidado. Tampoco la reconquista empezó
en Asturias, sino en Cataluña, así que menos lobos. Y la guinda se la pone a
todo el neohistorietas Lluís Mandado: la lista de los reyes godos es, en
realidad, una lista de reyes catalanes. Y el Cid no era de Vivar, sino de Biure
dEmpordà; su título, Cid, pertenecía a un linaje catalán y pasaba de padres a
hijos. Con dos cojones. Como el traje del Hombre Enmascarado.
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