El macrismo produjo
la imagen hasta ahora ausente de su transición: presenta un país en
"decadencia moral"
del que nacerá su proyecto.
Por Martín Rodríguez
El 10 de diciembre pasado terminó un gobierno como termina
idealmente cualquier gobierno en una democracia de un país occidental: perdió
las elecciones y asumió otro gobierno de otro partido.
Esa normalidad aparente
fue el aceite de una nueva histeria: terminar bien, con los plazos cumplidos,
los índices de popularidad pasables y sin crisis catastrófica, como dijo el
periodista Fernando Rosso.
¿Y ahora? El cambio de gobierno debía interpretar un
drama porque el cambio de gobierno resultó un cambio de paradigma: del
populismo a una economía abierta. Y eso no puede ocurrir sólo bajo cuerda
protocolar, algo tiene que estallar en el medio. Como en 1989, como en 2001. El
problema del liderazgo saliente y del liderazgo entrante fue el exceso de
normalidad en la escena. Quizás por eso Cristina y Macri la pudrieron y no se
saludaron. Hablo del país que terminó en diciembre pasado.
Cristina se fue al sur, volvió cuando fue citada por un
juez, atrajo una semana todas las miradas, dejó en el candelero el llamado a un
“Frente Ciudadano” y convocó en su Instituto Patria a diputados, senadores,
científicos e intendentes bonaerenses, sobre todo. Un intendente del sur del
GBA fue categórico: “nuestros temas son cloacas, recolección de basura… y
tuvimos una clase de geopolítica”. Era una exigencia tardía para una foto sin
desperdicio: sobre una tarima le habló a una tropa díscola que tal vez no esté
en condiciones objetivas para un juramento de lealtad. Cristina quiso
escenificar en una semana los protocolos de su poder a la velocidad y en todos
los escenarios “juveniles”, “artísticos” o “religiosos” que le impidieran ver a
ese poder en su nueva dimensión real. El Frente Ciudadano lleva recogidos
cientos de post, ensayos, likes, favs y erretes en redes, como si fuera una
nueva Cátedra Libre pero ninguna idea que destrabe el laberinto peronista
frente al que el kirchnerismo ofrece como única solución la misma que cuando
gobernaba: ser conducido y sin chistar. El resumen, hasta el affaire López podría haber sido este: el
peronismo le pide al kirchnerismo que sea sólo una parte del todo. Como en Río
Cuarto, cuando hace dos semanas un frente del peronismo diverso (delasotismo,
PJ, FR y kirchneristas) le ganó al imbatible radicalismo de esa ciudad,
quedando en el 9no puesto un candidato de La Cámpora.
La imagen casi inverosímil de José López revoleando bolsos
llenos de dólares a los jardines de un convento, parece el efecto siniestro de
la supuesta frase de Báez luego de las excavaciones en Santa Cruz: busquen en la provincia de Buenos Aires.
Hay plata. Hay plata física. Y cualquiera se puede imaginar la reacción que
pueden tener ante “eso” las bandas policiales y de servicios. ¿Qué pasó, de qué
nos enteramos? Lo que dicen que ocurrió a esta altura sólo confirma lo que
“sabíamos”. La política como la vida funcionan bajo el imperio del “lo sé, lo
sé, pero aún así”. El negocio de la “obra pública” parecía el pacto de silencio
de una familia en noche buena: todos en estado de ssshhhh, no le arruinemos la
inocencia a los niños. Un ciudadano puede no saber, un dirigente político no
puede no saber, y según la tan alta narrativa militante, no puede no
combatirlo. Sobre el ex funcionario kirchnerista el macrismo produjo la imagen
de la transición de un poder a otro que le faltaba. El macrismo no está hecho
para vestir santos. Pero en estos días ganó porque produjo la imagen hasta
ahora ausente de su transición: presenta un país en estado de “decadencia
moral” del que nacerá su proyecto. Sin segundo semestre económico, con José
López se inventó el macrismo político.
La antipolítica es tan vieja como el odio al recaudador de
impuestos. Se suele pensar que la corrupción es un tema de capas medias, de
vecinos de Recoleta, en un caso de discriminación “positiva”: mirá si a los pobres les va a importar que
se robe. Así, los pobres parecen incapaces de ampliar su sensibilidad
pública: sólo les deberían importar sus necesidades básicas o su agenda
“popular”. Ahorremos sociología: robar está mal para casi todo el mundo. A la
vez, ¿es posible pensar en público sobre el límite entre la necesidad de hacer
caja para hacer política y la corrupción sin moral? Macri tiene pocas
referencias. En términos internacionales, tuvo en el ex presidente español José
María Aznar un faro ideológico que organizaba su mundo de ideas. No está de más
repasar que el Partido Popular, en su carácter de persona jurídica, fue
imputado por financiación ilegal, enriquecimiento ilícito y evasión impositiva.
El año que viene hay elecciones en Argentina, y de no mediar ninguna reforma en
la ley de financiamiento electoral, cada partido o candidato deberá recolectar
plata. Donald Trump, el millonario emprendedor inmobiliario, acaba de reconocer
sus dificultades económicas para la campaña en la que enfrentará la máquina
aceitada de los demócratas. Todos son ejemplos de un problema concreto y
universal: el financiamiento de la política. Sin embargo es imposible ver en la
plata de José López “recaudación partidaria”.
La famosa frase de Brecht (“Robar un banco es un delito,
pero más delito es fundarlo”) organiza un sentido común progresista que concibe
al capitalismo como organizador de la codicia. Pero el reverso de esa frase
debe cargar la responsabilidad sobre quien administra lo público, dicho fácil:
esperamos más de De Vido que de Brito. Si Cristina creyó que iluminaba lo
oculto señalando a los empresarios coimeros, en el coro de estos días se
escuchó hasta a Mariana Fabbiani pedir que se sancione a los empresarios
coimeros, e incluso el economista José Luis Espert identificó a esos coimeros
como parte del empresariado que parasita al Estado con obra pública y
proteccionismo, yendo un poco más allá. Una coincidencia conceptual entre
estatistas y neoliberales.
La idea de que el político es más fuerte si tiene caja es el
mito que envolvió a Kirchner, lo balbuceó Diana Conti en su momento, en un
instante de verdad extrema. Por eso no se pudo filmar un documental decente
sobre la vida de Kirchner, porque la historia épica de su cuerpo era muy tras
bambalinas, un gran cuento off the record sobre el modo energúmeno con el que
disciplinó al poder económico (como nadie desde 1983) y acumuló poder. La
relación literaria Asís - Kirchner escenifica esto: empezó por denunciarlo,
acabó por defenderlo. En la melancolía de Asís del adversario que despide a un amigo (“no lo ataco porque ahora no se
puede defender”) hay otro axioma realista: no hay política sin plata, no hay
plata sin política. La fascinación estética por lo oscuro (en la organización
simbólica del kirchnerismo Néstor era el político, en desmedro de Cristina, una
suerte de canciller de “los grandes temas”, que resultó incapaz de conducir
políticamente), se combina con la santificación de su figura como héroe tras la
trágica muerte. Hoy esa contradicción parece haber colisionado. Pero la idea de
caja en Kirchner era múltiple: era la acumulación para la política y también
quería decir superávit gemelos, reservas. Kirchner era el punto de muchos,
demasiados, equilibrios: el del peronismo, el de la SIDE, el de las reservas,
etc. Por eso, la imagen de López es desoladora: es la de la caja sin Estado o
la caja sin política. Y que termina así: con bolsos revoleados de raje a las 3
de la mañana.
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