Por Carlos Fuentes |
Y luego hay las otras, nunca las demás, las damas de más,
las demás damas. Las damas de antaño que François Villon evocó con una añorante
belleza y una precisión que renunciaba para siempre al nuevo encuentro con la mujer
que amamos y que pasó: las demás damas, nunca las damas de más, que se quedaron
para siempre, consumado el sexo, como inquietos fantasmas coincidentes de lo
que fue y de lo que pudo ser. «Dites moi où, ríen quel pays / est Flora la
belle romaine...»
El eros primero son las niñas, dos compañeras de escuela en
Washington con las que, poco a poco, me fui descubriendo en una maravillosa
oscuridad propiciada por ellas, una, la de los anticuados bucles a la Mary
Pickford y la otra pecosa audaz como lo sería hoy Periquita o Mafalda. Fueron
las primeras, en la penumbra de los apartamentos cuando los padres estaban
ausentes, que me revelaron y se revelaron, como una inocencia impúdica, cuando
teníamos nueve años. ¿Por qué se sintieron obligadas a develar nuestro
delicioso secreto? Nadie nos sorprendió nunca. Ellas tuvieron que confesarse,
inermes, casi como si deseasen el castigo. Que para mí fue no volverlas a ver.
En cambio, en Santiago de Chile, a los doce años, tuve la desgracia de
enamorarme de una vecina de fleco nítido y ojos salvajes y ser descubiertos por
su padre, un alto mando de la fuerza aérea chilena, que no sólo acabó con
nuestro amor cachorro sino que obligó a mi familia a mudarse de casa. Al fin,
en Buenos Aires, a los quince años, negándome a ir a las escuelas fascistas del
ministro Hugo Wast, me encontré con que en nuestro edificio de apartamentos de
Callao y Quintana sólo quedábamos, a las once de la mañana, yo y mi vecina de
arriba, una actriz bellísima, con cabellera y ojos de plata. Mi primera
estrategia sexual consistió en subir con mi ejemplar de la revista radial
Sintonía, tocar a la puerta de la belleza y preguntarle: —¿Qué papel interpreta
hoy Eva Duarte en su serie de «Mujeres Célebres de la Historia»? ¿Juana de Arco
o Madame Dubarry? No olvido los ojos entrecerrados de mi ilusoria diosa de
plata cuando me contestó: —Madame Dubarry, que es menos santa pero mucho más
entretenida. Pasa, por favor.
El México de los cuarentas era un páramo sexual para el
adolescente. Las noviecitas santas otorgaban sus manos sudorosas de torta
compuesta en el cine, y poco más. Pero los burdeles mexicanos eran excitantes,
extravagantes, melancólicos y de variada pelambre. La mayoría de las pupilas
eran muchachas humildes llegadas a la capital o reclutadas en los barrios
pobres, pero educadas para decir, invariablemente, «Soy de Guadalajara», como
si provenir de la capital de Jalisco diese un particular cachet a la profesión
más vieja del mundo. No se dejaban besar en la boca. Cubrían piadosamente su
fatal imagen de la Virgen de Guadalupe al practicar el coito. Rara vez se
encontraba uno a Belle de Jour, la mujer de treinta o cuarenta años incapaz de
esconder dos cosas: su respetabilidad innata y su sexualidad insaciable.
Nos daban trato maternal y se esmeraban en educarnos. «Casa
de La Bandida», catedral prostibularia regentada por una compositora de
corridos revolucionarios y sedicente amante de Pancho Villa. «Insurgentes»,
lupanar de teatro especializado en «shows» lésbicos. «Darwin», refugio de damas
decentes ansiosas de amor. «Centenario», parada de mujeres exóticas bajando por
escaleras de mármol bajo lampadarios fin-de-siécle. Y «Meave», con sus ventanas
abiertas al mercado de pescados y su confusión de aromas, sus camas de linóleo
en canceles de oficina, su tentación del crimen latente... Con qué disciplina
austera limpiaban las amanuenses los sofás de linóleo sin sábanas.
Graduarse sexualmente era encontrar una amante casada y sin
problemas mayores que la discreción y la sombra. Y las novias se volvían más
independientes y bellas. A veces, la hipocresía religiosa las frenaba y lanzaba
a otros, más convencionales matrimonios. A veces, la distancia marchitaba
amores con alguna mujer inolvidable que surgió de una laguna tropical con la
mirada de atardecer y aurora. Claro, se parecía a Venus, la estrella de las dos
horas. Luego vino una larga lista que no quisiera asociar al catálogo de Don
Juan porque siento que nunca abusé, siempre acompañé, siempre experimenté, pero
siempre en pareja, con derechos y obligaciones parejos, también, con igual
intensidad, igual certeza de que participábamos, ella y yo, en la búsqueda de
sentimientos permanentes aunque nuestras uniones fueran pasajeras. Recordadas
una por una, hay casos de pasividad, sí, incluso de sumisión erótica, incluso
de abyección de una y otra parte pero también de complicidad. Hubo
exasperaciones repentinas y gratitudes permanentes. A veces, la estimulación
provocaba angustia. A veces, un sentimiento de la plenitud irrenunciable.
Después de todo, conocer el sexo es conocer el anuncio de las palabras del amor
y desconocer lo que sigue porque el anuncio se basta e interrumpe lo mismo que
promete.
Fui, muchas veces, un pasajero del sexo, actor privilegiado
pero fugaz de un círculo de mujeres bellísimas, actrices acostumbradas a tomar
un compañero presentable durante la breve época de una filmación. Me dieron más
de lo que les di. Las recuerdo como grandes obsequios de la vida, apasionadas
gracias a la ley misma de la transitoriedad, diosas de una temporada, hechiceras
a veces crueles, siempre magníficas y magnánimas, a veces vulnerables hasta el
extremo de la muerte. La novia muerta. Recuerdo a una, particularmente bella,
requerida, galanteada pero siempre insatisfecha, dueña de una ausencia dolorosa
que nadie podía llenar y ella misma no supo explicar antes de suicidarse.
Recuerdo a otra, engañosa y divertida por los ardides mismos de sus trampas
transparentes o expuestas como testimonio de su independencia. Sabía explotar
su juego sexual: dos pelotas en el aire y una sola excitación verdadera.
Compartir y excitar. Lo contrario de la mujer maravillosamente desvalida,
tierna, no sumisa pero ansiosa de complacer y ser complacida, sabedora del
abandono inminente y engrandecida por su manera de aceptar la experiencia y
hacerme sentir que yo no daba tanto como lo que de ella recibía en las
madrugadas de Roma.
Hay relaciones sexuales que recuerdo con una sonrisa. Las
falsas suicidas. Las ideólogas que confunden el lecho con el pulpito. Las
superficiales para quienes el sexo es un juego social. Pero también las
inteligentes e intelectuales que le exigen tanto a la cabeza como al sexo. Las
burlonas que escriben cartas falsarias y las muestran a sus amigas. Las que
comparten, suplen, anticipan el lugar de esposa, madre, hija, novia... Las
busqué como amantes. Las recuerdo como fantasmas. , Pero hay las que encarnaron
con tal potencia que acabaron por conformar, a pesar de ellas mismas, un deseo
que iba más allá de ellas y que se convertía en la búsqueda de una sola mujer que
las contuviese a todas, pero que fuera singularmente ella. La encontré y he
vivido con ella un cuarto de siglo. Con las demás tuve que terminar. Cada una
evocaba todo lo que nunca me pertenecería porque cada mujer echa a andar por el
mundo demasiadas cosas que reclaman su propia ley, más allá de la relación de
pareja sexual. Es el momento de marcharse.
Y de convertir el sexo en literatura. Un cuerpo de palabras
clamando por el acercamiento a otro cuerpo de palabras. ¿Son reales esas
palabras, son una mentira? Corremos el riesgo de amar a una mujer (o a un
hombre) que, como la Odette de Swann, no sean «nuestro tipo», no sean para
nosotros, sólo sean prolongación espectral de nuestra libido... A todas hay que
darles las gracias. Cada una representa no sólo un momento sino unas palabras.
Éstas, de Lope de Vega: «Mas si del tiempo que perdí me ofendo / tal prisa me
daré, que una hora amando / venza los años que pasé fingiendo.»
Esta hora de pasajera y mortal plenitud se agradece siempre,
por fugaz que haya sido y aunque, para seguir con el poeta de La Dorotea, las
dilaciones, frustraciones y engaños de las relaciones sexuales nos lleven a
veces a maldecir el sexo y pensar que los cuervos que revolotean sobre los
«lechos de batalla, campo blando», les sacarán los ojos a las ingratas, cuando
en realidad, no hay más ojos que picotear que los nuestros. More bestiarum, a
la manera de los animales, decía San Agustín del sexo, del cual tanto gozó en
su juventud. Acaso sea mejor cambiar el tema, no sólo en virtud de la
discreción que un hombre se impone en materia de relaciones sexuales, sino
acaso, también, por una secreta ironía que los ingleses han transformado,
prácticamente, en proverbio: «El placer es breve, el costo altísimo y la
posición ridicula.» Mas, ¿quién está dispuesto a renunciar, a pesar de
brevedad, costo y postura, a ese centro irradiante del mundo que es el lecho
sexual? ¿Y quién no quisiera, al abandonar con sigilo el lecho de la amante,
dejar escritas sobre la almohada las líneas de Góngora, «Aun a pesar de las
tinieblas, bella / Aun a pesar de las estrellas, clara»?
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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