Por Pablo Mendelevich |
Desde que Mauricio Macri se instaló en la Casa Rosada, hace
166 días, se viene hablando en forma intermitente de alguna clase de acuerdo de
gobernabilidad. El tema acaba de reflotarse sobre la estela del agitado mes que
se fue en la discusión de una ley impuesta por la oposición, ley que Macri
pulverizó con un veto cantado, un mal augurio para la armonía del Ejecutivo con
el Congreso.
Los políticos suelen referirse al acuerdo con cierta
idealización y con la familiaridad de quien evoca a un viejo conocido, pese a
que lo más a mano que hay es el Pacto Social del tercer gobierno peronista,
suscripto hace 43 años por el presidente Héctor Cámpora y el ministro José Ber
Gelbard con la CGE y la CGT. Es cierto, en aquel entonces se reprimió la
inflación y subió el salario real. Mientras tanto, a Cámpora lo echó Perón, en
menos de tres años hubo cuatro presidentes, la salida de Gelbard desaguó en el
Rodrigazo -piedra basamental de la política de Martínez de Hoz- y 1973-76, con
el concurso, entre otros, de la guerrilla peronista y del terrorismo de Estado
lopezreguista, pasó a la historia como el entretiempo constitucional más
inestable del siglo XX. Aún así hay nostálgicos que tras una disección aseguran
que al pacto de Gelbard convendría repetirlo.
¿Quiénes serían ahora los protagonistas de un pacto y sobre
qué versaría? Tal vez no sea imposible, sólo hay algunas dificultades por
superar: representatividades sectoriales divididas, grieta residual, falta de
acuerdos sobre el rumbo de la economía e inexistencia de un sistema de partidos
políticos consolidado, si es que se los quiere involucrar. Además de un
peronismo sin líder. Tampoco hay estadísticas que permitan diagnósticos sobre
los cuales buscar consensos, como acaba de quedar demostrado en la agotadora
discusión entre devotos de la ola de despidos, feligreses de la sensación de
despidos y negadores de los despidos, todos flojos de números.
Ahora aparece un escenario distinto. El singular ingeniero
Macri (sólo hubo antes un presidente ingeniero, Agustín P. Justo, más conocido
como militar), formado primero en el terreno empresario y luego en el del
gerenciamiento del fútbol, es el primer presidente ni radical ni peronista,
como se sabe, desde que existe el peronismo. La suposición de que necesitaría
de un acuerdo político y social para gobernar está vinculada con los finales
precipitados de los predecesores que tampoco eran peronistas. También con la
recurrente conflictividad social y con el desmadre de los precios, pero sobre
todo con la acentuada minusvalía parlamentaria que a Macri le tocó en suerte
luego de consagrarse en su cargo con la mayoría absoluta exigida. Recuérdese
que como él estrenó el ballotage presidencial, no fue el 51,40 por ciento
obtenido por su fórmula lo que renovó a su favor el Congreso sino la atomizada
primera vuelta del 25 de octubre.
El peronismo controla el Senado desde 1973. La novedad está
en Diputados, donde la coalición gobernante es segunda minoría. Basta pensar
que desde 1946 hasta 1962, en 1973-76 y en 1995-97 los presidentes gozaron de
mayoría absoluta en ambas cámaras (cosa que en el caso de Frondizi no aminoró
su inestabilidad). En la reciente Era K, caracterizada por la fuerte
concentración de poder presidencial, sólo hubo un bienio (2009-2011) durante el
cual se emparejaron oficialismo y oposición en Diputados, al final del día sin
mayores consecuencias sobre el derrotero que el kirchnerismo imaginaba
perpetuo.
El autoritarismo K se las arregló para prescindir de
acuerdos en público. Los acuerdos eran individuales, casi personales, lo que
incluso enriqueció el castellano con neologismos como borocotización, al cabo
una versión naif de la "cooptación" industrial de voluntades con los
más variados recursos de encantamiento. Lo cual se combinaba en el Congreso con
mayorías temáticas, por ejemplo la que Néstor Kirchner enhebró para aprobar el
matrimonio igualitario sorteando el rechazo de casi el 40 por ciento de sus
propios diputados.
Macri pasó de un debut esplendoroso con la ley para pagar a
los holdouts (54 a 16 en el Senado, 165 a 86 en Diputados) a una derrota
enmarañada con la ley antidespidos (en el Senado 48 a 16 y en Diputados 147 a
3, con 88 inusuales abstenciones en masa destinadas a precipitar el veto y, en
la idea del gobierno, a acabar con el asunto). Entre una y otra le hizo conocer
al kirchnerismo el sinsabor de una sesión especial fracasada, en términos
políticos un suceso pero en términos legislativos una anécdota. ¿Protagonista
de las enrevesadas negociaciones? Un peronismo multicéfalo, habitual cuando el
peronismo está en la oposición. Incluido el massismo, que quedó, con una
fisura, enredado con el pulpo.
Tal vez la experiencia de la ley antidespidos, en cuya real
eficacia pocos parecían creer, demostró dos cosas antagónicas: que urgen
acuerdos y que no es nada fácil alcanzarlos. Así como suele decirse que los
bancos prestan plata a quien puede demostrar que no la necesita, la falta de
instituciones fuertes reclama acuerdos de gobernabilidad que se podrían
canalizar fácilmente si hubiera partidos sólidos, o sea instituciones fuertes.
"Los partidos políticos son instituciones fundamentales
del sistema democrático", explica el artículo 38° de la Constitución, que
pronto cumplirá 22 años. Emociona. Finalmente los partidos políticos fueron
reconocidos en 1994 con oropeles dentro del sagrado manual de instrucciones de
la república. Ninguna constitución nacional anterior siquiera los había
nombrado. Pero en los hechos parece que no fue una buena idea. Quién sabe si
era un tabú o qué supersticiones ancestrales se removieron, lo cierto es que
con los partidos pasó como con el silencio: al ser nombrados en voz alta
desaparecieron. Su decadencia contribuyó a la crisis de representatividad que
estalló en 2001.
Claro que en lo formal los jueces electorales siguieron
inscribiendo partidos, si hasta estuvo a punto de haber mil. Pero es de suponer
que la Constitución no se refiere a esos, a los sellos de goma que incluso se
pueden alquilar, sino a los partidos como canalizadores efectivos de la
pluralidad, escenarios de la vida política equipados con ideales, historia,
plataformas, próceres y una sede central que el común de los peatones sabe más
o menos adónde queda.
En noviembre de 2007, pocos días antes de asumir por primera
vez la presidencia, Cristina Kirchner ponderó en un reportaje que concedió a
Página 12 el Pacto de la Moncloa y habló de la "articulación" entre
el sector público, el sector privado y el de los trabajadores. "El Pacto
de la Moncloa -explicó- fue un gran acuerdo en ese sentido, a eso queremos
apuntar". Quien la entrevistaba le hizo notar que el Pacto de la Moncloa
había sido básicamente un acuerdo entre fuerzas políticas. La entonces
presidenta electa retomó enseguida la palabra. "No me gusta decir 'va a
ser el Pacto de la Moncloa' o va a ser tal otro acuerdo; ninguna sociedad es
igual a la otra ni ningún momento histórico se repite", volanteó.
Huelga recordar que en los ocho años posteriores no sólo no
se volvió a hablar de ninguna Moncloa ni nada parecido sino que la mismísima
palabra pacto, a menudo asociada con el Pacto de Olivos, adquirió connotación
peyorativa. Y hasta el diálogo casi se convirtió en sinónimo de claudicación.
Con esos bueyes aramos.
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