Por James Neilson |
Los resueltos a ver en el Papa Francisco, ex Jorge
Bergoglio, la máxima autoridad moral del género humano, un prodigio de
sabiduría preternatural, tienen buenos motivos para sentirse incómodos.
Entre
los más inquietos están aquellos macristas que se suponen comprometidos con las
doctrinas de la Iglesia Católica.
¿Cómo es posible –se preguntan– que, además
de enviar un rosario a Milagro Sala, el Santo Padre haya maltratado a una
señora tan buena como Margarita Barrientos para entonces abrir las puertas del
Vaticano a Hebe Bonafini, una kirchnerista de opiniones contundentes que suele
festejar las hazañas sanguinarias de terroristas, como los que derribaron las
Torres Gemelas neoyorquinas, matando a tres mil personas, y que, entre otras
lindezas, lo había calificado de “fascista”?
Algunos sospechan que es porque Bergoglio odia tanto a
Mauricio Macri, por creerlo un agente del capitalismo salvaje y el imperialismo
norteamericano, que al vincularse con él Barrientos cometió un pecado mortal
imperdonable. Recuerdan la frialdad del encuentro que los dos mandatarios
celebraron en febrero y la mueca dispéptica que eligió el Sumo Pontífice al
posar para la foto de rigor, pero los hay que, después de interpretar a su modo
la carta protocolar enviada por el Vaticano en ocasión del nuevo aniversario de
la Revolución de Mayo, conjeturan que está por producirse una reconciliación.
Es posible, pero sería mejor no apostar a que el Papa deje
de criticar sibilinamente a los macristas por no oponerse a los malditos
mercados con el fervor deseable. A partir de su metamorfosis en jefe del
catolicismo, Bergoglio, un hombre de formación peronista, ha procurado reeditar
en escala planetaria, la estrategia exitosa de Néstor y Cristina que, luego de
mudarse a la Capital, decidieron congraciarse con la progresía izquierdista por
entender que, si bien era minoritaria, desempeñaba un papel muy influyente en
los medios de comunicación, el mundo de la cultura y una multitud de
organizaciones no gubernamentales caritativas. Lograron hacerlo con facilidad
sorprendente, lo que les resultó muy beneficioso.
Por un rato, la maniobra emprendida por Bergoglio pareció
funcionar como había previsto. Tanto aquí como en Europa, América latina y
América del Norte, se hizo habitual rendir homenaje a su “calor humano” ya que,
a diferencia de su antecesor, el cerebral alemán Joseph Ratzinger, sabe
manejarse como un político populista, pero últimamente las actitudes han
cambiado. Al darse cuenta de que en verdad Bergoglio no es tan progresista como
a los laicos hedonistas les gustaría hacer pensar, que a pesar de todo sigue
siendo un católico, quienes esperaban que los ayudara a asestar un golpe
demoledor contra el statu quo en la Iglesia lo miran con escepticismo
creciente.
Por lo demás, su convicción aparente de que no hay grandes
diferencias entre el cristianismo contemporáneo y el islam, y que por lo tanto
Europa debería permitir el ingreso de más millones, tal vez decenas de
millones, de musulmanes, sin preocuparse ni por los costos enormes que
acogerlos supondría ni por la presencia de yihadistas que no ocultan su
intención de matar a sus anfitriones, indigna a los muchos que temen por el
futuro del bien llamado Viejo Continente.
En Europa, la irrupción descontrolada de refugiados e
inmigrantes económicos mayormente musulmanes está detrás del regreso político
de la llamada “ultraderecha”, es decir, de agrupaciones tan extremistas que sus
simpatizantes se sienten alarmados por la llegada masiva de antisemitas,
partidarios de la violencia contra las mujeres para que se comporten mejor,
violadores y amigos de la costumbre entrañable de tirar homosexuales desde los
techos de edificios altos. En la muy católica Austria, casi la mitad del
electorado –y el grueso de la clase obrera–, acaba de votar por un candidato
presidencial “extremista” que no quería saber nada del multiculturalismo cueste
lo que costare reivindicado por el Papa.
Si bien parecería que Bergoglio sigue manifestando un vivo
interés en los pormenores de la laberíntica política de su país natal, no puede
sino entender que, como Papa, le es forzoso prestar atención a asuntos que son
un tanto más urgentes para la cristiandad en su conjunto que las presuntas
deficiencias del macrismo. Le tocó encabezar la iglesia más poderosa justo
cuando se intensificaba una ofensiva genocida, de exterminio, que amenaza con
culminar muy pronto con el aniquilamiento total de lo que aún queda del
cristianismo en África del Norte, buena parte del Oriente Medio –el único país
en que los correligionarios de Bergoglio están a salvo es Israel–, Afganistán,
Pakistán, Bangladesh e Indonesia. No es cuestión de sólo un puñado de fanáticos
feroces como los guerreros santos del Estado Islámico y Al-Qaeda; los decididos
a limpiar las tierras que dominan de los vestigios del cristianismo se cuentan
por millones.
Lo mismo que tantos políticos progresistas de Europa y
América del Norte, Bergoglio privilegia su propia relación con clérigos
musulmanes amables que le aseguran que el islam es “la religión de la paz”, que
dudarlo es propio de “ultraderechistas”, razón por la que hay que atribuir la
violencia de los exaltados a la prepotencia occidental, el capitalismo salvaje,
la xenofobia y otros males. Dicho dogma, compartido por las elites
occidentales, está detrás de la grieta que se ha abierto entre el establishment
político, mediático y clerical de los países de tradiciones europeas por un
lado y el pueblo por el otro, de ahí el surgimiento rápido de movimientos
automáticamente estigmatizados como “derechistas” que, para alarma de quienes
quisieran creer que las diferencias culturales carecen de importancia, han
sabido aprovechar la negativa de los demás políticos a reconocer que no será
del todo fácil incorporar el islam al acervo nacional.
En Europa, el buenismo de Bergoglio ya parece anacrónico,
pero la mayoría lo tolera por entender que tiene que continuar pronunciando las
piadosas banalidades papales de siempre, pero los cristianos de Siria, Irak y,
sobre todo, Pakistán, no se sienten reconfortados por “los copiosos dones de
misericordia” a los que aludió en su misiva reciente a Macri. Antes bien, se
sienten abandonados a una suerte cruel por un hombre que les parece mucho más
preocupado por el destino de los musulmanes en Europa que por los peligros
enfrentados por quienes en teoría son sus propios correligionarios en otras
partes del mundo. Están habituados a la indiferencia, o peor, de los izquierdistas
laicos que, por ignorancia, suponen que se trata de una reacción comprensible
de los nativos de las tierras en que el cristianismo nació frente a un residuo
imperialista, pero aun así esperaban algo más del Papa Francisco.
A Bergoglio no le faltan oportunidades para asumir una
postura menos pusilánime ante la agresividad islamista. Podría movilizar su
grey en defensa de una católica paquistaní, Asia Bibi, una mujer pobre que en
2010 fue condenada a muerte por blasfemia luego de beber agua de un vaso que
podrían utilizar sus vecinas y, pasando por alto sus protestas airadas, negarse
a convertirse al islam, diciéndoles que sería mejor que ellas adoptaran el
cristianismo. Desde entonces, Asia Bibi está en una cárcel a la espera de la
horca, sus familiares han tenido que ocultarse, algunos de los escasos
políticos que se animaron a oponerse a la pena capital en su caso han sido
asesinados y, cada tanto, turbas enfurecidas salen a las calles de las ciudades
para exigir que se cumpla ya la sentencia de la “justicia”. Aunque Bergoglio
recibió una carta de la víctima de un grado de odio religioso apenas concebible
en otras latitudes, ha preferido no organizar una campaña mundial que podría
molestar a sus interlocutores musulmanes y perjudicar el “diálogo” que,
imagina, serviría para apaciguar a los islamistas.
Se equivoca. Por conmovedores, desde el punto de vista
occidental, que sean los gestos del Papa hacia quienes están huyendo de la
barbarie en Siria e Irak, en sociedades de valores muy distintos los toman por
síntomas de debilidad. La sensación de que los occidentales, antes tan
temibles, se han transformado en ovejas, es una de las causas principales del
resurgimiento de la militancia islámica. Los guerreros santos realmente creen
que les será dado triunfar sobre sus enemigos infieles. Confían en que, aun
cuando sean derrotados en los campos de batalla del Oriente Medio y África del
Norte, continuarán obteniendo una concesión tras otra en la yihad blanda que
sus aliados menos violentos están librando en los partidos políticos y
tribunales de los países tecnológica y económicamente más avanzados.
Con el apoyo de personajes como Bergoglio y el presidente
estadounidense Barack Obama, han conseguido instalar la idea de que el islam
forme una parte fundamental de la cultura europea y norteamericana y que a los
demás les corresponde adaptarse a la situación así supuesta. Por cierto, a esta
altura no sería del todo ridículo prever que resulte profética la novela
“Sumisión” del francés Michel Houellebecq en que sus compatriotas, asustados
por la posibilidad de que la “ultraderechista” Marine Le Pen conquiste la
presidencia, votan mayoritariamente por un musulmán “moderado” que, con la
aquiescencia, entre resignada y entusiasta, de las elites, reemplaza el código
legal antes imperante por otro basado en la ley islámica.
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