Por Manuel Vicent |
Una pareja joven y sin duda adinerada tiraba de un carrito
por los pasillos de un supermercado de lujo e iba alargando las cuatro manos
hacia las estanterías, que contenían todas las delicatessen imaginables para el paladar más exquisito. En el fondo del carrito se extendía ya un jamón pata negra
deshuesado y sobre él habían comenzado a caer distintas carnes y embutidos,
patés, angulas y demás mariscos, vinos y licores sacados por el empleado de vitrinas
cerradas bajo llave, frutas traídas de países exóticos, cafés de distinta
marcas y otros caprichos envasados en papel dorado.
A la pareja le seguían dos criaturas adorables, un niño y
una niña, bostezando. Dada la naturalidad con que acaparaban todo cuanto les
apetecía, daban la sensación de que no sabían nada de cuanto sucedía en este
perro mundo.
En la puerta del supermercado una mendiga rumana no pedía
dinero. Solo quería que le compraran un pollo, porque tenía hambre y el dinero
debería entregarlo por fuerza al patrón.
Hace unos años este establecimiento se hallaba repleto de
clientes exultantes, pero la crisis lo había dejado casi deshabitado, por eso
no se podía saber si esta pareja era superviviente de aquel enloquecido festín
o tal vez era el heraldo de una nueva clase de jóvenes millonarios bronceados
en campos de golf, propietarios de negocios informáticos insospechados.
“¿Te apetece algo más, cariño? ¿No se te olvida nada?”, le
preguntó el joven de oro a la mujer.
Se había olvidado de algo fundamental, que daba sentido a
tanta lujuria. La mujer se alejó por un pasillo y poco después regresó cargando
con el producto principal del capitalismo, un enorme paquete que contenía 20
rollos de papel higiénico blando color de rosa y con él los niños muy felices
coronaron el carrito rebosante de bienes.
A continuación la caja registradora comenzó alegremente a
sonar.
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