Fotografía de la ocupación alemana de París en 1940, sobre una foto actual. (© Julien Knez) |
Por Juan Mascardi
Cuando conocí París no
existían ni las selfies ni Google ni Facebook. Sólo los libros. Los manuales de
uso. Los mapas en papel. Y así, en el medio de una plaza que no recuerdo su
nombre cerré el libro con brutal benevolencia y me perdí.
Poco a poco las palabras comienzan a desfilar al compás de
una melodía suave. Están todas amontonadas y me miran fijo. Se codean entre sí
y se muerden los labios para contener las carcajadas. Yo nado en frases que se
debaten entre un francés ilegible y un castellano medieval. Las consignas del
Mayo Francés cabalgan sobre el sombrero de Napoleón y el exilio de Cortázar
gambetea con la elasticidad de Platini. Las palabras me siguen mirando con una
atención exagerada. Íntimamente saben que en el momento de mi elección me
inclinaré por la menos adecuada, que fallaré como de costumbre. Ellas continúan
con su enroque eterno, con su metamorfosis literaria. Disfrutan de mi error por
anticipado. Disfrutan con un placer ridículo.
Intento abrir el libro pero sus tapas–compuertas están
selladas y clausuradas por mí mismo. Por un instante pienso que nadie me sacará
del embudo en donde giro como un trompo, impulsado por una fuerza anónima que
me muestra una pared escrita con millones de palabras que se convierten en una
sola: en la novela de mi vida, que desnuda el futuro convertido en pasado. Veo
cómo mi propio nacimiento canta una canción de cuna para dormir a la muerte, y
a su vez mi muerte le convida con somníferos envueltos en papel de caramelo.
Mientras Baudelaire me hace cosquillas en los pies con su
poesía, el gran Leonardo trata de retratar mi gesto alcohólico antes de que me
guillotinen los próceres de la revolución. Hemingway redacta el acta de
defunción, cuando, a último momento, Sartre convence a Descartes de que me
despierten. Con la ayuda de un De Gaulle todavía excitado por el triunfo me
zamarrean violentamente y por fin me repongo.
Tiemblo, tirito y vuelo sobre las palabras que ahora me
miran desde ese maldito libro abierto. Me miran desde esa especie de hijo que
no hace ni dos meses que lo parí en París. Aunque las recorro por primera vez,
las calles de París me resultan familiares. Tal vez de otra vida o de los
sueños. Tal vez de los libros, ésos que me aliviaron. Algún día conocerás La
Francia, me decía. ¿Y qué tiene que no tenga Argentina? Es el aroma, la magia
de los rincones, pero nunca te olvides de que París es como un buen vino, hay
que saborearlo despacio, retenerlo en el paladar, acariciarlo y beberlo
suavemente.
La nostalgia de su exilio, después de la Segunda Guerra,
siempre se plasmó en sus dichos que ahora retumban como ecos a cada paso. La
Ciudad Luz me provoca y me invita a un juego lento de seducción. Se desnuda sin
pudor delante mis ojos que observan con minuciosidad cada recoveco, como si
fueran prendas femeninas que se dejan caer en una persiana americana.
Camino, respiro, bailo, salto, como, amo, juego y vuelvo a
mirar, a devorar con los ojos, con el cuerpo, con algo que se parece al alma.
Misteriosamente siento que mi tormento se apacigua como nunca antes en la vida.
¿Será esto la felicidad? Es una sensación de fogosa frescura. Como un vaso de
leche a la madrugada después de una noche de alcohol y humo. Ya no coordino mis
movimientos, sino que éstos se guían por otras señales, otros estigmas.
En un impecable plano secuencia aparece un uruguayo de
pasado tupamaro, me saluda y reconoce mi nacionalidad porque llevo puestas las
clásicas Topper blancas. En la Plaza de la Bastilla un recital de jazz fusión
grita a los cuatros vientos en contra de la discriminación racial. En el Barrio
Latino el aroma a café y literatura se confunde con verdulerías callejeras,
panqueques y artistas a la gorra, el Lido, el teatro de La Ópera, el Arco de
Triunfo, Notre Dame, Monmartre, el Pompidou, la moda top, la exageración del
perfume, la afortunada y poco dócil Torre Eiffel, las sombras que juegan a las
escondidas y el Museo del Louvre.
Cinco pirámides de cristal. Una gigantesca en el medio y las
restantes marcando los puntos cardinales. El Louvre y su porte me dan la
bienvenida. Alfombras rojas de gala, enormes columnas vertebrales, antigüedades
romanas y griegas y un laberinto que solamente mis piernas pueden develar.
Etéreo y fantasmal traspaso paredes y pinturas, esculturas y recepcionistas,
hasta quedar en frente de La Maravilla. La miro y me mira. Ella sabe que la
miro. Yo sé que ella sabe que la miro. Pero ella sabe que yo sé que ella sabe
que la miro.
Vida propia y ajena. Vida de Leonardo y de la luna. Un gesto
que son todos los gestos al mismo tiempo. Universal y pagana. Majestuosa y
cotidiana. No importa por cuánto tiempo, el tiempo es una cuestión de
subjetividad, de punto de vista. Aunque más no sea por un flash, efímero y
eterno.
Flash, relámpago artificial. Me deja ciego. Uno, mil,
millones de flashes. Por una de las puertas laterales ingresa un tour de
cuarenta japoneses “saca foto” con sus artefactos electrónicos robotizados y
autómatas colgados de cuellos percheros. Turistas: extraña raza caníbal de
instantáneas. Me empujan, me pisan, me trepan. Tengo a dos colgados de mis hombros
que no paran de registrar la ahora expresión elástica en sus videocámaras. Me
tiran al piso y comienzan a saltar. Todo es blanco. Por los flashes y por los
pochoclos.
Me resigno. Levanto la bandera blanca pero basta, por favor.
Pestañeo lento y trato de contener la respiración entrecortada. Alzo la vista y
la veo distinta. Monna refriega sus ojos. De pronto el cabello comienza a
teñirse de rubio y sus rasgos se transforman en los de una muñequita tipo
Barbie. De abajo de su falda saca un espejo y un lápiz labial. ¡Pero esa no es
Claudia Schiffer! En medio de la sala emerge una pasarela y ella sale del
cuadro para desfilar plásticamente. A los japoneses se les sumó un grupo de
canadienses. Baten palmas y emiten silbidos. Ladran, degluten. Yo me arrastro.
Me hundo y me arrastro hasta la puerta de lo que ahora me parece un shopping.
Afuera llueve torrencialmente. Trato de entrar en razón.
Casi sin querer, ingreso en un bar y el mozo me alcanza la carta. Giro mi
cabeza ciento ochenta grados, y a pesar de las facciones tan disímiles de las
personas que allí se encuentran me parece que poseen algo en común. Todos
hablan idiomas diferentes y yo escucho el total de las conversaciones a la vez.
Aunque sólo domino el español y el francés, curiosamente comprendo sus
diálogos. Dos alemanes juran haber visto un centenar de cigüeñas montadas por bebés
sobrevolando el Arco de Triunfo. Un coreano pretende venderle a un productor
televisivo una grabación donde se ve a un jorobado acariciando el lomo de una
gárgola en Notre Dame. Un señorito inglés asegura haber dialogado con Napoleón
en las afueras del Palacio de Versalles. Trato de evadirme de tanto delirio de
realidad, leyendo el menú; pero al intentarlo las palabras comienzan un juego
propio. Rotan y se mueven con libertad. Una especie de ta–te–tí con códigos
internos. Enroque eterno, metamorfosis literaria. Ríen, no contienen las
carcajadas. Me miran de reojo y forman una frase. “En París, como en la vida,
todo existe a la medida de la imaginación de cada uno. Hasta las sombras que
provoca la Ciudad Luz tienen vida propia”.
Cerré la carta con brutal benevolencia y me perdí.
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