Por Arturo Pérez-Reverte |
Es cada vez más frecuente que los informativos de la tele,
sobre todo TVE, antes de mostrar alguna imagen relacionada con alguna tragedia,
dispongan que el presentador o presentadora pongan cara muy seria, hagan una
pausa dramática, y acto seguido digan: «Les
advertimos que las imágenes que van a ver son muy duras».
Y cuando en casa,
alarmado por la advertencia, el espectador se apresura a sacar a los niños de
la habitación, tapar los ojos de su esposa y retener aire en los pulmones él
mismo, apartando la vista de la pantalla o poniendo a mano una caja de kleenex,
o bien, en otro tipo de sensibilidades, todo cristo en la casa se agolpa ante
el televisor, expectantes, disfrutando de antemano con lo que suponen una orgía
de violencia y sangre, el telediario de turno va y muestra desde muy lejos, en
un video de aficionado, cómo un policía mata a un delincuente, o al revés,
pegándole un tiro, con la precaución previa de haber pixelado, o emborronado, o
como se diga, la pistola del policía y la figura del fiambre. O pasan las
imágenes de casas reventadas por un atentado terrorista con sólo una manchita
de sangre en el suelo. O un niño llorando ante una alambrada turca. Cosas así.
Y después de haber emitido tan duras y bestiales imágenes, a salvo ya la
conciencia social de la tele de turno, pasa el telediario y ya se pueden
emitir, sin problemas ni sensibilidades heridas de nadie, una película de
zombies antropófagos, la secuencia inicial de Salvando al soldado Ryan o a la heroica chusma lancera de
Tordesillas acuchillando impunemente al desamparado toro de la Vega.
No voy a preguntarme si nos hemos vuelto gilipollas, porque
la respuesta ya la conozco. Y buena parte de ustedes, también. En efecto, nos
hemos vuelto gilipollas. Y vamos a más. Pero incluso en la gilipollez hay
grados y matices. Y en esto de la dureza de las imágenes televisadas, como en
tantas otras cosas, nos estamos pasando varios pueblos y una gasolinera. Porque
la vida -y me refiero a la vida real, no a la que algunos tontos del ciruelo se
empeñan en vendernos como tal- es bronca de cojones. A lo mejor no es así en el
metro de Barcelona, o en las terrazas de la Castellana, ni en la tomatina de
Buñol. Vale. Yo me refiero a los sitios donde la vida está verdaderamente
próxima a lo que es: un lugar incierto de horror y azar donde a cada momento
puede salir tu número. Ese lugar, o sea, la vida tal como es, se encuentra
lleno de imágenes duras, o muy duras, como dicen los de la tele. Lo que pasa es
que no queremos verlas. Preferimos mantenernos en la nube aséptica mientras
podamos, cerrando los ojos, o entornándolos, para no aceptar el hecho
contundente de en qué mundo de mierda vivimos. Para no herir nuestra delicada
sensibilidad. Y así vamos trampeando día tras día, empeñados en pasear por
Disneylandia. Hasta que el ratón Mickey se levanta el refajo, grita Alá Akbar y nos vamos todos a tomar por
saco.
Y todo eso, señoras y señores, niños, niñas y militares sin
graduación, conviene saberlo. Conviene recordarlo. Porque recordándolo vivimos
prevenidos, atentos al pajarito, preparados intelectualmente para pagar el
precio que la vida, a veces, o casi siempre, acaba por pasarnos como factura. Y
saber que las bombas descuartizan, que con los tiros se sangra, que el rostro
del dolor y la angustia poseen tal o cual matiz, que el cuerpo humano tiene
dentro cinco litros de sangre que se vacían a toda leche, es fundamental para
la conciencia del ser humano. Otra cosa es que los hijos de la grandísima puta
que viven del escándalo, de restregar por la cara el espanto para convertirlo
en cling-clang de caja registradora, deban ser controlados y vituperados cuando
se pasan en su catálogo de basura barata. Pero estamos hablando de dos cosas
distintas: del periodismo veraz, necesario, que obliga a mirar el horror cara a
cara, frente al oportunismo mercenario que sólo busca rentabilizar casquería
sin reparo (estoy autorizado a decir esto, pues en 1994 dimití públicamente de
un programa de TVE cuando pasó de ser una cosa a ser la otra). De mis tiempos
de reportero recuerdo las largas discusiones que, tanto en las guerras como en
las redacciones, teníamos sobre este asunto. Y siempre prevaleció la necesidad
de informar, sacudir conciencias, estremecer al espectador con la verdad de lo
que ocurría; con el no siempre fácil equilibrio entre informar y mostrar, sin
que eso fuera, o vaya, más allá de lo estrictamente necesario para que el
espectador sepa, asuma y comprenda. Porque, a menudo, para reflejar el horror
ni siquiera hacen falta cadáveres. Basta un plano de las botas de un reportero,
después de un bombazo, dejando huellas de sangre en el asfalto.
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