Por James Neilson |
Cuando asumen, todos los gobiernos quieren transformar el
poder político que acaban de conseguir en pujanza económica. El de Cristina
creyó que la mejor forma de hacerlo consistiría en reemplazar a la vieja
oligarquía por una burguesía nacional nueva encabezada por ella misma, para
entonces enseñarle al mundo que los admiradores del capitalismo liberal no
entendían nada. Al darse cuenta de que su “modelo” voluntarista no serviría
para mucho, la señora y sus acólitos se dedicarían a otra cosa.
Mauricio Macri es más humilde. No se imagina un
revolucionario capaz de liderar una rebelión mundial contra la ortodoxia
imperante. Quiere que la Argentina haga lo mismo que muchos otros países antes
pobres que han sabido prosperar, pero para lograrlo tendrá que convencer a los
demás de que valdrá la pena sacrificar el presente en aras del futuro.
No le será fácil. La sociedad argentina es muy conservadora.
Se resiste a cambiar. A muchos les asustan las reformas que serían necesarias
para que se adaptara al sistema competitivo que, desgraciadamente para quienes
sienten nostalgia por las variantes del corporativismo que, décadas atrás,
radicales y peronistas procuraban instalar en el país, ha resultado ser
incomparablemente más eficaz. Para desarmar a los defensores de intereses
creados que son incompatibles con los cambios que tienen en mente, Macri y Alfonso Prat-Gay, el primus inter
pares de los muchos economistas convocados por el gobierno, tendrán que ganar
una larga batalla cultural que apenas está en sus comienzos.
Aunque nadie pide a Macri, Prat-Gay y los demás que nos
regalen un plan quinquenal detallado como aquellos que encantaban a los
visionarios estalinistas, muchos ya están criticándolos por su presunto fracaso
comunicacional. Dicen que el país merecería tener un relato sencillo
que serviría para que la gente sepa adonde se proponen llevarlo. Tal exigencia
puede entenderse. Puesto que a pocos les gusta la incertidumbre, un relato
claramente fantasioso sería mejor que nada, pero parecería que los macristas,
ya aleccionados por la negativa de la inflación a comportarse como habían
pronosticado, prefieren no arriesgarse. Y, como el camionero Hugo Moyano les ha
recordado, previsiones aventuradas que resulten prematuras serán tomadas por
promesas incumplidas.
No es que los macristas hayan optado por dejar todo en manos
del mercado, esta entelequia inmanejable cuya conducta suele desconcertar a
quienes creen entender cómo funciona.
Es, más bien, que son conscientes de que en cualquier momento podrían
chocar contra obstáculos imprevistos que les obliguen a revisar sus cálculos,
como ya sucedió al privarlos las lluvias torrenciales que están inundando
amplias zonas del país de una parte del dinero que esperaba recibir del campo.
Sea como fuere, lo que ven los encargados de la economía
nacional en los meses próximos es una etapa dificilísima de reordenamiento,
seguida por otra más tranquila al moderarse la inflación y ponerse en marcha
“el aparato productivo” y, después, una prolongada etapa brillante en que la
Argentina, liberada por fin de las muchas trabas, políticas, burocráticas y
mentales que han frenado su desarrollo, recupere con rapidez el terreno que
comenzó a perder a inicios del siglo pasado. Parecería que, a su manera, la
mayoría comprende lo que se han propuesto los macristas, pero aún no se siente
totalmente convencida de que sea alcanzable, lo que no es demasiado
sorprendente; no sólo los kirchneristas, sino también muchos otros creen que
los únicos beneficiados por la economía del mercado son los ricos.
Fronteras afuera, las actitudes o, si se prefiere, los
prejuicios, son distintos. El esquema
previsto por Macri cuenta con la aprobación entusiasta de la elite mundial, de
mandatarios como Barack Obama y François Hollande, empresarios riquísimos y
gurúes renombrados que tienen motivos de sobra para querer que la Argentina
salga de su modorra ya casi secular para desempeñar un papel positivo en un
mundo en que ya hay demasiados Estados fallidos. Pero, claro está, tales
personajes no tendrán que soportar los ajustes dolorosos que serán necesarios
para que el proyecto macrista resulte ser algo más que otro cuento de hadas del
tipo que, con cierta frecuencia, ha terminado defraudando a quienes lo tomaban
en serio.
La parte más dura le corresponderá a los muchos que, hasta
nuevo aviso, tendrán que conformarse con ingresos reales más magros que los
percibidos en la fase final del kirchnerato. A menos que el gobierno logre
convencerlos de que está trabajando para todos, no para una minoría de
privilegiados, no le será fácil llegar intacto a la segunda etapa, para no
hablar de la tercera. Si bien pocos días trascurren sin que los macristas
anuncien más medidas destinadas a hacer más llevaderos los ajustes para los ya
atrapados en la pobreza estructural y los que corren peligro de acompañarlos,
el impacto político de planes como el de “primer empleo” ha sido escaso, en
parte porque las hazañas de los cazacorruptos están acaparando la atención de
medios propensos a tratar bien al oficialismo y también porque los sindicatos
anteponen la defensa de los derechos adquiridos de afiliados que ya tienen
trabajo a los intereses de jóvenes que podrían permanecer excluidos de por vida
de la economía formal.
Pero no sólo se trata del escepticismo de los francamente
comprometidos con las ruinosas tradiciones socioeconómicas que tanto han
perjudicado al país. A veces parece que, para Macri, el enemigo a batir es el
empresariado. Con ingenuidad, suponía que lo vería como uno de los suyos y que
por lo tanto los empresarios colaborarían con su proyecto aun cuando tuvieran
que operar a pérdida por un rato, reduciendo los precios de sus productos,
oponiéndose a los despidos y, desde luego, invirtiendo muchísima más plata en
sus negocios
No se le ocurrió que, con escasas excepciones, los
empresarios locales serían tan corporativistas como los sindicalistas y el
grueso de los políticos. Distan de ser “neoliberales”. Casi todos son
proteccionistas; desde su punto de vista, toda competencia es desleal por
antonomasia. En cuanto a la idea de que debieran prepararse para conquistar
mercados en el exterior como hacen sus homólogos norteamericanos, europeos,
japoneses y surcoreanos, les parece poco patriótica.
Estarán en lo cierto los muchos que señalan que la Argentina
posee recursos naturales y humanos suficientes como para ser un país muy
próspero en que hasta los pobres disfrutarían de un grado envidiable de
bienestar material, pero en nuestro mundo suponerse destinado a ser rico dista
de ser una ventaja. La convicción de que el país nada en dinero y que si un
gobierno no lo gasta es porque quiere hambrear al pueblo está en la raíz de sus
reiterados fracasos socioeconómicos. Igualmente nefasta ha sido la convicción,
formulada en una oportunidad por el sociólogo brasileño Helio Jaguaribe y
repetida por Eduardo Duhalde, de que “la Argentina está inexorablemente
condenada al éxito”, de suerte que no le será necesario esforzarse. Como a esta
altura sabemos muy bien, ningún país tiene el éxito asegurado.
Puesto que los macristas son tan reacios como los demás a
actuar como gobernantes de un país pobre en que los recursos escasean y hay que
usarlos con parsimonia, y también por temor a lo que dirían políticos y
sindicalistas de ideas tradicionales, ya se han comprometido a gastar más de lo
que, dadas las circunstancias, podría considerarse aconsejable. Rezan para que
sus admiradores norteamericanos, europeos, japoneses y, tal vez, chinos aporten
el dinero que necesitarán para que no tengan que protagonizar otro desastre
atribuible al optimismo excesivo. Tal estrategia no carece de riesgos. Puede
que sean hipócritas aquellos populistas que les advierten que si el país se
endeuda nuevamente hasta el cuello las consecuencias serían terribles, pero
ello no quiere decir que se hayan equivocado.
¿Está el país por recibir el tan ansiado tsunami de
inversiones productivas? Es factible. La reacción de los mercados, es decir, de
una multitud variopinta de inversores con sus cuarteles generales en Nueva York
y Londres, ante la salida del país del default más reciente mostró que en su
opinión la Argentina es un país llamativamente promisorio. En vísperas del fin
formal del aislamiento financiero, el gobierno logró vender una cantidad
descomunal de bonos. Pudo haber conseguido mucho más; la oferta alcanzó casi 70
mil millones de dólares, de los que el gobierno aceptó 16,5 mil millones. Tal
reacción se habrá debido menos a la fe que tienen los políticos del mundo
desarrollado en Macri o el respeto que es de suponer sienten por el
profesionalismo de Prat-Gay que a la falta de alternativas. Las tribulaciones
del Brasil, la sensación de que otros “emergentes” en América latina, África y
Asia podrían verse en apuros porque se endeudaron mucho en los años de dinero
barato, y, desde luego, tasas de interés más elevadas que las habituales hoy en
día, han contribuido a hacer creer que la Argentina podría resultar ser una
excepción en un panorama internacional deprimente. Puede que ayude la costumbre
nacional de hacer todo al revés; si la Argentina se las ingenió para
depauperarse cuando docenas de países menos dotados se enriquecían, podría
ponerse a crecer con rapidez cuando se frenan otros que, hasta hace poco,
parecían más dinámicos.
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