Por Fernando Savater |
Siempre oí repetir que la enseñanza debe ser “crítica”. Nada
de memoria, nada de llenar la cabeza de datos (¡se encuentran en Internet!),
nada de que el maestro hable desde la tarima y los demás callen tomando
apuntes, nada de asignaturas sin relación con la vida cotidiana (¿como las
matemáticas, la historia o la gramática?) y nada de dar por hecho que uno sabe
y los demás no.
¡Crítica ante todo! ¡El aprendizaje debe ser crítico, si me
apuran más crítico que aprendizaje! ¿Qué es lo que hay que aprender? Pues
aprender a aprender, a ser críticos con lo que pretenden enseñarnos.
Cuando el maestro anticuado profiere como irrefutable
cualquier tópico viejuno, v. gr. “París es la capital de Francia”, el alumno debe
propinarle un certero “¡Eso lo dirás tú!”. Seguro que le desconcierta…
Abracé dócilmente esta rebeldía, hasta darme cuenta de que
los críticos más contundentes son quienes mejor han aprendido aquello de lo que
se habla: por plácido que sea su talante, los que saben aritmética no aguantan
a los que dicen que dos y dos son cinco. Y tienen sus razones.
Son precisamente esas razones las que deben enseñarse en la
escuela, porque con ellas vendrá por añadidura el espíritu crítico, que no es
simple afán de contradicción.
Dos libros recientes, La
conjura de los ignorantes (ed. Pasos Perdidos), de Ricardo Moreno Castillo,
y Contra la nueva educación (ed.
Plataforma Actual), de Alberto Royo, defienden esta asombrosa doctrina, la de
siempre, y con ella el esfuerzo estudioso, el orden en el aula y el magisterio
de los profesores, que no deben ser meros colegas lúdicos ni animadores
emocionales de la comuna escolar.
Y lo hacen de modo muy divertido: quien mañana ocupe la
cartera de Educación hará bien en leerles.
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