lunes, 23 de mayo de 2016

ENTREVISTAS / MANUEL FRAIJÓ

“La esperanza es una dimensión esencial 
de los seres humanos”

Manuel Fraijó: "La humanidad está dispuesta a "durar", a no rendirse nunca
ante las catástrofes".
Por Pilar Gómez Rodríguez

Hablando en grueso, Manuel Fraijó sostiene lo que Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: que filosofía y religión son enemigas. Enemigas íntimas, pues se necesitan para alimentarse, diferenciarse, para vivir al fin. A sus relaciones Fraijó ha dedicado todo su trabajo, gran parte de su vida, sin dejar de lado otros temas como la esperanza o el sufrimiento. 

En la introducción de su compilación Filosofía de la religión, por ejemplo, se mencionaban las tragedias del momento: la antigua Yugoslavia, Somalia… También la pregunta por la posibilidad de la filosofía en tiempo de dolor. Sobran las consideraciones sobre si es posible o no. Es necesaria. Sea.

-¿Qué fue antes: el ser humano o el sentido religioso?
-En sentido estricto, solo el ser humano posee religión. El sentido religioso irrumpe en el universo con la aparición del ser humano. A no ser que atribuyamos sentido religioso a los animales; algunos muestran una especie de duelo cuando los suyos enferman o mueren. Pero técnicamente no llamaríamos religión a estos sentimientos. Ningún animal se pregunta por el sentido de la vida ni se encara con los retos del futuro; tampoco hay animales “kantianos” que se pregunten qué pueden saber, qué deben hacer, o qué les cabe esperar; no indagan sobre su propia identidad, son incapaces de decir “yo”. El sentido religioso es característico del ser humano. Solo él se siente sobrecogido, para aludir de nuevo a Kant, por el cielo estrellado que le cobija y por la ley moral que percibe dentro de sí. Solo él invoca y da gracias a un Ser Superior, al que primero denominó “Misterio” y más tarde “Dios”. Dios ha llegado tarde a la historia de las religiones. En cambio, el sentido religioso parece haber despertado pronto. Los historiadores de las religiones están de acuerdo en que “hasta el mísero hombre de Neanderthal”(E.O. James) contaba ya con una creencia genuinamente religiosa: una vida más allá de la tumba. Y la imaginaban como quería Unamuno: lo más parecida posible a la vida terrena. De ahí que equipase a sus difuntos con el alimento y los enseres que aquí habían necesitado en esta.

-A la vista de los conflictos que históricamente y hasta hoy han provocado las religiones, ¿viviríamos mejor sin ellas?
-No sé qué problemas de los muchos que nos agobian se solucionarían con la desaparición de las religiones. Le doy vueltas cada vez que me encuentro con críticas exacerbadas, muchas veces justificadas, de las religiones. Es posible que desapareciera la violencia generada por motivos religiosos, pero ni siquiera de ello estoy seguro, dado que la violencia raramente es hija de un solo padre. Desaparecido el factor religioso, permanecería el económico, político, territorial, ideológico, etc. Nos quedaríamos sin religión, pero nos seguiría acompañando la violencia. Y es que la violencia es un triste privilegio humano; no se da en la etología, sino en la antropología. Los animales poseen agresividad, pero no ejercen actos de violencia; limitan su agresividad a buscarse el sustento y a establecer una jerarquización para el apareamiento. Los humanos, en cambio, somos capaces de practicar la violencia sin límite. El ser humano, escribió Aranguren, “es lobo para el hombre, lo que no es el lobo para el lobo”. Nuestra dilatada historia lo muestra ampliamente. Hasta lo sagrado se convirtió en fuente de violencia. El Dios judeo-cristiano es “el Dios de los ejércitos”, proclive a la ira y a la cólera. Pero las religiones se habrían extinguido hace mucho si su fuerte fuese solamente el provocar conflictos. Si existen unas diez mil religiones, a las que pertenece el 90% por ciento de la humanidad, es, creo, porque en ellas abunda más lo positivo que lo negativo. Decía R. Otto que ninguna religión debería desaparecer antes de haber dado lo mejor de sí misma. Y en ello estamos: ninguna religión ha dado aún lo mejor de sí misma (nos ocurre igual a las personas, a las culturas, a los pueblos). De ahí que el filósofo E. Bloch repitiera una y otra vez que “lo que existe no es aún verdadero”. Quería decir que le falta lo que será en el futuro, las latencias y potencias ocultas que un día desplegará. Evocaba al homo absconditus, al ser humano escondido, en camino hacia horizontes nuevos, utópicos.
Las religiones son comunidades narrativas de acogida que ayudan a vivir y morir digna y esperanzadamente a sus miembros. Son proyectos de sentido en un mundo en el que estos escasean. Las grandes religiones, las milenarias, han llegado a formar un todo con las culturas en las que se encarnan. La India, por ejemplo, no sería la India sin el budismo y el hinduismo. De ahí que hayan fracasado los intentos de suprimir las religiones.

-Usted ha conocido y conoce a los más importante teólogos del mundo. ¿Qué rumbo cree que tomará la teología en un futuro no muy lejano?
-No soy optimista. Me explico: en distintas universidades de Austria y Alemania escuché y conocí a algunos de los grandes teólogos católicos (K. Rahner, J.B. Metz, W. Kasper, H. Küng) y protestantes como W. Pannenberg (sobre quien hice la tesis doctoral), J. Moltmann, E. Käsemann o E. Jüngel. Sucedían a grandes maestros: K. Barth, P. Tillich, R. Bultmann. Pero a ellos, todos ya jubilados y algunos fallecidos, no les han sucedido grandes figuras. Hay, por supuesto, profesores de teología, pero no grandes teólogos. El dato es importante. A su vuelta de un viaje por Latinoamérica, el teólogo W. Pannenberg elogió el compromiso social de los cristianos que había conocido. Y añadió: “Pero, si se les pregunta qué es el cristianismo, enmudecen”. La teología es la encargada de que no se produzcan esos silencios. Está llamada a seguir explicando qué es el cristianismo, a que el desgaste del tiempo transcurrido no desdibuje la esencia de la fe cristiana. Desde el principio hubo teólogos, doctores, en el cristianismo. No olvidemos que la fe cristiana no irrumpió solicitando para Jesús de Nazaret una hornacina junto a los dioses del  panteón grecorromano del momento. Se atrevió, más bien, a proclamar que Jesús era el “Logos”, la Palabra, el Sentido. De esta forma quedaba establecida una relación con la filosofía y con la teología que desde entonces se ha continuado.
En casi todas las épocas le salieron al cristianismo grandes teólogos y filósofos. Sería grave que la generalizada flojera intelectual hiciera mella en la teología. Y se trata de algo que, en mi opinión, ya está ocurriendo.
Una última precisión: a veces he escuchado a cristianos bien intencionados decir que Ignacio Ellacuría y sus compañeros asesinados en El Salvador “murieron por la teología de la liberación”. No es correcto. No murieron por la teología de la liberación, sino por la liberación a secas. Ninguna teología merece que alguien muera por ella; todas las teologías, en cuanto articulaciones históricas de la fe en una determinada época, son cambiantes y perecederas. Lo importante no es quedarse sin una determinada teología, sino quedarse sin ninguna teología.

-Usted fue sacerdote, dejó de serlo… En su vida personal, ¿qué le ha enseñado la religión? ¿Para qué le ha servido?
-Sí, fui sacerdote jesuita. El haber pertenecido a una gran orden religiosa siempre deja huella. En mi caso, creo que nunca he dejado “por completo” a la Compañía de Jesús. Pasé en ella años decisivos de mi vida en los que recibí la espiritualidad ignaciana y una formación intelectual que, independientemente de lo que yo asimilara, era sólida y bastante cosmopolita. Se facilitaba el acceso a una “fe ilustrada” como la que, por ejemplo, transmitía en sus clases, en la universidad de Münster, el jesuita  K. Rahner, uno de los maestros que más profunda huella me dejaron. En España tuve el privilegio de ser discípulo y amigo de José Gómez Caffarena, jesuita también y filósofo de la religión, siempre a la búsqueda de una fe pensada y sentida al mismo tiempo. Tal vez fue él quien despertó mi vocación hacia la filosofía de la religión, a la que he dedicado mi investigación y docencia en la UNED.  
A la pregunta sobre lo que me ha enseñado la religión y para qué me ha servido... No lo sé exactamente. Algunos de mis amigos y antiguos compañeros no se consideran ya “de religión cristiana”, sino de “cultura cristiana”. Yo no creo haber dado ese paso. Mi apego a la religión cristiana es grande. Eso sí: me considero más “técnico” que “testigo” de la fe cristiana. Entiendo por “técnico” el investigador, el conocedor (en la pobre medida en que este conocimiento es posible). “Testigo”, en cambio, es el implicado personalmente, el practicante, el medularmente concernido. A eso no llego. Suelo decir que me considero un “técnico cercano y afectuoso” del cristianismo. En cierta ocasión comenté con K. Rahner la distinción entre “técnico” y “testigo”. “A lo mejor también  yo soy solo un técnico”, me dijo. En su caso no era cierto. A su muerte, algunos teólogos lo llamaron “el mayor testigo de la fe cristiana del siglo XX”.

-¿Cuál es el mejor lugar para enseñar religión: la casa, la escuela, la universidad, los templos?
-En la escuela y en la universidad se debería enseñar, creo, la “religión pensada”, es decir,  las bases históricas y teóricas de las principales religiones, no solo del cristianismo. M. Müller ha dicho que “quien conoce solo una religión no conoce ninguna”. No es cierto. Como también se ha dicho (A. v. Harnack) que “quien conoce el cristianismo conoce todas las religiones”. Se mofaba Giordano Bruno de los que creen “que no vuelan por el aire más pájaros que los que ha visto pasar desde su pequeña ventana”. No es que el cristianismo sea una ventana pequeña, pero es solo eso, una ventana, y hay muchas más. La casa y los templos son tal vez los lugares más apropiados para una aproximación cordial a la “religión sentida”, a la fe expresada en cultos y símbolos. La casa y los templos son lugares catequéticos.

-¿En qué se diferencia la esperanza de los no creyentes de la de los creyentes? ¿O es básicamente la misma?
-La esperanza parece haber acompañado siempre a los seres humanos. La humanidad ha dado muestras suficientes de que, como quería Spinoza, está dispuesta a “durar”, a no rendirse nunca ante las catástrofes. Adorno escribió que “el secreto de la filosofía de Kant es la imposibilidad de pensar la desesperación”. Huyendo de la desesperación, creó Kant sus tres hermosos postulados: libertad, Dios, inmortalidad. Y en la primera página de su monumental El principio esperanza, escribió Bloch: “Lo importante es aprender a esperar”. En días como los nuestros, cuando se contempla, por ejemplo, el terrible drama de los refugiados, hasta la reflexión sobre la esperanza se vuelve desesperanzada. Causa asombro que los seres humanos, tan limitados en todo, tengamos que sufrir sin límite. Uno se acuerda de la desalentadora frase de Camus: “Lo importante es pensar con claridad y abandonar toda esperanza”. Parece estar de acuerdo con los antiguos griegos, que se ponían en guardia cuando oían hablar de esperanza. Platón pensaba que se trataba de un don ambiguo y peligroso. Temía que la esperanza nos orientase hacia el futuro en detrimento del cuidado del presente. La esperanza es, pues, una dimensión esencial de los seres humanos, sean estos creyentes o increyentes. La diferencia vendría dada por el hecho de que los creyentes no limitan su esperanza al aquí y ahora, sino que esperan que tras la muerte, habrá nuevos escenarios.

-¿Se puede vivir sin esperanza?¿Cuál es la suya?
-Sin esperanza no sería posible la vida; no se habría inventado ni la bicicleta. A pesar de sus repetidos fracasos, mueve el mundo. Según Bloch, lo grande de la esperanza es que sabe de frustraciones, las conoce, las soporta y las vence. A pesar de ellas, siempre nos dirigimos “a casa”, según Bloch, hacia una casa laica de la esperanza, hacia una “patria de la identidad” humanista, acogedora y cálida. ¿Cuál es mi esperanza? No creo que se diferencie de la de quien me hace la pregunta. Hegel escribió que “la historia no es el terreno para la felicidad”. La llegó a definir como un “matadero”. Me gustaría que la historia desmintiera a Hegel, pero desgraciadamente parece darle la razón, al menos a grandes trechos. Ni siquiera nos hemos enterado aún de que “el estómago es la primera lámpara que reclama su aceite” (Bloch). El hambre, especialmente la de los niños, es el principal y más urgente problema filosófico-teológico  que conozco. El sufrimiento de los que solo con su llanto saben decir que sufren, de los niños, fue siempre mi principal obstáculo para creer en la bondad de Dios. Dada la magnitud de las causas perdidas, me gustaría, como a Kant, que fuesen posibles escenarios futuros en los que se equilibrase la balanza, en los que a la gente buena no le fuese tan mal, en los que coincidiesen virtud y felicidad.

-Tiene palabras muy emocionantes para sus amigos Quintín Racionero, José G. Caffarena, Hans Küng… ¿Qué significa la amistad para usted?
-Yo diría que me ha ido muy bien con la amistad. Tengo muchos y grandes amigos y amigas. A algunos de ellos apenas los veo, pero sé que están ahí, que me quieren y que los quiero. Eso sí: si me preguntáis qué es para mí la amistad, apenas sabría responder. Son amigos aquellos con los que me siento bien y a los que acudo en los buenos y malos momentos; los que me aceptan como soy, mostrando comprensión hacia mis puntos débiles. Con frecuencia he experimentado que casi todas las personas son mejores que su fama. Tal vez un buen indicador del lugar de los amigos en mi trayectoria personal sea que la última parte de mi libro A vueltas con la religión lleva por título “En favor de los amigos”. Allí trazo las semblanzas vitales e intelectuales de A. Fierro, W. Pannenberg, H. Küng, J. Gómez Caffarena y J. L. López Aranguren. En repetidas ocasiones he colaborado en volúmenes de homenaje a amigos o he despedido en la prensa a otros que ya se fueron, como Quintín Racionero.

-“En el tema del mal nunca hice progresos; he ido de espanto en espanto”, decía en 2005. ¿Sigue así, sin progresos?
-Sí, sin progresos, de espanto en espanto. Dado que el mal en el mundo no ha disminuido, tampoco mi espanto ha experimentado variación. La concatenación entre Dios y el mal es bien paradójica. En un primer momento, el mal se convierte en la gran objeción contra su existencia. Pensadores de todos los tiempos consideraron la existencia de un Dios bueno y omnipotente incompatible con un mundo en el que el mal es excesivo. Algo de mal –se concede– tal vez sea inevitable, pero “tanto...”. La queja inolvidable de Camus.
En un segundo momento, perplejos e impotentes ante tanto mal, postulamos, como Kant, otro escenario futuro que ajuste cuentas con este. Apelamos, como algunos padres de la Iglesia, a una venidera “finitud sanada” que compense tanta injusticia sufrida. El mal se convierte así, casi al mismo tiempo, en la gran objeción contra Dios y en la condición de su existencia. De otra forma: parece imposible, a la vista de tanto mal, que exista Dios; y sería terrible, a la vista de tanto sufrimiento, que no existiera. Continúo, pues, a vueltas con el mal.

-Heráclito decía: “A los hombres, tras la muerte, les aguardan cosas que ni esperan ni imaginan”. ¿Qué espera usted?
-Espero, esperaría, como Kant y la tradición cristiana en la que me muevo, un nuevo escenario en el que fuese posible la sanación de tantas heridas como esta vida deja abiertas. No sé qué querría expresar Heráclito. La filosofía habla de la inmortalidad del alma; el cristianismo;  de la resurrección; el budismo, del nirvana… Común a algunas filosofías y a casi todas las grandes religiones es la esperanza de un nuevo futuro, libre de las congojas del presente. Los primeros cristianos creían que solo los mártires, es decir, aquellos a los que la vida más duramente había tratado, resucitarían. Paulatinamente, la resurrección pasó a ser objeto de esperanza universal, tal vez porque aquellos primeros cristianos se dieron cuenta de que, en algún sentido, la vida –y la muerte– se encargan de que a todos se nos pueda aplicar la condición de mártires.

© Filosofía Hoy

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