“La esperanza es una
dimensión esencial
de los seres humanos”
Manuel Fraijó: "La humanidad está dispuesta a "durar", a no rendirse nunca ante las catástrofes". |
Por Pilar Gómez Rodríguez
Hablando en grueso,
Manuel Fraijó sostiene lo que Unamuno en Del
sentimiento trágico de la vida: que filosofía y religión son enemigas. Enemigas
íntimas, pues se necesitan para alimentarse, diferenciarse, para vivir al fin.
A sus relaciones Fraijó ha dedicado todo su trabajo, gran parte de su vida, sin
dejar de lado otros temas como la esperanza o el sufrimiento.
En la
introducción de su compilación Filosofía de la religión, por ejemplo, se
mencionaban las tragedias del momento: la antigua Yugoslavia, Somalia… También
la pregunta por la posibilidad de la filosofía en tiempo de dolor. Sobran las
consideraciones sobre si es posible o no. Es necesaria. Sea.
-¿Qué fue antes: el ser humano o el sentido religioso?
-En sentido estricto, solo el ser humano posee religión. El
sentido religioso irrumpe en el universo con la aparición del ser humano. A no
ser que atribuyamos sentido religioso a los animales; algunos muestran una
especie de duelo cuando los suyos enferman o mueren. Pero técnicamente no
llamaríamos religión a estos sentimientos. Ningún animal se pregunta por el
sentido de la vida ni se encara con los retos del futuro; tampoco hay animales
“kantianos” que se pregunten qué pueden saber, qué deben hacer, o qué les cabe
esperar; no indagan sobre su propia identidad, son incapaces de decir “yo”. El
sentido religioso es característico del ser humano. Solo él se siente
sobrecogido, para aludir de nuevo a Kant, por el cielo estrellado que le cobija
y por la ley moral que percibe dentro de sí. Solo él invoca y da gracias a un
Ser Superior, al que primero denominó “Misterio” y más tarde “Dios”. Dios ha
llegado tarde a la historia de las religiones. En cambio, el sentido religioso
parece haber despertado pronto. Los historiadores de las religiones están de
acuerdo en que “hasta el mísero hombre de Neanderthal”(E.O. James) contaba ya
con una creencia genuinamente religiosa: una vida más allá de la tumba. Y la
imaginaban como quería Unamuno: lo más parecida posible a la vida terrena. De
ahí que equipase a sus difuntos con el alimento y los enseres que aquí habían
necesitado en esta.
-A la vista de los conflictos que históricamente y hasta hoy han
provocado las religiones, ¿viviríamos mejor sin ellas?
-No sé qué problemas de los muchos que nos agobian se
solucionarían con la desaparición de las religiones. Le doy vueltas cada vez
que me encuentro con críticas exacerbadas, muchas veces justificadas, de las
religiones. Es posible que desapareciera la violencia generada por motivos
religiosos, pero ni siquiera de ello estoy seguro, dado que la violencia
raramente es hija de un solo padre. Desaparecido el factor religioso,
permanecería el económico, político, territorial, ideológico, etc. Nos
quedaríamos sin religión, pero nos seguiría acompañando la violencia. Y es que
la violencia es un triste privilegio humano; no se da en la etología, sino en
la antropología. Los animales poseen agresividad, pero no ejercen actos de
violencia; limitan su agresividad a buscarse el sustento y a establecer una
jerarquización para el apareamiento. Los humanos, en cambio, somos capaces de
practicar la violencia sin límite. El ser humano, escribió Aranguren, “es lobo
para el hombre, lo que no es el lobo para el lobo”. Nuestra dilatada historia
lo muestra ampliamente. Hasta lo sagrado se convirtió en fuente de violencia.
El Dios judeo-cristiano es “el Dios de los ejércitos”, proclive a la ira y a la
cólera. Pero las religiones se habrían extinguido hace mucho si su fuerte fuese
solamente el provocar conflictos. Si existen unas diez mil religiones, a las
que pertenece el 90% por ciento de la humanidad, es, creo, porque en ellas
abunda más lo positivo que lo negativo. Decía R. Otto que ninguna religión
debería desaparecer antes de haber dado lo mejor de sí misma. Y en ello
estamos: ninguna religión ha dado aún lo mejor de sí misma (nos ocurre igual a
las personas, a las culturas, a los pueblos). De ahí que el filósofo E. Bloch
repitiera una y otra vez que “lo que existe no es aún verdadero”. Quería decir
que le falta lo que será en el futuro, las latencias y potencias ocultas que un
día desplegará. Evocaba al homo absconditus, al ser humano escondido, en camino
hacia horizontes nuevos, utópicos.
Las religiones son comunidades narrativas de acogida que
ayudan a vivir y morir digna y esperanzadamente a sus miembros. Son proyectos
de sentido en un mundo en el que estos escasean. Las grandes religiones, las
milenarias, han llegado a formar un todo con las culturas en las que se
encarnan. La India, por ejemplo, no sería la India sin el budismo y el
hinduismo. De ahí que hayan fracasado los intentos de suprimir las religiones.
-Usted ha conocido y conoce a los más importante teólogos del mundo.
¿Qué rumbo cree que tomará la teología en un futuro no muy lejano?
-No soy optimista. Me explico: en distintas universidades de
Austria y Alemania escuché y conocí a algunos de los grandes teólogos católicos
(K. Rahner, J.B. Metz, W. Kasper, H. Küng) y protestantes como W. Pannenberg
(sobre quien hice la tesis doctoral), J. Moltmann, E. Käsemann o E. Jüngel.
Sucedían a grandes maestros: K. Barth, P. Tillich, R. Bultmann. Pero a ellos,
todos ya jubilados y algunos fallecidos, no les han sucedido grandes figuras.
Hay, por supuesto, profesores de teología, pero no grandes teólogos. El dato es
importante. A su vuelta de un viaje por Latinoamérica, el teólogo W. Pannenberg
elogió el compromiso social de los cristianos que había conocido. Y añadió:
“Pero, si se les pregunta qué es el cristianismo, enmudecen”. La teología es la
encargada de que no se produzcan esos silencios. Está llamada a seguir
explicando qué es el cristianismo, a que el desgaste del tiempo transcurrido no
desdibuje la esencia de la fe cristiana. Desde el principio hubo teólogos,
doctores, en el cristianismo. No olvidemos que la fe cristiana no irrumpió
solicitando para Jesús de Nazaret una hornacina junto a los dioses del
panteón grecorromano del momento. Se atrevió, más bien, a proclamar que
Jesús era el “Logos”, la Palabra, el Sentido. De esta forma quedaba establecida
una relación con la filosofía y con la teología que desde entonces se ha
continuado.
En casi todas las épocas le salieron al cristianismo grandes
teólogos y filósofos. Sería grave que la generalizada flojera intelectual
hiciera mella en la teología. Y se trata de algo que, en mi opinión, ya está
ocurriendo.
Una última precisión: a veces he escuchado a cristianos bien
intencionados decir que Ignacio Ellacuría y sus compañeros asesinados en El
Salvador “murieron por la teología de la liberación”. No es correcto. No
murieron por la teología de la liberación, sino por la liberación a secas.
Ninguna teología merece que alguien muera por ella; todas las teologías, en
cuanto articulaciones históricas de la fe en una determinada época, son
cambiantes y perecederas. Lo importante no es quedarse sin una determinada
teología, sino quedarse sin ninguna teología.
-Usted fue sacerdote, dejó de serlo… En su vida personal, ¿qué le ha
enseñado la religión? ¿Para qué le ha servido?
-Sí, fui sacerdote jesuita. El haber pertenecido a una gran
orden religiosa siempre deja huella. En mi caso, creo que nunca he dejado “por
completo” a la Compañía de Jesús. Pasé en ella años decisivos de mi vida en los
que recibí la espiritualidad ignaciana y una formación intelectual que,
independientemente de lo que yo asimilara, era sólida y bastante cosmopolita.
Se facilitaba el acceso a una “fe ilustrada” como la que, por ejemplo,
transmitía en sus clases, en la universidad de Münster, el jesuita K.
Rahner, uno de los maestros que más profunda huella me dejaron. En España tuve
el privilegio de ser discípulo y amigo de José Gómez Caffarena, jesuita también
y filósofo de la religión, siempre a la búsqueda de una fe pensada y sentida al
mismo tiempo. Tal vez fue él quien despertó mi vocación hacia la filosofía de
la religión, a la que he dedicado mi investigación y docencia en la UNED.
A la pregunta sobre lo que me ha enseñado la religión y para
qué me ha servido... No lo sé exactamente. Algunos de mis amigos y antiguos
compañeros no se consideran ya “de religión cristiana”, sino de “cultura
cristiana”. Yo no creo haber dado ese paso. Mi apego a la religión cristiana es
grande. Eso sí: me considero más “técnico” que “testigo” de la fe cristiana.
Entiendo por “técnico” el investigador, el conocedor (en la pobre medida en que
este conocimiento es posible). “Testigo”, en cambio, es el implicado
personalmente, el practicante, el medularmente concernido. A eso no llego.
Suelo decir que me considero un “técnico cercano y afectuoso” del cristianismo.
En cierta ocasión comenté con K. Rahner la distinción entre “técnico” y
“testigo”. “A lo mejor también yo soy solo un técnico”, me dijo. En su
caso no era cierto. A su muerte, algunos teólogos lo llamaron “el mayor testigo
de la fe cristiana del siglo XX”.
-¿Cuál es el mejor lugar para enseñar religión: la casa, la escuela, la
universidad, los templos?
-En la escuela y en la universidad se debería enseñar, creo,
la “religión pensada”, es decir, las bases históricas y teóricas de las
principales religiones, no solo del cristianismo. M. Müller ha dicho que “quien
conoce solo una religión no conoce ninguna”. No es cierto. Como también se ha
dicho (A. v. Harnack) que “quien conoce el cristianismo conoce todas las
religiones”. Se mofaba Giordano Bruno de los que creen “que no vuelan por el
aire más pájaros que los que ha visto pasar desde su pequeña ventana”. No es
que el cristianismo sea una ventana pequeña, pero es solo eso, una ventana, y
hay muchas más. La casa y los templos son tal vez los lugares más apropiados
para una aproximación cordial a la “religión sentida”, a la fe expresada en
cultos y símbolos. La casa y los templos son lugares catequéticos.
-¿En qué se diferencia la esperanza de los no creyentes de la de los
creyentes? ¿O es básicamente la misma?
-La esperanza parece haber acompañado siempre a los seres
humanos. La humanidad ha dado muestras suficientes de que, como quería Spinoza,
está dispuesta a “durar”, a no rendirse nunca ante las catástrofes. Adorno
escribió que “el secreto de la filosofía de Kant es la imposibilidad de pensar
la desesperación”. Huyendo de la desesperación, creó Kant sus tres hermosos
postulados: libertad, Dios, inmortalidad. Y en la primera página de su
monumental El principio esperanza, escribió Bloch: “Lo importante es aprender a
esperar”. En días como los nuestros, cuando se contempla, por ejemplo, el
terrible drama de los refugiados, hasta la reflexión sobre la esperanza se
vuelve desesperanzada. Causa asombro que los seres humanos, tan limitados en
todo, tengamos que sufrir sin límite. Uno se acuerda de la desalentadora frase
de Camus: “Lo importante es pensar con claridad y abandonar toda esperanza”.
Parece estar de acuerdo con los antiguos griegos, que se ponían en guardia
cuando oían hablar de esperanza. Platón pensaba que se trataba de un don
ambiguo y peligroso. Temía que la esperanza nos orientase hacia el futuro en
detrimento del cuidado del presente. La esperanza es, pues, una dimensión
esencial de los seres humanos, sean estos creyentes o increyentes. La diferencia
vendría dada por el hecho de que los creyentes no limitan su esperanza al aquí
y ahora, sino que esperan que tras la muerte, habrá nuevos escenarios.
-¿Se puede vivir sin esperanza?¿Cuál es la suya?
-Sin esperanza no sería posible la vida; no se habría
inventado ni la bicicleta. A pesar de sus repetidos fracasos, mueve el mundo.
Según Bloch, lo grande de la esperanza es que sabe de frustraciones, las
conoce, las soporta y las vence. A pesar de ellas, siempre nos dirigimos “a
casa”, según Bloch, hacia una casa laica de la esperanza, hacia una “patria de
la identidad” humanista, acogedora y cálida. ¿Cuál es mi esperanza? No creo que
se diferencie de la de quien me hace la pregunta. Hegel escribió que “la
historia no es el terreno para la felicidad”. La llegó a definir como un
“matadero”. Me gustaría que la historia desmintiera a Hegel, pero
desgraciadamente parece darle la razón, al menos a grandes trechos. Ni siquiera
nos hemos enterado aún de que “el estómago es la primera lámpara que reclama su
aceite” (Bloch). El hambre, especialmente la de los niños, es el principal y
más urgente problema filosófico-teológico que conozco. El sufrimiento de
los que solo con su llanto saben decir que sufren, de los niños, fue siempre mi
principal obstáculo para creer en la bondad de Dios. Dada la magnitud de las
causas perdidas, me gustaría, como a Kant, que fuesen posibles escenarios
futuros en los que se equilibrase la balanza, en los que a la gente buena no le
fuese tan mal, en los que coincidiesen virtud y felicidad.
-Tiene palabras muy emocionantes para sus amigos Quintín Racionero,
José G. Caffarena, Hans Küng… ¿Qué significa la amistad para usted?
-Yo diría que me ha ido muy bien con la amistad. Tengo
muchos y grandes amigos y amigas. A algunos de ellos apenas los veo, pero sé
que están ahí, que me quieren y que los quiero. Eso sí: si me preguntáis qué es
para mí la amistad, apenas sabría responder. Son amigos aquellos con los que me
siento bien y a los que acudo en los buenos y malos momentos; los que me aceptan
como soy, mostrando comprensión hacia mis puntos débiles. Con frecuencia he
experimentado que casi todas las personas son mejores que su fama. Tal vez un
buen indicador del lugar de los amigos en mi trayectoria personal sea que la
última parte de mi libro A vueltas con la religión lleva por título “En favor
de los amigos”. Allí trazo las semblanzas vitales e intelectuales de A. Fierro,
W. Pannenberg, H. Küng, J. Gómez Caffarena y J. L. López Aranguren. En
repetidas ocasiones he colaborado en volúmenes de homenaje a amigos o he
despedido en la prensa a otros que ya se fueron, como Quintín Racionero.
-“En el tema del mal nunca hice progresos; he ido de espanto en
espanto”, decía en 2005. ¿Sigue así, sin progresos?
-Sí, sin progresos, de espanto en espanto. Dado que el mal
en el mundo no ha disminuido, tampoco mi espanto ha experimentado variación. La
concatenación entre Dios y el mal es bien paradójica. En un primer momento, el
mal se convierte en la gran objeción contra su existencia. Pensadores de todos
los tiempos consideraron la existencia de un Dios bueno y omnipotente
incompatible con un mundo en el que el mal es excesivo. Algo de mal –se
concede– tal vez sea inevitable, pero “tanto...”. La queja inolvidable de
Camus.
En un segundo momento, perplejos e impotentes ante tanto
mal, postulamos, como Kant, otro escenario futuro que ajuste cuentas con este.
Apelamos, como algunos padres de la Iglesia, a una venidera “finitud sanada”
que compense tanta injusticia sufrida. El mal se convierte así, casi al mismo
tiempo, en la gran objeción contra Dios y en la condición de su existencia. De
otra forma: parece imposible, a la vista de tanto mal, que exista Dios; y sería
terrible, a la vista de tanto sufrimiento, que no existiera. Continúo, pues, a
vueltas con el mal.
-Heráclito decía: “A los hombres, tras la muerte, les aguardan cosas
que ni esperan ni imaginan”. ¿Qué espera usted?
-Espero, esperaría, como Kant y la tradición cristiana en la
que me muevo, un nuevo escenario en el que fuese posible la sanación de tantas
heridas como esta vida deja abiertas. No sé qué querría expresar Heráclito. La
filosofía habla de la inmortalidad del alma; el cristianismo; de la
resurrección; el budismo, del nirvana… Común a algunas filosofías y a casi
todas las grandes religiones es la esperanza de un nuevo futuro, libre de las
congojas del presente. Los primeros cristianos creían que solo los mártires, es
decir, aquellos a los que la vida más duramente había tratado, resucitarían.
Paulatinamente, la resurrección pasó a ser objeto de esperanza universal, tal
vez porque aquellos primeros cristianos se dieron cuenta de que, en algún
sentido, la vida –y la muerte– se encargan de que a todos se nos pueda aplicar
la condición de mártires.
© Filosofía Hoy
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