Por Luis Alberto Romero |
“Al Gobierno le falta un relato, una épica." El reclamo
-indicador de algún síndrome de abstinencia- no corresponde a la república que
queremos construir. Sin duda el Gobierno debe comunicar sus actos y mantener
informada a la opinión pública. Probablemente debería hacerlo mejor, realzar lo
que considera importante y explicar cómo cada decisión se articula con el plan
más general que proyecta. Pero no más que eso.
Las narrativas reclamadas
importan, y mucho, pues son constitutivas de una vida social en la que cada
conflicto incluye una disputa por el sentido de los hechos y de las palabras.
En una democracia republicana, su formulación no es tarea del gobierno, sino de
la sociedad, de nosotros.
En este momento importa la batalla cotidiana, la lucha en la
trinchera contra el relato kirchnerista. Hay que develarlo y desmitificarlo,
mostrar la inconsistencia entre hechos y palabras, la incongruencia de los
argumentos, las tergiversaciones. Hay que machacar sin pausa en un combate por
religar y enriquecer un sentido común hoy escindido. Pero este combate
cotidiano, que puede prescindir de los matices, no sustituye las narrativas más
amplias, aquellas que articulan una versión del pasado con un proyecto para el
futuro sustentado en la experiencia y en la voluntad.
En estas narrativas no está en juego la verdad de los
científicos, aunque algo pesa, sino la verosimilitud -su ajuste con lo
experimentado, recordado o aprendido- y también su finalidad y utilidad. Los
responsables no son los historiadores -una voz entre otras- ni el gobierno,
salvo en regímenes totalitarios, sino la sociedad y sus opiniones, diversas y
encontradas. La narrativa social es un campo conflictivo tan importante como el
de los intereses o la política, en el que todos participan con los mismos
derechos: intelectuales, políticos, periodistas, escritores, junto con voces
corporativas fuertes, como el Ejército o la Iglesia, y también las voces
estatales.
Hoy reclamamos una narrativa que falta, para contraponerla a
un relato avasallante, que durante doce años arrasó hasta con la costumbre de
pensarlas. Para medir las dificultades, conviene entender toda la dimensión del
relato heredado. En lo instrumental, fue una combinación de discurso gubernamental
y narrativa del pasado que se confirmaban recíprocamente: por ejemplo, la
oferta estatal del Fútbol para Todos se combinó con la imagen, incongruente
pero efectiva, de recuperar los goles secuestrados.
El relato combinó el discurso de los derechos humanos con
una versión nacional y popular del pasado, de matriz revisionista.
"Derechos humanos" alude al trauma del terrorismo de Estado, que aún
conserva una enorme potencia movilizadora de sentimientos y pasiones. Las ideas
revisionistas sobre la historia, que en el siglo XX surgieron amalgamadas con
experiencias sociales y políticas fuertes, sumando los siempre efectivos
temores paranoicos, moldearon nuestro sentido común. En el subconsciente
colectivo se instaló una suerte de "enano nacionalista y populista"
que en mayor o menor medida alimenta los discursos sobre el pasado y las
propuestas de acción que pulsan esas cuerdas.
El plus del kirchnerismo residió en la combinación de los
dos elementos, que juntos se potenciaron y adquirieron su dimensión de épica y
de fe. Los militantes de los años setenta, exaltados en la versión kirchnerista
de los "derechos humanos", oficiaron de puente con la narrativa
histórica nacional y popular. Así entrelazados, derechos humanos y revisionismo
nutrieron el discurso oficial en las poderosas usinas de adoctrinamiento de
Paka Paka, Tecnópolis y la ex ESMA. Gradualmente, el relato se convirtió en una
fe.
Una opinión entusiasta, militante y encerrada en sí misma
saturó y obturó el espacio público, y los disidentes se limitaron a una lucha
de retaguardia primero, y de mera confrontación ahora. Contra esa versión
kirchnerista, que de un modo u otro sigue en el centro de la escena, el resto
de la sociedad debe recuperar la iniciativa y construir narrativas alternativas,
que enlacen una visión de nuestro pasado con una idea del camino que
recorreremos.
El tema de los derechos humanos no constituye un problema:
se lo puede debatir sin la traba del sello kirchnerista. La cuestión más
difícil está en el sentido común histórico, el enano "nac&pop",
que trabaja más allá de nuestro consciente. Modificar esta versión sesgada,
miope y con frecuencia errónea, pero con tantos atractivos, es una empresa
difícil. En lo inmediato, no pueden hacer mucho ni el Estado, si se propusiera
estimular versiones menos cerradas y prejuiciosas, ni tampoco los historiadores
de oficio, cuya tarea consiste más bien en desarmar los relatos establecidos o
matizar las versiones globales e integradoras.
Para afrontar el debate público se necesitan versiones
estilizadas del pasado, que subrayen el sentido general sin descuidar lo
singular. Deben ser aceptables en términos académicos; deben desafiar el
sentido común revisionista y proponer una narrativa alternativa; hay que
insuflarles convicción y la dosis de valoración que una narrativa social
necesita. También deben articularse convincentemente con una idea acerca de
hacia adónde vamos.
Tras la experiencia kirchnerista, muchos ansiamos
prioritariamente volver a ser un país normal. No es un programa que exalte la
imaginación ni encienda la fe, aunque en cambio puede alentar la esperanza.
Hasta es posible imaginar una épica de la normalidad. ¿Cómo ensamblar este
modesto objetivo en una narrativa histórica? Simplemente recordando que la
Argentina fue un país normal hasta un momento no tan lejano -quizá los años
sesenta del siglo pasado-, todavía presente en la memoria de muchos, que
también fueron testigos de su demolición a lo largo de las cuatro décadas
siguientes, no compensada con la exitosa construcción democrática. Esa imagen
de un país normal -sin duda con mucha estilización y una cuota de
idealización-, sumada a la pregunta sobre por qué se perdió, suministra una
base en el sentido común para construir un relato alternativo.
Señalemos algunos puntos de una narrativa posible, que
recoja los logros y los problemas mal resueltos de aquel país normal.
Recordemos la laboriosa construcción institucional a lo largo del siglo XIX,
finalmente exitosa, pero también su precio: siete décadas de sangrientas
guerras civiles. Recordemos el Estado que tuvimos, con buenas instituciones,
respeto por la ley, burocracias calificadas y capacidad para emprender
políticas de largo aliento, como lo fue la educativa. Pero no nos olvidemos de
su desvío corporativo y prebendario, tan costoso como su tendencia a engordar
con empleados innecesarios.
El punto más alto de ese país normal fue su sociedad de
clases medias, excepcional en el contexto hispanoamericano. Lo fue por
capacidad para integrar amplios y renovados contingentes de nuevos miembros,
darle a cada uno un trabajo y una buena educación y habilitarlos para sus
personales aventuras de ascenso en una sociedad fluida y sin brechas profundas.
Pero recordemos que uno de los precios de la democratización fue el abatimiento
de sus elites, tanto las del rango como las del mérito, suplantadas por las
constituidas alrededor de las corporaciones o de las prebendas estatales.
Evoquemos una cultura abierta al mundo, liberal, dinámica y
creativa, pero frenada reiteradamente por un núcleo tradicional, autoritario y
xenófobo, que terminó por imponerse. Finalmente, recordemos que esta sociedad
democrática fue políticamente facciosa, consagró gobiernos civiles autoritarios
y poco republicanos y toleró dictaduras militares.
Tuvimos un país que encontró la manera de convivir con sus
conflictos y de mantenerse dentro de una aurea mediocritas, que fue arrasada
por la crisis desencadenada en la década de 1970. Recuperar la imagen de ese
pasado, afirmar lo que tuvo de virtuoso y esquivar las acechanzas que todavía
rondan hoy puede ser la base de una la narrativa adecuada para una sociedad que
hoy busca la normalidad.
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