Por Natalio Botana |
Está visto que en las últimas semanas la calle grita. Las
movilizaciones se suceden, el espacio público se agita por la protesta,
mientras los augures de la oposición anuncian crisis y colapsos. Aunque no sea
éste el panorama que muestran las encuestas, la impugnación a los efectos de la
inflación y del aumento de tarifas hace que, en no pocas oportunidades, el
Gobierno ofrezca la impresión de que camina a remolque de los acontecimientos.
Tal vez este juego de iniciativas y respuestas, a tiempo o
destiempo, sea inevitable dado que el país está envuelto en una gran disputa
por el poder: una disputa por el poder perdido, por el poder ganado y por el
poder a recuperar o conservar.
Esta disputa en la forma figurada de una tormenta en un
invierno anticipado se suma a tres condicionantes que la nueva administración
viene enfrentando desde el 10 de diciembre: la tierra arrasada que dejó la
experiencia kirchnerista en materia económica y moral; la profunda crisis
política y económica que aqueja a Brasil; la catástrofe climática producida por
el fenómeno de El Niño que afecta al sector más dinámico de nuestra economía.
No es poco para quien pretenda ser, al estilo de Carlos
Pellegrini, piloto de tormentas, sobre todo si observarnos cómo esta querella
por el poder se desglosa en una disputa social, una disputa territorial y una
disputa electoral. Este tridente acicatea las pasiones y estrategias, y pone a
descubierto graves problemas aún no resueltos.
La disputa social habla por sí misma a través de la acción
de los sindicatos representativos del empleo formal (la informalidad está a la
intemperie). En circunstancias en que el justicialismo está en la oposición, en
busca de liderazgos unificantes, el sindicalismo ocupa la delantera del
escenario y hace las veces de aguijón: presiona al Gobierno y al Congreso,
desempolva proyectos aun al precio de su anacronismo (la reciente ley vetada
del doble despido) y distribuye su estrategia entre el choque y la negociación.
Mientras la inflación no amaine y la recuperación de la
economía muestre algún resultado sobre el lado del empleo genuino, el
sindicalismo tendrá la voz cantante. Más si se une como todo hace presumir.
Frente a un peronismo político fragmentado, la fisonomía de un sindicalismo más
compacto se destacará y hará valer su peso.
Empero, esta disputa en torno a carencias sociales tiene un
encuadre territorial ubicado en la megalópolis formada por la ciudad de Buenos
Aires y el conurbano bonaerense. En este gigante demográfico, beneficiado en la
última década por una injusta política de subsidios frente al resto del país,
el Frente para la Victoria sufrió una derrota trascendente: al mismo tiempo
perdió la presidencia, desde luego la Capital, y padeció la amputación del eje
que, durante casi treinta años, vertebró su hegemonía.
No se entiende la hegemonía del justicialismo en nuestro
pasado reciente sin la conjunción del dominio en la provincia de Buenos Aires y
en un conjunto de distritos mucho más pequeños. Estos últimos son la base del
control mayoritario del Senado; la provincia de Buenos Aires es, en cambio, la
productora más importante de mayorías electorales.
Cuando esa conjunción se apaga, el justicialismo queda en
manos del lado menos relevante en cuanto a votos y significación social.
Sobresale por cierto en el Senado, en cuyo recinto todas las provincias tienen
representación igualitaria, pero carece a futuro de la materia imprescindible
para asegurar en las urnas una mayoría. De aquí que la disputa territorial
estalle en una megalópolis en la cual, por vez primera desde 1987, el peronismo
no controla ni la ciudad porteña ni ese conglomerado bonaerense que, desde su
acelerada formación hace ya más de medio siglo, fue su cuna y hogar propicio.
Por eso la marea de conflictos intensos. No sólo se trata de
cuidar el empleo o de reajustar salarios. Se trata también de recuperar el
trofeo más preciado: "la Provincia" como la llaman los antiguos
barones aún instalados en muchas intendencias con la vocación bolivariana de la
presidencia perpetua, que tienen que lidiar con un nuevo e inesperado
liderazgo.
La imagen y realidad del territorio perdido se compadece por
su parte con una oportunidad electoral contenida en nuestra Constitución. Desde
una fecha lejana que se remonta al siglo XIX, cada dos años nuestra
Constitución impone la renovación de la mitad de la Cámara de Diputados y,
después de 1994, del tercio del Senado. Esta normativa es partera de intensos
procesos electorales (disponemos solamente de un año de respiro sin comicios
nacionales) que se acentúan cuando se establecieron las elecciones primarias
abiertas y obligatorias.
En clave republicana (al menos así las pensó Alberdi) las
elecciones intermedias son uno de los tantos frenos y contrapesos previstos por
la Constitución. En la praxis política, las elecciones intermedias jugaron
respectivamente como instrumento de restricción del poder y como medio para
consolidarlo. La experiencia es, al respecto, interesante.
Si en 1985 las elecciones intermedias le dieron aire al
gobierno fundador de Alfonsín, en 1987 prenunciaron la derrota de 1989 en manos
de Menem. Si en las elecciones previas Menem aseguró la continuidad de la
política de convertibilidad, los comicios parciales de 1997, en los que mordió
el polvo, abrieron paso al éxito de la Alianza en 1999. Si en ese momento despuntaba
el rumbo de dicha coalición, dos años más tarde las elecciones de 2001 borraron
contundentemente esas expectativas y fueron el preámbulo de la crisis que, en
pocos meses, se desató en el plano económico e institucional.
Un escenario análogo se advierte durante el período
kirchnerista. Consolidación del poder del matrimonio en 2005 luego del precario
triunfo de 2003; ventaja indudable en las presidenciales de 2007 y fracaso en
las parciales de 2009; espectacular victoria de nuevo en 2011 y adverso resultado
en las parciales de 2013 (estas últimas, antesala de la pérdida de la
presidencia en 2015).
Las elecciones intermedias tienen pues un doble perfil:
producen avances en procura de más poder y retrocesos ante la privación de ese
recurso indispensable. Según desde donde se las mire, refuerzan la
gobernabilidad o conspiran contra ella. En todo caso son una institución
compleja que suele generar gobiernos divididos en los cuales el Ejecutivo no
tiene el apoyo del Congreso, como en la actualidad ocurre en los Estados
Unidos. No son, por cierto, el único modelo a tomar en cuenta. La democracia
más madura del Mercosur, la República Oriental del Uruguay, carece de
elecciones intermedias durante un período presidencial de cinco años sin
reelección inmediata. Muy diferente a nosotros.
Con este telón de fondo, las disputas de tinte social y
territorial convergen hacia la encrucijada de las elecciones de 2017. En ellas,
junto con la elección de diputados, tendrá lugar también en la provincia de
Buenos Aires la elección de senadores. Una razón suplementaria para medir el
calor de la disputa entre el Gobierno y la oposición. ¿En qué medida el nudo
que arman estas tres disputas está dando cuenta de una cuestión más profunda
que pone frente a frente dos ciclos históricos y dos maneras de entender el
cambio y la continuidad? Pregunta sin duda abierta y no menos acuciante que
demanda no caer, por mucho que tienten, en los errores del pasado.
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