Por Manuel Vicent |
El falso detective hizo la prueba. Abrió al azar la guía de
teléfonos en la que constaban todos los usuarios de España, puso a ciegas el
índice sobre el nombre de un ciudadano cualquiera y a continuación marcó su
número. Al otro lado del aparato sonó una voz anónima. “Diga”. El falso
detective preguntó: “¿es usted fulano de tal?”. “Sí, sí, dígame”. El falso detective
con palabras escuetas le dijo: “lo sabemos todo, huya”. Y aquel desconocido
huyó.
Personalmente esta huida me parece lógica, yo tal vez
hubiera hecho lo mismo, puesto que la gente de mi generación, pese a haber sido
bautizada, cree seguir viviendo en pecado original con la culpa agarrada a la
nuca.
De hecho si en la escuela el maestro te castigaba
injustamente, llegabas a casa y tu padre te añadía otra bofetada de regalo.
Mi generación atravesó toda la represión política y moral
del franquismo y de la iglesia bajo la doble amenaza del infierno y de la
guardia civil. El infierno era hipotético, pero la pareja de la guardia civil
podía cruzarse en tu camino y antes de que te diera el alto la mala conciencia
ya te sacaba del subconsciente la culpa congénita. Algo habré hecho mal,
pensabas.
Al entregarle la documentación te sentías una hormiga
perpleja frente a la autoridad con todo el sol en el tricornio.
Aun viviendo en democracia, a veces me dan ganas de ir a una
comisaría para que me detengan por algún delito que todavía no he cometido. Si
el comisario me preguntara qué daño he hecho en la vida, le diría que buscara
en el archivo. Seguro que encontraría algo de lo que debería arrepentirme.
Esa sensación de culpabilidad va más allá del proceso de
Kafka. Atañe a los ciudadanos inocentes y a los líderes políticos.
Es una niebla que se cierne sobre la conciencia colectiva.
Es el inquisidor Torquemada que te invita a huir mientras ríe en la tumba a
carcajadas.
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