Por Manuel Vicent |
Leer y comer son dos formas de alimentarse y también de
sobrevivir. No sabría decir qué es más orgánico, más íntimo, más necesario. Los
clásicos lo tenían claro: primero vivir y después filosofar. Pero sucede que hoy
los más refinados creen que comer es también una filosofía y mastican
lentamente los alimentos pensando en su naturaleza ontológica, imaginando el
largo camino que han recorrido hasta llegar a la mesa.
Alguien sembró la semilla, regó las hortalizas, podó los
frutales, salió de madrugada a pescar, apacentó el ganado. Alguien llevó todos
esos productos al mercado. Alguien los cocinó con amor y sabiduría, con la
cultura culinaria que arranca del neolítico.
Los que comen así tratan de convertir también la sobremesa
en un ejercicio moral, casi místico y no necesitan ninguna enseñanza de tantos
masters chefs insoportables.
Por otra parte existen lectores exquisitos que leen buscando
en cada libro la isla del tesoro y siempre encuentran el cofre del pirata.
Hasta hace bien poco ningún artilugio se interponía en esa
placentera navegación de los sueños que a través de las páginas de los libros
se eleva hasta el cerebro y tampoco ningún cocinero mediático perturbaba el
trayecto que los alimentos naturales recorrían del plato al estómago.
Pero hoy la cocina y la lectura están cambiando de
sustancia. La cocina ha caído bajo la dictadura de los masters chefs que
ejercen el papel de intermediarios del gusto con sus platos estructuralistas y
la lectura se ha instalado en soportes digitales que imponen sus reglas al
pensamiento con sus múltiples aplicaciones.
Los artilugios informáticos exigen una lectura rápida,
breve, fragmentada, superficial, líquida e inmediata. Los nuevos cocineros te
obligan a admirar sus instalaciones artísticas en el plato sin preocuparse de
lo que suceda después en el estómago.
Así están las cosas.
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