El gobierno enfrenta
un escenario político y económico desafiante ante los intentos
desestabilizantes
de la oposición.
Por James Neilson |
Los macristas son ranas: saben nadar y quieren cruzar un río
caudaloso en que abundan rocas y remolinos, para no hablar de pirañas que se
alimentan de carne humana. Los
peronistas son alacranes: ellos también quieren cruzar el río y, puesto que no
saben nadar, necesitan que las ranas los lleven, pero por ser lo que son no
pueden con su genio.
Luego de sentarse sobre las espaldas de los anfibios,
enseguida se pusieron a quejarse por su lentitud, por lo incómoda que les
resultaba su forma de andar y por el frío, para entonces comenzar a
aguijonearlos. Mejor no matarlos, dijeron los más cautos pero otros les piden
no preocuparse, ya que en su mundo particular los alacranes siempre logran
mantenerse a flote.
Así estamos. Los peronistas entienden muy bien que Mauricio
Macri y su gente heredaron un desastre fenomenal y que, dadas las
circunstancias, a cualquier gobierno más o menos cuerdo, aun cuando lo
encabezara alguien tan bondadoso e iluminado como Jorge Bergoglio, tendría que
ajustar muchas cosas, ya que caso contrario el futuro inmediato del país se asemejaría
a aquel de Venezuela. Lo lógico, pues, sería que aprovecharan su estadía en el
llano para meditar acerca de su propio aporte al desaguisado y procurar
prepararse para un eventual regreso al poder en 2019 ó 2023. Pero es tan fuerte
su “vocación de poder” – mejor dicho, gula -, que muchos ya están sufriendo el
síndrome de abstinencia. Sin pensar en las consecuencias que tendría para el
país un nuevo cataclismo económico, político y social, los más fervorosos han
puesto en marcha una ofensiva que, de cobrar fuerza, devolvería la casa de
Perón a sus dueños naturales.
Los ayudan la impaciencia y el facilismo que son inherentes
al ADN nacional y que hacen comprensible la larguísima serie de fracasos
colectivos que el país se las ha arreglado para protagonizar. Lo resumió Sergio
Massa al señalar que “Estamos defendiendo lo que la gente votó, votó un cambio,
no ajuste”, o sea, que en su opinión Macri debería solucionar todos los
problemas económicos del país sin “ajustar” nada. Para redondear, le advierte al
presidente que “No puede haber ningún
despido más, pero tampoco ni una pyme menos”.
En comparación con los kirchneristas y muchos veteranos del PJ, Massa es
un moderado sensato que, a veces, apoya a Macri, pero si muchos piensan como él
la Argentina está frita, ya que sólo un mago sería capaz de curarla de sus
males. Por desgracia, no hay ninguno a la vista.
Los peronistas y sus aliados coyunturales de la izquierda
mesiánica están esforzándose por instalar la idea de que Macri y los
integrantes de sus equipos de CEOs son personajes ineptos e insensibles que se
dejan guiar por los números que, como todos sabemos, son neoliberales y por lo
tanto malignos. Aunque pocos días transcurren sin que el gobierno anuncie un
nuevo paquete de medidas sociales que beneficiarían a los más pobres, el
impacto de tales iniciativas en el estado de ánimo de la minoría politizada es
escaso.
En el relato que están escribiendo los populistas, los
despidos se cuentan por millones. Los macristas insisten en que la verdad es
que hay menos que en otros años y que, de todos modos, leyes para prohibirlos
serían contraproducentes pero, frente a los sindicatos y una oposición
recargada, sus argumentos, muy parecidos a los esgrimidos en su momento por
Cristina y sus fieles, sirven para poco. Lo que quieren Massa y compañía es
que, hasta nuevo aviso, Macri siga siendo el hombre del ajuste salvaje, el
máximo responsable de todas las penurias habidas y por haber, lo que les dará
tiempo más que suficiente en que reagruparse antes de intentar el asalto final
del que pocos hablan pero que sería la culminación lógica de lo que están
haciendo.
Ya es evidente que el gobierno cometió un error cuando, a
inicios de su gestión, minimizaba la gravedad de la crisis económica y
financiera que fue creada por los kirchneristas que, conscientes de que les
aguardaba un intervalo sumamente peligroso, trataron de gastar toda la plata
disponible para que sus sucesores encontraran las arcas vacías. Reacios a
asustar a la gente, los macristas dieron a entender que, una vez reordenadas
las cuentas, después de un par de meses el país reanudaría el crecimiento. Para
un empresario, el optimismo excesivo así manifestado podría justificarse porque
no tendría sentido sembrar angustia, pero sucede que los políticos populistas
viven en otro mundo. Al enterarse de que las cosas distarán de ser tan fáciles
como querían hacer creer los macristas, los más belicosos empezaron a insinuar
que son responsables del estado lamentable de la economía nacional y los menos
a pedirle más “gradualismo”.
A juzgar por algunas encuestas, el grueso de la ciudadanía
aún confía más en Macri que en sus adversarios. Por motivos nada misteriosos,
está harto de milagreros oportunistas que están más interesados en su propio
bienestar que en aquel de los demás. Con todo, el tiempo corre en contra del
gobierno. Ya llegó a su fin la tregua de las primeras semanas, tan parecida a
la que siguió a la elección de Fernando de la Rúa cuando intercambiaba besitos
con el entonces gobernador bonaerense Carlos Ruckauf, al entrar el drama
político en una fase mucho menos amable.
Mientras que el gobierno apuesta a que el diluvio
inflacionario que tantos estragos está provocando escampe en los meses
próximos, reduciéndose poco a poco a una llovizna soportable hasta que a
finales de su gestión actual se ubique por debajo del diez por ciento anual –
una meta bien modesta según las pautas internacionales -, por un rato largo
continuará agitando la sociedad. Para enfrentarla, los macristas están
concentrándose en las causas básicas – cosas como la emisión monetaria -, pero
aun así se sienten obligados a echar mano a las medidas voluntaristas
tradicionales que, a lo sumo, producen cierto alivio pasajero, como las
supuestas por los acuerdos con empresarios y el programa “precios
cuidados”. De tener éxito el proyecto
macrista, el empresariado desempeñaría un papel fundamental en la evolución del
país, pero así y todo Macri se ha visto constreñido a culparlo por el aumento
doloroso del costo de vida.
A diferencia del gobierno kirchnerista, que se aferró al
cortoplacismo por entender que el relato salvador le permitiría saltar por
encima de cualquier disgusto, el macrista piensa en términos estratégicos. Le
parece indiscutible que, bien administrado, el país podrá salir con rapidez del
pozo populista en que cayó hace casi un siglo. En teoría, Macri y los
tecnócratas que lo rodean están en lo cierto, pero subestiman el poder de la
cultura que se consolidó en décadas signadas por un fracaso tras otro.
Aquí, los políticos más destacados suelen ser expertos
consumados en el arte de sacar provecho de las dificultades ajenas imputándolas
a fuerzas oscuras contra las cuales es necesario luchar. No les ha perjudicado
en absoluto la depauperación de decenas de millones de personas; para muchos es
la fuente del poder, y del dinero que a menudo lo acompaña, que han sabido
acumular. No es que sean contrarios por
principio al desarrollo material, es que les disgusta lo que sería forzoso
hacer para impulsarlo. Por cierto, no están dispuestos a colaborar así no más
con un gobierno que les parece tan absurdamente heterodoxo como el liderado por
Macri, lo que puede entenderse ya que muchos atribuyen su status actual a su
voluntad heroica de defender a los pobres contra todo lo relacionado con lo que
llaman el capitalismo salvaje que impera en lugares tan atrasados como Estados
Unidos, el norte de Europa el Japón y las zonas costeras de China.
Para romper el cerco que le están tendiendo los peronistas y
afines, Macri tendrá que producir resultados positivos que le permitan
desautorizarlos. También tendrá que difundir con más eficacia su propia
“verdad”. Si bien parecería que la mayoría comprende mejor que los políticos
opositores que es poco razonable exigirle cambiar todo de la noche a la mañana,
para entonces ensañarse con él por no haberlo hecho todavía, le juega en contra
la propensión universal a prestar más atención a las presuntas víctimas de los
“ajustes” que a los beneficios que, andando el tiempo, podrían posibilitar.
Para que la sensación térmica le sea más favorable a Macri,
tendrían que comenzar a llegar las inversiones cuantiosas de que dependerá el
destino de su gestión presidencial. A pesar del entusiasmo que, según se
informa, se ha apoderado de los círculos empresariales de los centros
financieros más importantes del mundo cuando piensan en las perspectivas
abiertas por el cambio de gobierno en la Argentina, se trata más de manifestaciones
de buena voluntad que de hechos concretos.
Para más señas, los
inversores en potencia, y por lo tanto el país, se ven frente a un dilema;
quienes están en condiciones de traer muchos miles de millones de dólares no
quieren comprometerse hasta que el gobierno de Macri se haya consolidado, pero
para que se consolidara sería necesario que se arriesgaran antes. Puede que la
oposición peronista y sus aliados comprendan que le convendría al país que
adoptaran un perfil bajo por algunos meses, pero con escasas excepciones son
reacios a subordinar sus propias prioridades a algo tan etéreo como el bien
común.
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