sábado, 28 de mayo de 2016

BLANQUEO / Oxígeno político

La medida puede ser una bisagra económica para Macri. Parecidos y diferencias con Kicillof.

Por Roberto García
Justo en la semana de su mudanza, de un chalet a otro en la misma quinta de Olivos, Mauricio Macri impuso dos medidas clave para la discusión parlamentaria. Si la remodelación de la planta principal de la residencia se convirtió en un hábito obligado y exorcista de cualquier flamante mandatario, y cambiar el gusto patagónico de Cristina inspirado en negocios de Parera o Arenales por la estética de revistas y consejeros tutelada por la nueva primera dama Juliana constituye un símbolo para afirmarse en el poder, más contundentes en ese sentido son el proyecto para blanquear activos no declarados y el pago de las demandas jubilatorias que desde hace décadas reclama la clase pasiva.

Pueden ser un hito en la historia del Gobierno: la última iniciativa supone una ocurrencia que el cristinismo lamenta y se reprocha no haber instalado, mientras que la exteriorización de fondos negros, azules, o más precisamente verdes, reitera y corrige un fracaso de la administración pasada. Si hubieran entonces acertado con una o aprovechado demagógicamente la otra, no tendrían que echarle la culpa de la derrota a Scioli, Zannini o Fernández, sea Cristina o Aníbal. Pero faltó imaginación.

No es que ahora abunde, ya que Macri tardó casi seis meses en pronunciar “eureka”, incluso contra la resistencia de su ministro de Hacienda, Alfonso Prat-Gay, y el universo de la Afip que teme perder influencia ante cualquier regularización impositiva. Varias negativas contra el blanqueo arrastra Alberto Abad, pero Prat-Gay había sido insolente a poco de asumir, más aun que en su versación matemática para estimar que la inflación de este año oscilaría entre 20 y 25%. Desechó por inmoral la posible amnistía impositiva a pesar de los bocetos preparados en el PRO y de las recomendaciones de la OCDE, y acusó al vencido régimen de Axel Kicillof por haber estimulado un blanqueo exclusivo para los narcotraficantes, ya que –según él– sólo se permitía ese ejercicio si se llevaba el dinero contante y sonante ante la ventanilla del banco. Error poco aceptable para un funcionario que hasta atravesó meses de silencio por una acusación de presunto lavado cuando administraba bienes de la herencia Fortabat y que, en verdad, no podía ignorar la existencia de otras formas contempladas en la ley para adquirir cedines (remitir desde una cuenta desde el exterior, por ejemplo), no sólo el fariñesco “físico” servía para blanquear. Paradójicamente, aquella imputación desdorosa para su antecesor ahora regresa como un boomerang: tendrá que pedirle el voto a Kicillof para sancionar la norma en Diputados. Pero bien valen reverencias, disculpas y convicciones agujereadas por un tesoro presunto de 40 mil millones de dólares, que es la cantidad como piso que muchos banqueros piensan que el Gobierno habrá de recuperar para su contabilidad fiscal. La resignación de funcionarios y ministros obedece también a que, en menos de 180 días, se agotó el complejo de Madame Bovary de que por su propia presencia se ingresaría a un mundo mejor.

Ante ese volumen eventual y formidable de ingresos, más producto del miedo de los contribuyentes que de la confianza en cierto gobierno (el año próximo rige el intercambio informativo entre autoridades impositivas de todo el mundo, salvo Estados Unidos, que tampoco facilita sacar los fondos de su territorio), hay una pregunta obvia: ¿por qué no se utilizó previamente este instrumento para recoger dólares yacentes, si era gratis y con adicionales, antes de endeudarse con los bancos internacionales a tasas gigantescas? Incluso sabiendo que a esos fondos negros se les aplicaría una fuerte punición al ser declarados (hoy proponen un castigo de 10%) que, sumando la diferencia entre el blanqueo y los créditos que se obtuvieron, se roza la enormidad de veinte puntos. No es un razonamiento de izquierda. Tampoco se justifica la invocación oficial de que se sanciona a los que se presenten por haber rondado el lavado mientras se premia a las instituciones bancarias que en general han protegido u orquestado en esas tareas de lavado, limpieza o planchado.

Sin éxito. Cristina & Cía fracasaron en su blanqueo, más por restricciones tontas que por desconfianza, sea por parentescos extremos (abuelos, nietos), imprecisión sobre los habilitados (por ejemplo, se dudaba que un docente universitario pudiera exteriorizar fondos) y por la exigencia de que el dinero debía ser invertido en inmuebles ya construidos por medio de los cedines. Ni movió el mercado esa facilidad de tinte keynesiano, tan cara a Kicillof como a Prat-Gay, de que en este siglo todavía la construcción mueve al mundo. Tantas discriminaciones afectaron el propósito recaudatorio, cuestión que nadie sabe si salvará la nueva norma que inspira Macri. Por ejemplo, ¿se incluirá en el debate a los más de 4 mil presuntos evasores que registraba el HSBC en la Argentina que fueron delatados por un empleado de la entidad y que, además de una causa judicial, en su momento le costaron el puesto al banquero jefe hasta que ganó Cambiemos? Para el nuevo régimen Prat-Gay-Abad están proscriptos, pero acaso esos ahorristas expuestos son distintos a los que no delató ningún empleado infiel en otras instituciones de Panamá, Europa, Bahamas o Seychelles.

El proyecto Macri se puede mejorar o estupidizar en el Congreso, donde habrá sermones burlones sobre la camaleónica moralidad del Gobierno, pero una zanahoria evidente tienta a los legisladores: el monto a recaudar no sólo servirá para solventar ajustes pendientes de la clase pasiva, sino que seguramente encontrará derivaciones para otros sectores reclamantes, desde provincias hasta trabajadores, de rezagados a pueblos originarios, bajo el slogan de multiplicar empleo, estimular el crecimiento y redimir a los pobres. Es una doble Nelson de Macri para enfrentar con cierta holgura las elecciones del año próximo. El nuevo blanqueo, número 20 desde que Alvaro Alsogaray propició el primero, podría actuar como las privatizaciones para Menem o la soja a 600 y pico de dólares para Néstor Kirchner, una oxigenación política que no resuelve el fenómeno de la informalidad ni de la exagerada presión impositiva que la causa. Tampoco importa, en apariencia, si los ingresos son fabulosos para estos tiempos de carestía se reparten al viejo estilo sin resguardo: no se habla de la creación de un fondo de contingencia elemental para cubrir urgencias, como hizo Noruega por ejemplo con sus excedentes de petróleo. Quizás sólo se trata de ganar, de gastar, mientras dura la bendición, como tiraba manteca al techo Macoco Alzaga Unzué en el Maxim’s de París, hace menos de cien años, a los insinuantes pechos de las walkirias que estaban pintadas en la superficie.

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