La medida puede ser
una bisagra económica para Macri. Parecidos y diferencias con Kicillof.
Por Roberto García |
Justo en la semana de su mudanza, de un chalet a otro en la
misma quinta de Olivos, Mauricio Macri impuso dos medidas clave para la
discusión parlamentaria. Si la remodelación de la planta principal de la
residencia se convirtió en un hábito obligado y exorcista de cualquier flamante
mandatario, y cambiar el gusto patagónico de Cristina inspirado en negocios de
Parera o Arenales por la estética de revistas y consejeros tutelada por la
nueva primera dama Juliana constituye un símbolo para afirmarse en el poder,
más contundentes en ese sentido son el proyecto para blanquear activos no
declarados y el pago de las demandas jubilatorias que desde hace décadas
reclama la clase pasiva.
Pueden ser un hito en la historia del Gobierno: la
última iniciativa supone una ocurrencia que el cristinismo lamenta y se
reprocha no haber instalado, mientras que la exteriorización de fondos negros,
azules, o más precisamente verdes, reitera y corrige un fracaso de la
administración pasada. Si hubieran entonces acertado con una o aprovechado
demagógicamente la otra, no tendrían que echarle la culpa de la derrota a
Scioli, Zannini o Fernández, sea Cristina o Aníbal. Pero faltó imaginación.
No es que ahora abunde, ya que Macri tardó casi seis meses
en pronunciar “eureka”, incluso contra la resistencia de su ministro de
Hacienda, Alfonso Prat-Gay, y el universo de la Afip que teme perder influencia
ante cualquier regularización impositiva. Varias negativas contra el blanqueo
arrastra Alberto Abad, pero Prat-Gay había sido insolente a poco de asumir, más
aun que en su versación matemática para estimar que la inflación de este año
oscilaría entre 20 y 25%. Desechó por inmoral la posible amnistía impositiva a
pesar de los bocetos preparados en el PRO y de las recomendaciones de la OCDE,
y acusó al vencido régimen de Axel Kicillof por haber estimulado un blanqueo
exclusivo para los narcotraficantes, ya que –según él– sólo se permitía ese
ejercicio si se llevaba el dinero contante y sonante ante la ventanilla del
banco. Error poco aceptable para un funcionario que hasta atravesó meses de
silencio por una acusación de presunto lavado cuando administraba bienes de la
herencia Fortabat y que, en verdad, no podía ignorar la existencia de otras
formas contempladas en la ley para adquirir cedines (remitir desde una cuenta desde
el exterior, por ejemplo), no sólo el fariñesco “físico” servía para blanquear.
Paradójicamente, aquella imputación desdorosa para su antecesor ahora regresa
como un boomerang: tendrá que pedirle el voto a Kicillof para sancionar la
norma en Diputados. Pero bien valen reverencias, disculpas y convicciones
agujereadas por un tesoro presunto de 40 mil millones de dólares, que es la
cantidad como piso que muchos banqueros piensan que el Gobierno habrá de
recuperar para su contabilidad fiscal. La resignación de funcionarios y
ministros obedece también a que, en menos de 180 días, se agotó el complejo de
Madame Bovary de que por su propia presencia se ingresaría a un mundo mejor.
Ante ese volumen eventual y formidable de ingresos, más
producto del miedo de los contribuyentes que de la confianza en cierto gobierno
(el año próximo rige el intercambio informativo entre autoridades impositivas
de todo el mundo, salvo Estados Unidos, que tampoco facilita sacar los fondos
de su territorio), hay una pregunta obvia: ¿por qué no se utilizó previamente
este instrumento para recoger dólares yacentes, si era gratis y con
adicionales, antes de endeudarse con los bancos internacionales a tasas
gigantescas? Incluso sabiendo que a esos fondos negros se les aplicaría una fuerte
punición al ser declarados (hoy proponen un castigo de 10%) que, sumando la
diferencia entre el blanqueo y los créditos que se obtuvieron, se roza la
enormidad de veinte puntos. No es un razonamiento de izquierda. Tampoco se
justifica la invocación oficial de que se sanciona a los que se presenten por
haber rondado el lavado mientras se premia a las instituciones bancarias que en
general han protegido u orquestado en esas tareas de lavado, limpieza o
planchado.
Sin éxito. Cristina & Cía fracasaron en su blanqueo, más
por restricciones tontas que por desconfianza, sea por parentescos extremos
(abuelos, nietos), imprecisión sobre los habilitados (por ejemplo, se dudaba
que un docente universitario pudiera exteriorizar fondos) y por la exigencia de
que el dinero debía ser invertido en inmuebles ya construidos por medio de los
cedines. Ni movió el mercado esa facilidad de tinte keynesiano, tan cara a
Kicillof como a Prat-Gay, de que en este siglo todavía la construcción mueve al
mundo. Tantas discriminaciones afectaron el propósito recaudatorio, cuestión
que nadie sabe si salvará la nueva norma que inspira Macri. Por ejemplo, ¿se
incluirá en el debate a los más de 4 mil presuntos evasores que registraba el
HSBC en la Argentina que fueron delatados por un empleado de la entidad y que,
además de una causa judicial, en su momento le costaron el puesto al banquero
jefe hasta que ganó Cambiemos? Para el nuevo régimen Prat-Gay-Abad están
proscriptos, pero acaso esos ahorristas expuestos son distintos a los que no delató
ningún empleado infiel en otras instituciones de Panamá, Europa, Bahamas o
Seychelles.
El proyecto Macri se puede mejorar o estupidizar en el
Congreso, donde habrá sermones burlones sobre la camaleónica moralidad del
Gobierno, pero una zanahoria evidente tienta a los legisladores: el monto a
recaudar no sólo servirá para solventar ajustes pendientes de la clase pasiva,
sino que seguramente encontrará derivaciones para otros sectores reclamantes,
desde provincias hasta trabajadores, de rezagados a pueblos originarios, bajo
el slogan de multiplicar empleo, estimular el crecimiento y redimir a los
pobres. Es una doble Nelson de Macri para enfrentar con cierta holgura las
elecciones del año próximo. El nuevo blanqueo, número 20 desde que Alvaro
Alsogaray propició el primero, podría actuar como las privatizaciones para
Menem o la soja a 600 y pico de dólares para Néstor Kirchner, una oxigenación
política que no resuelve el fenómeno de la informalidad ni de la exagerada
presión impositiva que la causa. Tampoco importa, en apariencia, si los
ingresos son fabulosos para estos tiempos de carestía se reparten al viejo
estilo sin resguardo: no se habla de la creación de un fondo de contingencia
elemental para cubrir urgencias, como hizo Noruega por ejemplo con sus excedentes
de petróleo. Quizás sólo se trata de ganar, de gastar, mientras dura la
bendición, como tiraba manteca al techo Macoco Alzaga Unzué en el Maxim’s de
París, hace menos de cien años, a los insinuantes pechos de las walkirias que
estaban pintadas en la superficie.
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