Por James Neilson |
No se equivocan por completo Cristina, su amigo Nicolás
Maduro y Dilma Rousseff cuando atribuyen el naufragio de sus proyectos
respectivos a la malignidad del imperio yanqui. El mundo cada vez más
competitivo, agitado esporádicamente por nuevas revoluciones tecnológicas que
les ha tocado es, en buena medida, obra de la superpotencia.
Adaptarse a los
cambios que cada tanto impulsa la gran dínamo capitalista no es del todo fácil.
Lo saben los norteamericanos mismos, de ahí la irrupción de contestatarios
rabiosos como Donald Trump y Bernie Sanders, los islamistas, que están luchando
con furia genocida contra la modernidad encarnada por Estados Unidos, los
progres europeos y, a su manera, los japoneses, chinos y otros asiáticos.
Mientras se baten en retirada frente al monstruo, los
asustados por lo que se les viene encima le gritan insultos. Dicen que el
capitalismo anglosajón es inhumano, antipopular, salvaje, pero tales epítetos,
proferidos por intelectuales, políticos solidarios y personajes como el papa
Francisco, no les sirven para nada. Tampoco les sirve el que a veces la gente
elija gobiernos cuyos jefes se afirman resueltos a poner fin a la tiranía de
los mercados y el enriquecimiento insolente de ciertos financistas.
Tarde o temprano, tales rebeldes se ven obligados a optar
entre resignarse a comportarse como “neoliberales”, como hicieron el francés
encabezado por el socialista François Hollande y el griego del
ultraizquierdista Alexis Tsipras, y suicidarse políticamente de la manera más
espectacular posible, como está haciendo el venezolano Maduro y, de haber
logrado seguir en el poder, hubiera hecho nuestra Cristina.
Desde el punto de vista particular de estos últimos, es
mejor sufrir una derrota a su entender heroica de lo que sería reconocer que su
relato resultó ser un bodrio; creen que al proclamarse víctima de la maldad
ajena se anotan un triunfo moral. Desgraciadamente para decenas de millones de
latinoamericanos, son muchos los políticos y militantes que piensan así, razón
por la cual subordinan el bienestar común a sus propios delirios ideológicos.
Dilma trató de ser a un tiempo populista y “neoliberal”.
Luego de ganar, por un margen muy estrecho, en las elecciones de fines de 2014
hablando pestes de la ortodoxia de su rival Aécio Neves, quiso reordenar la
economía brasileña en la primera fase de su segundo mandato para entonces
disfrutar de los presuntos beneficios cuando se preparara para irse, pero sólo
logró enojar a sus simpatizantes que tardaron en movilizarse sin conseguir el
apoyo de sus adversarios que, lejos de felicitarla por intentar sanear las
cuentas nacionales, aprovecharon la oportunidad para destituirla, ya que es muy
poco probable que sobreviva al juicio político que le aguarda. El sucesor de
Dilma, el presidente interino Michel Temer, espera que sus compatriotas
entiendan que no hay ninguna alternativa al ajuste severo que cree
imprescindible, pero puesto que los comprometidos con el populismo de retórica
izquierdista que idolatran a Lula lo creen víctima de un golpe alevoso asestado
por los poderes concentrados brasileños, no vacilarán en organizar huelgas y,
para rematar, fomentar estallidos sociales. Para más señas, Temer no posee la
autoridad moral que sería necesaria para que liderara una ofensiva genuina
contra la corrupción, de tal modo insinuando que los problemas de su país se
deben a la rapacidad de los militantes del gobierno de Dilma; de ponerse en
marcha el operativo mani pulite con el que muchos brasileños sueñan, Temer
ocuparía un lugar de privilegio en el banquillo de los acusados al lado de
centenares de otros integrantes de la clase política de la cual es un miembro
típico.
Puede que Dilma no sea un dechado de honestidad, pero sería
injusto compararla con aquellos caudillos populistas latinoamericanos cuya
característica más llamativa ha sido su venalidad realmente extraordinaria. Si
se han destacado por algo los kirchneristas, chavistas y otros integrantes de
la cofradía que, hasta hace un par de años, amenazaba con dominar buena parte de
la región, ha sido por su codicia insaciable. A diferencia de los luchadores
sociales de generaciones anteriores que en muchos casos murieron pobres, les ha
parecido natural dedicarse a amasar fortunas colosales. ¿Es que, al darse
cuenta de que sus planteos políticos, económicos y sociales no eran más que
“relatos”, decidieron vengarse así contra un mundo que les había dado la
espalda?
Los populistas latinoamericanos y sus homólogos de otras
latitudes quieren cosechar los frutos de la modernidad sin darse el trabajo de
sembrar productividad, lo que los obligaría a adoptar los métodos usados por el
puñado de sociedades consideradas avanzadas. Es por tal motivo que en Europa,
se ha abierto una grieta entre los países del Norte y los del Sur. Si bien
parece poco importante cuando uno piensa en el abismo que separa el mundo
subdesarrollado del desarrollado, a Grecia, Italia y, tal vez, España e incluso
Francia, podría aguardarles un futuro latinoamericano.
La penosa decadencia intelectual de la izquierda regional se
debe a la conciencia de que las modas ideológicas de otros tiempos se han
desactualizado y que sería inútil procurar reavivarlas. La desmoralización
tanto de los protagonistas de las epopeyas imaginarias, reediciones de las de
la primera mitad del siglo pasado, que se ha improvisado en los años últimos
como de los miles de intelectuales militantes que, a pesar de todo lo ocurrido,
siguen tomándolas en serio, es un tema que merecerá la atención de los
interesados en la evolución de las ideas políticas. Parecería que hoy en día es
tan difícil pensar en una alternativa viable al capitalismo liberal que los
frustrados por su propia incapacidad terminan creyendo en virtualmente
cualquier cosa con tal que sea “heterodoxa”.
Las perspectivas frente a Brasil son sombrías. Todo hace
prever que se profundizaría la recesión en que se debate desde hace más de un
año, que la inflación seguiría acelerándose. Si bien en comparación con la
versión argentina es apenas perceptible, es de esperar que muchos recién
incorporados a la clase media recaigan en la miseria y que el gobierno de Temer
resulte ser incapaz de consolidarse. Cabe suponer que, para salir del brete,
los brasileños celebrarán nuevas elecciones, pero sorprendería que de ellas
surgiera el gobierno fuerte que el país necesita. Por lo demás, para reducir la
brecha que separa su país de los más adelantados, los dirigentes brasileños
tendrían que abandonar el proteccionismo ya ancestral y llevar a cabo muchas
reformas “estructurales”.
No es ningún consuelo para los brasileños, pero la situación
en que se encuentran sus vecinos venezolanos es aún peor que la suya. Como ya
es habitual en la región, el bufonesco presidente Maduro dice que la catástrofe
que se ha abatido sobre su país es consecuencia de las malas artes de los
malditos yanquis, advirtiéndoles que si su régimen se desploma, oleadas de
refugiados paupérrimos intentarían alcanzar las costas de la superpotencia,
siguiendo las huellas del grueso de la clase media que ya ha emulado a la
cubana.
El grotesco “socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez está
muriendo en medio de hambrunas, apagones cotidianos, saqueos rutinarios,
asesinatos callejeros tan frecuentes que ciudades como Caracas se han hecho
casi tan peligrosas para sus habitantes como son Bagdad, Damasco y Kabul,
además del inicio de un proceso hiperinflacionario que el régimen no podrá
frenar. Para aferrarse al poder, Maduro depende no sólo del ejército y las
brutales milicias chavistas sino también del escaso interés de los políticos
democráticos en hacerse cargo de un desastre descomunal, lo que, dadas las
circunstancias, puede comprenderse, puesto que Venezuela, la dueña de lo que
según algunos especialistas son las mayores reservas petroleras del planeta,
está en vías de convertirse en un Estado fallido. Merced a tales reservas, en
el transcurso de las últimas décadas Venezuela recibió el equivalente de
docenas de planes Marshall, pero el régimen se las arregló para despilfarrar
todo el dinero fácil dejando al país en la ruina.
Aunque populistas como el extinto comandante Chávez y sus
seguidores heredaron de los revolucionarios de otros tiempos bibliotecas
enteras de consignas y una metodología política muy eficaz, no querían aprender
nada del fracaso de los regímenes que instalaron en diversos países de Europa,
Asia y África, además de Cuba. Lo que para sus antecesores putativos sería un
futuro espléndido, para todos salvo ellos ya pertenece al pasado. Son
resueltamente anacrónicos. No saben qué hacer frente a los avances
tecnológicos, la globalización económica y las innovaciones sociales que están
transformando todo. Se autocalifican de progresistas, pero son reaccionarios
que luchan por hacer retroceder la historia hasta épocas en que parecían
factibles las utopías fantasiosas con las que sueñan. De más está decir que los
resultados concretos de tales esfuerzos han sido catastróficos, sobre todo en
Venezuela que, tal y como están las cosas, corre el riesgo de terminar como un
gigantesco basural habitado por famélicos dispuestos a matar para conseguir un
trozo de pan, algunos medicamentos o, si aún recuerdan cómo era la vida antes
de la llegada de los chavistas, un rollo de papel higiénico.
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