Por Víctor Lapuente Giné
(*)
Andamos confundidos. Los ciudadanos no queremos elecciones,
pero nos disgustan todas las coaliciones sobre la mesa. Los políticos no ponen
líneas rojas, pero levantan muros a los del otro bando. Y los periodistas
sueltan el “pónganse de acuerdo de una vez” en sus sermones matinales para, a
continuación, pasar a destripar las declaraciones de fulanito de tal contra
menganito de cual. Montañas de nobles aspiraciones políticas paren ratones de
cotilleo.
Cuando todos los integrantes de un ecosistema están
despistados suele deberse a que falla algo básico. Como el aire o el agua. Algo
tan primordial que lo damos por descontado. Y, en nuestro caso, creo que lo que
nos falla es una definición compartida de política. Los españoles no nos ponemos
de acuerdo sobre qué es la política. Y, si no sabemos qué es, no podemos
mejorarla.
No es que carezcamos de definiciones teóricas. Tenemos
muchas reflexiones escritas sobre el sentido de la política. Lo que nos falta
es una definición operacional que nos permita navegar en un contexto
socioeconómico crecientemente complejo e impredecible. Hasta hace poco vivíamos
en un mundo con muchos riesgos. Por ejemplo, no sabíamos si tendríamos un año
de vacas gordas o de vacas flacas. Y, en ese contexto, era relativamente fácil
ponerse de acuerdo en cuál es el ámbito de la política. En realidad, se trataba
de continuar con la lógica anticipada ya en la Biblia: guardar en los años de
vacas gordas en previsión de los años de vacas flacas. Pero ahora vivimos en una
realidad con muchas incertidumbres, que son más amenazantes que los riesgos. No
sabemos si nos aguarda un año de vacas o de patos. O de cisnes negros. La labor
de la política no está tan clara. Las fronteras entre lo que nos concierne a
todos y lo que concierne sólo a los individuos son más difusas que nunca.
Así, en España se han consolidado dos visiones antagónicas
de la política que, una por defecto y otra por exceso, dificultan la
comunicación entre los adversarios políticos. Y polarizan el país hacia dos
tentaciones igualmente peligrosas: el populismo, para quienes la política debe
impregnarlo todo, y la tecnocracia, para quienes la política debe evaporarse y
dejar paso a los expertos.
Unos, sobre todo idealistas de izquierdas, piensan que “todo
es política”. Su objetivo es “conquistar espacios para la política”,
arrebatándoselos a los mercados. Cuantos más aspectos abarque la política, más
justa será una sociedad, pues política es sinónimo de justicia. De forma que,
cada conflicto aislado (de los retrasos de los trenes y los accidentes de
tráfico en autopistas de peaje a las cuentas offshore en paraísos fiscales),
cualquier molino de viento, se convierte en una excusa para emprender una
quijotesca batalla contra los gigantes mercados. Los problemas son sistémicos.
Los casos de corrupción no son hechos aislados o contingentes a unas
instituciones determinadas, sino el resultado de un sistema corrupto. Esta
actitud es la antesala de populismo, el “poscapitalismo” o cualquier otro
“ismo” que nos salvará de este valle de lágrimas.
Los otros, fundamentalmente realistas de derechas, achican
tanto la definición de política que la reducen a su factor humano. La política
son los políticos. Si hay corrupción es porque hay políticos deshonestos. En
toda cesta habrá algunas manzanas podridas. Se quitan y ya está. La política
consiste en sustituir a los individuos (o partidos) malos por los buenos.
Luego, los más conservadores propondrán oposiciones hasta para el cargo de
ministro y los más aperturistas mecanismos de selección propios de una
start-up, pero con el mismo sustrato de fondo: el gobierno de los mejores.
Pero la buena política no es ni una cosa ni la otra: ni
cuestionar el “sistema” en general ni a unas personas en particular. La
política es lo que está en medio, entre el sistema y el individuo. La política
es la discusión sobre las normas formales, las instituciones, que regulan el
comportamiento de los miembros de una comunidad. Las sociedades que
circunscriben el ámbito de la política a este terreno intermedio tienen más
posibilidades de superar los problemas colectivos que aquellas, como la
española, donde no existe un consenso mínimo sobre cuál es la esfera de
actuación de la política.
Veámoslo con la discusión en torno a los papeles de Panamá.
En España predominan dos visiones. Por un lado, se discuten hasta la saciedad
los casos individuales. De forma justificada o no, hemos hecho juicios
mediáticos a numerosas personalidades con relevancia política. La asunción de
fondo es que se trata de un problema de moralidad individual: hay buena gente,
que paga sus impuestos, y mala gente (o una mala tribu político-empresarial),
que crea sociedades offshore para evadirlos. Y, por el otro, abundan las
grandes reflexiones sobre el sistema económico global y la imperiosa necesidad
de coordinar una acción internacional contra los paraísos fiscales. Aquí la
asunción de fondo es que falla el sistema capitalista o la globalización en su
conjunto. La sed de sangre de unos y otros es saciada: sabemos que hay unos
individuos (y algún partido político) pérfidos o un sistema global perverso.
Pero, como es fácil de imaginar, ni de una visión ni de la otra salen
prescripciones útiles.
Al contrario, en otros países europeos la discusión
transcurre más en el ámbito propio de actuación de la política, sin caer en los
casos individuales y, a la vez, sin elevarse a las nubes abstractas del
sistema. Obviamente, también se ha hablado de personas particulares y se ha
especulado sobre la globalización económica, pero periodistas y analistas han
puesto el foco sobre las reglas impersonales que han permitido la fuga de
capitales a paraísos fiscales. La asunción de fondo es que el problema no es
individual ni sistémico, sino institucional. ¿Qué normas y protocolos de
actuación de las instituciones públicas, pero también de las privadas como los
bancos, han propiciado la evasión de impuestos? Y, en consecuencia ¿qué cambios
normativos habría que introducir para revertir esta situación? En estos países
se habla más de, y con, representantes de bancos y de reguladores públicos que
de evasores concretos. Más de las instituciones que han fomentado el pecado que
de los pecadores.
Algo similar ocurre con muchos otros debates políticos,
como, por ejemplo, la lucha contra la corrupción. Nos obsesionamos con los
casos particulares (de personas o partidos) o nos dejamos arrastrar en
meditaciones vagas sobre el sistema. Olvidando que la política es la gestión de
las reglas comunes y no de los nombres propios.
(*) Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo
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