Por Jorge Fernández Díaz |
En el diccionario personal de Ambrose Bierce la paciencia
tiene una rara e irónica definición: "Forma menor de la desesperación
disfrazada de virtud". Los argentinos toman con ardiente paciencia, con
disimulada desesperación, las amargas medicinas de la normalización económica y
van poniéndose lógicamente quisquillosos a medida que transcurren estos
interminables y sombríos meses de cirugía y convalecencia gradual.
El retorno
de la Pasionaria de El Calafate, su discurso mesiánico, su tono amenazante y su
multitudinario acto de intimidación judicial refrescaron de pronto la corta
memoria de muchos ciudadanos y los rearmaron de paciencia. El Gobierno, que
necesita comprar tiempo, celebró en secreto ese beneficio paradójico: sigue
siendo negocio que la dama y su troupe
de sospechosos y piantavotos recuerden a la sociedad los años en los que
vivimos en peligro de enajenación. A esa chirriante autocelebración de los
mariscales de la derrota faltó el peronismo, donde se califica a los
camporistas como "esos locos": el epíteto pone orgullosos a los
aludidos puesto que reivindican íntimamente la "locura de los
ideales" (así calificaban a la "juventud maravillosa"; así les
decían a las Madres) y confunden con deleite (una vez más) la irracionalidad
política con la creatividad de las vanguardias. La alegría hilarante que les
daba ver a su líder imputada bailando la conga en los balcones y subiendo
histriónicamente las escalinatas de los tribunales es algo digno de análisis
multidisciplinarios. Habría que buscar, en principio, pistas en la bibliografía
del fundamentalismo religioso. Muchos de los militantes hablaban de una
verdadera "fiesta". Parecía, en todo caso, una fiesta en un
neuropsiquiátrico. No se puede festejar que una ex presidenta constitucional
deba dar explicaciones ante la Justicia en un contexto de múltiples causas por
grave venalidad y cuando sale tétricamente a la luz cada día la matriz corrupta
de su proyecto: los dos más íntimos colaboradores de su esposo (Jaime y Báez)
duermen en un penal de Ezeiza. El asunto no da para reír, sino para llorar. Es
un drama profundo que no sólo involucra a los Kirchner. Es una tragedia de toda
la democracia argentina.
Mientras esta juerga proselitista se llevaba a cabo, Urtubey
pasaba la mañana con Macri, el jefe de Gabinete almorzaba con Massa, los
líderes de las centrales obreras tomaban café en Balcarce 50 y el Partido
Justicialista, con el aval de gobernadores y dirigentes de peso, cerraban una
lista de unidad en la que dejaban afuera a La Cámpora. Capitanich, que como
todo el mundo sabe siempre ha sido un adalid de la Patria Socialista, expresó
enseguida su impotencia: "La conducción de Gioja y Scioli en el PJ va a
ser una variante más de este modelo neoliberal". Su jefa, mientras una
multitud de trabajadores marchaban en Santa Cruz repudiando las corruptelas
kirchneristas, sugirió a sus legisladores en el flamante Instituto Patria que
asuman una oposición dura y dejen de velar tanto por la gobernabilidad. Muy
patriótico. Pichetto se presenta, una vez más, como el dorso de esa hostilidad
destituyente a solo 120 días de gobierno. Los peronistas clásicos saben, aunque
lo digan entre susurros, que el país debe superar una herencia tóxica de
déficit insostenible, inflación desorbitante, precipicio económico y bomba
social: recordemos que la ideóloga del "peronismo virtual" legó doce
millones de pobres después de una década de viento de cola y dispendio. El
"peronismo real" comprende que hay un gran naufragio, que
oficialistas y opositores están agarrados de una tablita en medio del océano,
obligados a acordar, y que además deben colaborar porque permanecen bajo la
gran lupa: el 67% de la gente todavía cree que las penurias de hoy son
consecuencia de las chapucerías de ayer. También entiende, por experiencia
histórica, que los gobiernos no peronistas tambalean precisamente por falta de
cooperación peronista, y que cada uno de aquellos traspiés del pasado tuvo
altísimos costos para las mayorías y, en especial, para los más vulnerables.
Por eso ofrece un Pacto del Bicentenario, algo inadmisible tanto para Cristina
como para Carrió.
La gobernabilidad ocupó estos días el centro del debate, y
lo hizo a partir de una discusión entre halcones y palomas que divide
sordamente aguas dentro del frente Cambiemos, pero que es transversal a casi
todos los partidos políticos. En un rincón están los que piensan así: el
levantamiento del cepo judicial fue una imprudencia; conduce a un mani pulite a
la bartola, y éste a una destrucción unánime de la clase política y, por lo
tanto, a un país de inestabilidad peligrosa. Hay que elegir entre salvar a un
hijo o a otro: gobernabilidad versus decencia. En la vereda de enfrente se
piensa de otra manera: la Argentina está por primera vez ante la chance de ir a
fondo y cambiar su historia; las investigaciones abiertas por la corrupción se
comparan con los juicios a los ex comandantes de la dictadura. También a
Alfonsín le sugerían que no avanzara para no poner en riesgo su gestión. Un
tradicional dirigente alfonsinista hace, en privado, una salvedad: algunos nos
pedían en los 80 que abriéramos una comisión investigadora en la Cámara de
Diputados para tirar al fuego a todos sin discriminar responsabilidades (una
especie de tribunal popular, la negación misma de la justicia), mientras que
muchos peronistas nos rogaban que no se abriera esa caja de Pandora; Alfonsín
no hizo una cosa ni la otra: armó la Conadep (el peronismo se rehusó a
integrarla) e impulsó ese juicio trascendental. "Ahora algunos quieren que
todos los peronistas vayan presos y otros que se firme una amnistía en las
sombras. Ni calvo ni con tres pelucas."
El macrismo, en tanto, mantiene su teoría de la
prescindencia bajo la consigna de que fuimos una sociedad en cautiverio: hoy
nos duele la libertad, no sabemos muy bien cómo manejarnos con ella. Estos
dilemas tienen una explicación mucho más amplia, y se inscriben en la evidencia
de que no existen manuales para el posneopopulismo latinoamericano. Los viejos
populistas eran derribados por siniestros gobiernos militares que encarcelaban
a sus caciques, borraban del Estado sus símbolos personalistas y desarmaban sus
negocios oprobiosos: con cárcel y censura no hacían otra cosa, en realidad, que
victimizarlos, y es así como regresaban luego con más legitimidad y fuerza.
Este tango que bailaba el partido populista con el partido militar acabó con el
advenimiento de la democracia republicana. Hoy los neopopulismos no son
desalojados por las botas, sino por los votos o, en todo caso, por los
mecanismos constitucionales de remoción. Como sea, esas fuerzas no se
disuelven, continúan en el escenario con representación institucional y
parlamentaria, y los nuevos gobiernos se ven obligados entonces a tenerlos en
cuenta y a negociar con ellos mientras desmontan las vilezas y desatinos de sus
regímenes, y habilitan la sanción de sus pillajes y saqueos. Menuda tarea.
Nadie tiene aquí ni en Venezuela, Brasil, Bolivia y Ecuador una guía escrita
para esa armonización inédita. Los riesgos del ensayo y el error son
inevitables cuando no existen rutas y hay que abrir caminos. El peronismo fue,
tal como afirma el politólogo Andrés Malamud, quien organizó el sistema
político durante todas estas décadas. Los mariscales de la derrota que
celebraron el delirio en Comodoro Py le rompieron el espinazo a su propio
movimiento, y entonces todo está por ser escrito en la Argentina.
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