Por Claudio Fantini
No siempre la palabra patético es aplicable tanto en su
acepción de origen, como en la significación que le da el uso actual. En la
cotidianeidad, lo patético es una variante de la ridiculez; aquella en la que
interviene la lástima. Y en su etimología, la palabra viene del griego
“pathethikós”, que alude a un sufrimiento o padecimiento que conmueve
fuertemente.
En las imágenes que hicieron que los argentinos conozcan al
abogado de Lázaro Báez, el sufrimiento del personaje incurre abiertamente en la
dimensión del ridículo.
Pocas veces el patetismo resulta tan revelador. Jorge Chueco
era un desconocido para la sociedad. Sólo un nombre más en la denuncia de
Leonardo Fariña y en algunas crónicas pasadas. Pero de repente ese apellido,
que suena a sobrenombre, se corporizó en un personaje patético.
Durante una aventura absurda, el abogado de Báez quedó a
mitad de camino entre la fuga y el suicidio. Ridículo para intentar una fuga y
también para intentar un suicidio que merodeó sin atreverse a concretar.
El país se enteró asombrado que ese hombre que deambulaba
errático y cargado de bolsos por calles paraguayas, era el leguleyo que creó la
arquitectura jurídica para encubrir el circuito del dinero que manejó Báez. El
país escuchó estupefacto la descripción del hombre que intentó matarse
mezclando vino y clonazepán y que en las cataratas había gritado que quería
saltar.
Entre la cobardía y la estupidez, Jorge Chueco perdió la
posibilidad de fugar tranquilamente merced al descuido (en el mejor de los
casos) del juez Casanello. Por el contrario, fue su patética travesía lo que
hizo saltar las alarmas que no habían sonado y terminó poniéndolo en manos
policiales.
A renglón seguido, el país vio las imágenes de un tipo
demacrado, en camiseta y bermudas, balbuceando explicaciones a policías
paraguayos. Quizá esa imagen, con barba de varios días en un rostro angustiado
y perdido, es la imagen del extravío en el que debiera entrar el kirchnerismo
si la justicia continúa investigando y si las evidencias terminan venciendo al
adoctrinamiento.
Parecía increíble que un personaje tan patético haya
canalizado miles de millones de pesos hacia escondites, dentro y fuera del
país. Sin embargo, Chueco fue clave en uno de los esquemas de enriquecimiento
ilícito más grandes que se hayan descubierto en la Argentina. Y su fuga absurda
y rocambolesca, evidenciando falta de coraje hasta para huir como un digno
malhechor, es reveladora del derrumbe de una maquinaria de corrupción hasta
hace poco poderosa e impune, y también de la calaña de quienes terminaron
manejando las oceánicas fortunas amasadas a la sombra de Néstor Kirchner.
A esta altura parece imposible salvar el nombre del ex
presidente patagónico. Además, teniendo en cuenta la visibilidad del circuito
de lavado de dinero que habría funcionado a través de Hotesur y de los
inmuebles de la empresa Los Sauces, también parece muy difícil que sobreviva al
cataclismo judicial la imagen de su viuda: Cristina Fernández.
Sólo un testaferro se queda con el once por ciento de la
obra pública al debutar como flamante empresario de un rubro con el que jamás
había tenido relación. En todo caso, a esta altura de las confirmaciones que la
Justicia está haciendo sobre acontecimientos largamente denunciados por
opositores y periodistas, solo queda pensar que los líderes de “la década
ganada” batieron records de corrupción, o bien batieron records de incapacidad
y negligencia. No existe una tercera posibilidad, mientras que la hipótesis de
la negligencia, en este caso, resulta menos creíble que la hipótesis de la
corrupción.
La pregunta que crece, inquietante, a medida que se
deshilacha el tejido de enriquecimiento ilícito, es cuánto temblor producirá la
caída de la estatua de Néstor Kirchner, el prócer de “la década ganada”. Parece
imposible que una oceánica fortuna haya aparecido súbitamente, sin que mediara
el poder de Kirchner. También parece imposible que, por lo menos, no lo supiera
la esposa y sucesora de aquel presidente.
Aun en el caso que Cristina salga indemne, se derrumbaría
inexorablemente la imagen del creador del kirchnerismo, venerado por los
partidarios que todavía se mantienen absolutamente fieles al liderazgo que
llegó desde la lejana Patagonia.
Cuando esa estatua termine de desplomarse, producirá un
fuerte temblor en el espacio político donde la convicción alcanza el rango de
fe, con síntomas de fanatismo. ¿Caerá entonces el dogma según el cual las
denuncias de corrupción han sido y son el arma de las oligarquías para destruir
a los líderes de los movimientos populares que las enfrentaron? ¿O, como en las
sectas más lunáticas, el adoctrinamiento y el fervor se impondrán sobre la
contundencia de la realidad?
Mark Twain escribió que suele ser más fácil engañar a mucha
gente, que hacerla ver y aceptar que ha sido engañada. ¿Podrá lograrlo el
patético derrumbe de la maquinaria de corrupción que piloteaba Lázaro Báez?
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