Por James Neilson |
Puede que la clase política brasileña no sea la más
irresponsable del planeta, pero a juzgar por la forma en que sus integrantes se
las han arreglado para hundir a Dilma Rousseff, merece un buen lugar en el
podio de las peores. Para regocijo de multitudes que festejaron el resultado
como si se tratara de un partido de fútbol, luego de una sesión parlamentaria
que fue previsiblemente calificada de carnavalesca, 367 diputados, muchos de
ellos corruptos seriales, votaron por someterla a juicio político no por
haberse enriquecido robando plata sino por ocultar un déficit fiscal dibujando
los números oficiales, algo que, dicho sea de paso, no está probado y, de todas
maneras, habría sucedido antes de iniciar Dilma su gestión actual.
Pues bien, si manipular de tal modo las estadísticas es un
crimen, virtualmente todos los gobiernos del mundo se verían en aprietos, ya
que en Europa, América del Norte y otros lugares pocos días transcurren sin que
políticos opositores acusen al oficialismo local de intentar encubrir así sus
hipotéticos errores. Demás está decir que, en comparación con los Kirchner, en
dicho ámbito Dilma siempre ha sido un dechado de honestidad. De haberse
aplicado aquí las pautas severísimas que según parece rigen en Brasil, Néstor
hubiera sido destituido bien antes de que se le ocurriera que sería genial
confiar el país a su amada esposa para que lo cuidara por un rato.
La verdad es que a Dilma le ha tocado desempeñar el papel
nada grato de chivo expiatorio por una catástrofe socioeconómica a la que, como
muchísimos otros, contribuyó al dejarse llevar por el clima de optimismo que se
difundió por el mundo algunos años atrás cuando muchos suponían que los
“emergentes”, en especial los “BRIC” –Brasil Rusia India y China–, serían las
estrellas de mañana. Desgraciadamente para ella, resultó ser una ilusión; como
consecuencia, decenas de millones de brasileños se sienten defraudados,
víctimas de una estafa gigantesca.
Tienen sus motivos. Hasta hace apenas tres años, creían que
Brasil, el país del futuro, pronto disfrutaría del “destino de grandeza” que
desde hacía más de un siglo muchos le auguraban, erigiéndose en una potencia
económica, política y -¿por qué no? – moral mundial que, además de convertirse
en miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, sería protagonista
del nuevo orden que reemplazaría al viejo dominado por Estados Unidos. Se
trataba de una fantasía, claro está, pero de una que, por motivos misteriosos,
entusiasmaba no sólo a los brasileños mismos sino también a muchos gurúes
norteamericanos y europeos.
Pasaban por alto el que el progreso que registraba Brasil
hasta hace poco se debiera en buena medida a la voracidad de China y que, al
moderarse el apetito al parecer insaciable del mastodonte asiático por materias
primas y bienes agrícolas como la soja, se vería privado de golpe de los
ingresos abultados a los que se había acostumbrado. Asimismo, aunque todos
dicen entender muy bien que el desarrollo dependerá cada vez más de los
recursos humanos, o sea, el nivel educativo de la población y cada vez menos de
los materiales, a pocos les gusta pensar en lo que significaría para países
atrasados un cambio de paradigma que les parece indiscutible. Para competir con los países ya prósperos y
otros como China, Brasil necesitaría dotarse de un sistema educativo mucho más
riguroso que el existente que, de acuerdo a todos los datos disponibles, es
decididamente inferior.
En vista del clima imperante en “los mercados” y los
círculos políticos del mundo rico algunos años atrás, sería injusto acusar a Dilma, o a su padrino
Lula, de haber provocado la debacle brasileña. Por cierto, distan de ser los
únicos en subestimar groseramente lo difícil que sería sacar a Brasil de “la
trampa de ingreso medio” en que suelen quedar atrapados aquellos países que,
después de haber dejado atrás la indigencia generalizada, se encuentran
incapaces de seguir avanzando hacía una etapa superior porque, para hacerlo, la
clase política tendría que lidiar contra muchos intereses creados que ella
misma había fortalecido. En Brasil, el movimiento que se aglutinó en torno a
Lula ha sido víctima de su propio éxito. Como sucedió al peronismo en la Argentina,
emprender las reformas necesarias para que continuara el desarrollo que impulsó
cuando le eran favorables las circunstancias internacionales lo obligaría a
oponerse a sus bases.
Es lo que trató de hacer Dilma después de haber ganado las
elecciones presidenciales de 2014 merced a una campaña de miedo, que sería
reciclada por Daniel Scioli, en que acusaba a su contrincante Aécio Neves de
ser un “neoliberal” decidido a devolver a su condición anterior a los pobres
rescatados por el gobierno de Lula, sólo para poner en marcha un programa de
saneamiento igualmente antipático. ¿Engañó a los votantes? Claro que sí. De ser
Dilma una dirigente carismática como Carlos Menem en su momento, el electorado
le perdonaría tales pecados, pero le faltó el ingrediente mágico que le hubiera
permitido cambiar abruptamente de rumbo sin correr demasiados riesgos.
En Brasil, la Argentina y otros países de la región, los
preocupados por los malos tiempos económicos han reaccionado atribuyéndolos a
la corrupción. Mientras que hace aproximadamente quince años populistas se
consolidaban en el poder en varios países latinoamericanos al culpar a los
“neoliberales” por las penurias que sufría el pueblo, ahora los corruptos están
en el banquillo de los acusados. Si bien podría argüirse que los perjuicios
causados por el facilismo que es tan característico de los populistas han sido
aún más graves que los ocasionados por la propensión de tantos políticos a
llenar los bolsillos con dinero ajeno, a diferencia de lo que ocurre en el sumamente
confuso mundillo económico, las cuestiones éticas planteadas por la corrupción
son sencillas. Al fin y al cabo, no es necesario ser un sabio para entender que
robar es malo y que los ladrones merecen terminar entre rejas.
Según las normas latinoamericanas, ni Dilma ni Lula son
llamativamente corruptos. Puede que ambos se hayan apropiado de más de lo
debido, pero no son equiparables con docenas, tal vez centenares, de otros
políticos brasileños que han robado muchos millones de dólares, para no hablar
de los de países como Venezuela y, hasta hace apenas seis meses, la Argentina,
en que la caja de la felicidad de Petrobras sería tomado por algo rutinario.
Así y todo, por ser Dilma la presidenta de un país que está en vías de
naufragar y Lula el constructor principal de un “modelo” que hace agua por
todos lados, los deseosos de echarlos cuanto antes se han aprovechado de la
marejada moralizadora que, para alarma de docenas de gobiernos, incluyendo a la
dictadura comunista-neoliberal china, está inundando el mundo entero.
Muchos brasileños esperan que una versión propia del mani
pulite italiano que, no lo olvidemos, despejó el camino para la prolongada
hegemonía de Silvio Berlusconi, permita que su país se levante nuevamente
después de dos años de caída vertical en que, se teme, el producto bruto se
habrá contraído más del ocho por ciento, pero es poco probable que el resultado
sea positivo. De haber coincidido el inicio de la purga con la transición de un
gobierno populista a otro de signo muy diferente, como sucedió en la Argentina,
las perspectivas serían mucho más promisorias, pero ninguno de los eventuales
sucesores de Dilma, comenzando con el vicepresidente actual Michel Temer, tiene
manos muy limpias. No es cuestión en su caso de haber participado de maniobras
financieras offshore que son habituales en el mundo empresarial sino de coimas,
sobresueldos ridículos, enriquecimiento inexplicable y así, largamente, por el
estilo.
Para contraatacar, los simpatizantes de Dilma y Lula sólo
tendrán que pedir que la Justicia investigue a sus adversarios. Asimismo, ya
están organizando la resistencia callejera contra un gobierno que, como Dilma
sabe mejor que nadie, no tendrá más alternativa que la de ajustar con
ferocidad; si no lo hace, la economía brasileña podría caer en una depresión
hiperinflacionaria parecida a la que está provocando tantos estragos en
Venezuela.
De haber triunfado Neves en octubre de 2014, le hubiera sido
posible llevar a cabo las odiosas reformas estructurales que procuró concretar
Dilma sin enfrentarse enseguida con la oposición intransigente de los
comprometidos con el viejo orden populista porque nadie hubiera echado dudas
sobre la legitimidad de su gobierno. En cambio, el político que reemplace a
Dilma, o Dilma misma si para asombro de los demás logra sobrevivir, no estará
en condiciones de hacer mucho más que intentar postergar el colapso sistémico
que se ve acercándose.
Expulsar a los militares del escenario político brasileño
resultó ser relativamente fácil. Hacer lo mismo con los corruptos que lo
infestan no lo será en absoluto. Son tantos que ninguna agrupación podría
mantenerse intacta. Tampoco quedarían a salvo los prohombres del empresariado
que han sido sus cómplices y que, en algunos casos célebres, ya están en la
cárcel donde esperan la llegada de sus socios.
Con todo, una vez puesta en marcha la máquina limpiadora, es casi
imposible desactivarla. Brasil, pues, ha entrado en una etapa tumultuosa de la
que le costará salir.
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