Por Fernando González |
Atrapada todavía por el virus de la confrontación, la
Argentina asistió anoche a la debacle de la presidenta de Brasil, Dilma
Rousseff, como si se tratara de un partido de fútbol. Celebraban en las redes
sociales quienes creen que el comienzo del juicio político para la jefa de
estado de nuestro gran socio regional es un hito de la avalancha anticorrupción
que recorre algunos países de América Latina.
Pero, para quienes simpatizan con
ella, se trató simplemente de un intento de golpe de estado perpetrado junto a
sectores empresarios y (cuando no) a los medios de comunicación.
La realidad, como siempre, es bastante más compleja que la
recurrente simplificación argentina. Una amplia mayoría de diputados brasileños
pusieron en marcha el impeachment contra Dilma por haber maquillado las
estadísticas del déficit fiscal con préstamos de bancos públicos. Una modalidad
que en nuestro país han practicado varios gobiernos y que ha perfeccionado el
kirchnerismo sin que sufrieran más que el perjuicio mediático.
Claro que flotan en la sociedad brasileña el hartazgo por la
corrupción derivada de las coimas que tienen en prisión a varios empresarios de
renombre y la aparición de fondos irregulares en la financiación de la campaña
electoral del Partido Trabalhista, que en 2014 impulsó la reelección de Dilma.
Para la Argentina, la fotografía inminente de Dilma
hundiéndose en el Senado y sometida a juicio político por 180 días será una
mala noticia. Agrava la crisis política de un Brasil que también está en crisis
económica y no puede salir de la recesión desde hace dos años. Pero se trata de
la decisión de un Parlamento elegido libremente por ese país, que echa mano a
los mecanismos constitucionales vigentes para resolver sus problemas.
El presidente Mauricio Macri y todos los poderes de nuestro
país (incluyendo a los dirigentes de la oposición) deberán seguir los
acontecimientos con prudencia y mantener el espíritu colaborativo con el
principal socio comercial. Y sin perder de vista, fundamentalmente, que el
mandato de la transparencia en la región es una ola imparable que ha llegado
para quedarse y para cambiar los dogmas que en las últimas décadas nos
mantuvieron atrapados en las arenas del conformismo.
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