Por Jorge Fernández Díaz |
Para algunos es el fin de la luna de miel, para otros el
ocaso de la tregua gremial, y para el gobierno de Cambiemos se trata lisa y
llanamente del comienzo del partido: aseveran que estos tres meses y medio
fueron sólo el preludio de la verdadera contienda.
Como sea, parece que estamos
en un punto de inflexión.
Mauricio Macri gana a cada rato batallas políticas
gigantescas. La semana pasada consiguió el padrinazgo explícito del presidente
más poderoso de la Tierra; el miércoles último logró el acompañamiento del
peronismo y del resto de la oposición para solucionar por fin el conflicto con
los holdouts, destrabar inversiones,
salir a tomar crédito y demostrar al mundo que puede garantizar la
gobernabilidad. Los estrategas enseñan, sin embargo, que alguien puede ganar
batallas homéricas y aun así perder la guerra. Porque hay combates más módicos
pero realmente cruciales que pueden decretar la suerte o la desgracia de un
general. Macri pierde combates en las góndolas, los sueldos, los trenes, los
colectivos y las facturas. Su administración no supo exigirles en diciembre a
los empresarios de la alimentación un armisticio de seis meses y ahora no
alcanzó a comunicar bien esta suerte de shock tarifario dentro de su prudente
película de gradualismo. El asunto exigía una presentación de mayor envergadura
y mejor didáctica: explicar las consecuencias del escandaloso congelamiento,
despejar incertidumbres sobre alzas futuras, anunciar que investigarán los
subsidios y posibles actos de corrupción dentro de las prestatarias, impulsar
una pesquisa sobre el autor intelectual de este esquema perverso (el flamante
presidente de la Comisión de Energía en Diputados) y prometer que las nuevas
medidas mejorarán los servicios. Se optó por comunicaciones frías y asépticas,
carentes de músculo político y empático, y ese error puede costarle mucho. Los
técnicos de la ortodoxia menosprecian el factor popularidad. El Gobierno, no
obstante, depende cada día más de los acuerdos que pueda tejer con los
peronistas, que sólo respetan dos cosas: la plata y el capital político. Plata
hay poca, y si las encuestas muestran malhumor creciente, ¿cómo lograría la
Casa Rosada convalidar legislativamente sus actos? No se puede caer en el
extremo del populismo ni en el límite de la impopularidad virtuosa, talismán de
los estadistas. La herencia calamitosa que dejó el kirchnerismo y la situación
actual de correlación de fuerzas no lo permiten.
Cristina Kirchner, tan nostálgica de los 70, nos legó una
economía al borde del Rodrigazo, y todos los dolores y malas noticias del
presente se deben justamente al intento desesperado de que ese volcán no
estalle. Por eso resulta bizarro ver al cristinismo rasgándose las vestiduras
por la inflación, después de cinco años de negación y silencio: tenían prohibido
hasta nombrarla, mientras su jefa nos colocaba en el podio de los países más
enfermos del planeta.
También causa hilaridad el modo en que toman distancia del
estancamiento industrial, justo ellos que lo crearon: cuando Brasil provoca
despidos en la Argentina el problema es a raíz de las políticas
"neoliberales" de Macri; cuando eso mismo sucedía durante la gestión
anterior era porque el mundo se nos caía encima. Ahora dan cátedra de
federalismo, cuando practicaron un centralismo feroz y dejaron a las provincias
destrozadas y de rodillas. Critican indignados el sinceramiento de las tarifas
mientras se sabe que los economistas de Scioli habían previsto esa misma
medicina amarga. Es verdad que millones de argentinos a quienes les cuesta
llegar a fin de mes o trabajan en negro sufrirán estos aumentos, pero también
resulta francamente inexplicable que tantas personas vivan en la mishiadura y en la sombra marginal, y no
puedan pagar estos precios en la zona metropolitana después de 12 años de
"inclusión social" plena, viento de cola y manteca al techo.
El punto máximo del caradurismo militante aconteció el
viernes, cuando algunos kirchneristas celebraron el informe de la UCA. Durante
años intentaron desacreditarlo, mientras Aníbal decía que aquí había menos
pobres que en Alemania. Y Axel afirmaba que medir la pobreza era
"estigmatizar a los pobres". Ese informe muestra que la salida del
cepo y otras maniobras para desarmar la bomba no fueron gratis, pero también
que el glorioso modelo nacional y popular amasó 12 millones de pobres e
indigentes. El análisis del Observatorio de la Deuda Social se realiza en un
momento de precios nuevos con salarios viejos, y con sus inéditas proyecciones
luce un sesgo de advertencia (telegrama de Francisco), pero su medición no tiene
en cuenta los tarifazos de última hora y de ninguna manera puede ser
subestimado. El Gobierno podría decir: la mayoría de los daños son de arrastre
y a veces hay que sufrir para dejar de sufrir; ahora lanzaremos un paquete de
alivio social y un plan fiscal y monetario. Está bien, pero los pingos se ven
en la cancha, y un país normal es un lugar donde cuidamos principalmente a los
vulnerables. Lo más interesante de Cambiemos es que ha sabido eludir el
prejuicio; durante las últimas 72 horas no ha hecho más que confirmarlo.
Veremos qué sucede ahora, que empieza el partido en serio.
Otra de las cumbres del descaro fue protagonizada por
Fernando Espinoza, que se estrenó como panelista televisivo después de haber
intentado agitar a las masas contra un gobierno de apenas cien días. "Si
explota el conurbano, salta Macri", remató el poeta. Que tiene experiencia
y es uno de los grandes responsables de una provincia fundida y atravesada por
el narcotráfico. Amparándose en el concepto que le regaló Elisa Carrió
("ajuste salvaje"), este personero del pejotismo bonaerense refrescó,
implícitamente y sin querer, la memoria de todos: desde 1928 ningún gobierno no
peronista logró terminar su mandato. Hay gente destrozada y sin empleo en
vastas zonas de la "próspera" provincia de Scioli; cargarle esa
factura a María Eugenia Vidal resulta una operación de mala fe. La crisis
social heredada es de verdad un polvorín, y no será fácil ni rápida su
mitigación, y la reforma policial que encara la gobernadora ya produjo una
respuesta mafiosa: el reverdecer de los secuestros extorsivos, a razón de uno
por día. El kirchnerismo de mecha corta, que propició durante una década esta
erosión y estas aberraciones del "sistema", echa hoy más leña al
fuego.
Por fortuna, existe otra cara de la moneda: Pichetto encarna
el peronismo razonable y autocrítico, que lucha contra el estigma de la
desestabilización serial y busca su renovación partidaria, en tensión colosal
con el peronismo destituyente, que urde su regreso cueste lo que cueste y por
la vía rápida. El jefe de los senadores está preo-cupado por la situación
social, pero es capaz de reconocer públicamente las dificultades de la época y
el viento internacional en contra. Hay que leer muy bien su discurso público
para comprender los desafíos del actual sistema político. Pichetto dice que el
peronismo ganó el Congreso y Cambiemos el Ejecutivo, y que este inédito cuadro
exige buena voluntad mutua y una concertación de gobernabilidad, a la que
algunos llaman el Pacto del Bicentenario. Es una oferta realista, pero no
exenta de dilemas. ¿Es posible armonizar las ideas innovadoras de Cambiemos con
la corporación peronista? ¿Resultaría viable no hacerlo?
Esta decisión latente forma también parte del punto de
inflexión. De este momento lleno de encrucijadas dramáticas en el que tal vez
se esté jugando el destino.
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