Por Arturo Pérez-Reverte |
Entre mi trabajo de ahora y la vida que llevé, he pasado
medio siglo alojándome en hoteles. Y los conocí de todas clases: antros
miserables en Damasco, Jartum o Nairobi, donde las cucarachas te corrían por
encima al apagar la luz, y lugares espléndidos, donde por la ventana
contemplabas una bella ciudad colonial de Hispanoamérica, el golfo de Nápoles o
la isla de San Giorgio de Venecia.
Quiero decir con esto que poseo cierta
memoria hotelera desde finales de los años 60 hasta ahora, y que en ella hay de
todo, pensiones infectas y establecimientos míticos en los que entraba por
primera vez con la emoción de haberlos admirado antes en libros y películas.
Con el tiempo, algunos de esos hoteles se convirtieron en
lugares habituales; residencias de ésas donde, si las frecuentas y vives lo
suficiente, acabas viendo a camareros, mozos y botones convertidos en maîtres o
recepcionistas. Eso crea vínculos estrechos y tranquiliza mucho, pues pocas
cosas son tan gratas, para mí, como llegar a un lugar lejos del domicilio
habitual, cansado del viaje, y que te reciban sonrisas conocidas e incluso
amigas; gente en la que puedes confiar casi a ciegas, lazos de complicidad
hechos de años de conversaciones, comentarios, confidencias de barra del bar o
mostrador de recepción, propinas adecuadas y discretas, favores mutuos y cosas
así.
Se lo he contado a ustedes otras veces. Si todos, en
general, tenemos cosas de las que sentirnos orgullosos, que nos enorgullecen,
yo lo estoy del afecto y la lealtad, la amistad incluso, de ciertos hombres y
mujeres que así conocí a lo largo de mi vida; más del respeto de un camarero
que de un director de hotel, igual que uno prefiere el del sargento al del
general. Esos espléndidos subalternos. Y a muchos de ellos, a veces con sus
propios nombres, rendí homenaje en mis artículos y mis novelas. A algunos debo,
incluso, favores personales o recuerdos magníficos. La lista es, para mi
ventura, enorme: María José, la telefonista del hotel Colón de Sevilla;
Maurizio, conserje del Danieli; otro conserje, Eric, que una noche me salvó de
un apuro en el Negresco de Niza; Adolfo, el barman del Reina Cristina de San
Sebastián... La relación sería interminable. Mis agradecimientos, infinitos.
Ellos hicieron posible, y lo hacen todavía, los que aún no han muerto o se
jubilaron, que esos lugares de paso fueran siempre, para mí, hogares
agradables.
El problema, cuando llegas a una edad, es que también los
lugares, los hoteles en este caso, mueren o se jubilan. O cambian hasta lo
desconocido. Algunos, cada vez más, ceden a la tentación de renovarse dejando
de ser lo que son, y a veces eso mata la esencia de lo que fueron. Es cierto
que los tiempos cambian, y que el mundo se adapta a lo que la gente, el cliente
-ahora hasta Renfe e Iberia te llaman cliente en vez de viajero o pasajero-
demanda en cada momento. Y hay cosas que ya no se piden, tal vez porque nadie
las valora: el silencio discreto de un maître, la sonrisa veterana de un
recepcionista, la callada eficacia de un buen barman. La tendencia es ir a lo
fácil, chicos jóvenes cada seis meses antes de poner a otros, pagarles una
miseria y simplificarlo todo hasta lo básico. Tampoco la clientela, como digo,
exige ya otra cosa que elementalidad y compadreo barato. Tenemos el mundo que
hacemos, y los hoteles que merecemos tener. Todo eso lo comprendo y acepto,
pero no puedo evitar una punzada agridulce cuando veo desaparecer el espíritu
de aquellos lugares tan queridos, así como a los hombres y mujeres que los
hicieron posibles. Por suerte algunos permanecen, como el hotel Palace de
Madrid; que gracias a su espléndido personal subalterno, desde los porteros
hasta Luis, el impasible limpiabotas, mantiene la tradición de los grandes
hoteles europeos de siempre. Otros cambian, encogen de estatura o son
renovados, a veces con acierto y otras con dudoso gusto -el de quien se aloja
en ellos-. Pero a veces los salva el magnífico personal que los atiende. Éste
es el caso del hotel Colón de Sevilla, respetable clásico donde se vestían los
toreros para la Maestranza, que hace años fue encomendado a un decorador que lo
transformó en una especie de picadero gay. O el Rincón de Pepe de Murcia, mi
hotel allí de toda la vida, donde al ir la última vez y ver la decoración creí
que me había equivocado y entraba en un club de carretera, hasta el punto de
que dije al recepcionista: «Espero no encontrarme una puta en la habitación». A
lo que el veterano empleado, con sonrisa sabia e impecable, respondió: «No se
inquiete, don Arturo. Hoy las tenemos a todas ocupadas».
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