Por Jorge Fernández Díaz |
Comenzó la temporada de tiro al pichón. Hace un mes y
chirolas los principales caciques que protagonizaron esta hipócrita semana de
rebelión peronista -Pichetto, Gioja, Bossio, Caló y Moyano- comían cordero
horneado con papas dominó frente a Barack Obama, lo elogiaban sin rubor,
brindaban por "un nuevo comienzo" y felicitaban al Gobierno por ese
espaldarazo colosal. El peronismo clásico ofrecía un acuerdo de gobernabilidad,
sugería no alentar un mani pulite y aceptaba discretamente que Cristina y
Kicillof le habían endosado a Cambiemos un calvario económico; la Pasionaria
del Calafate permanecía en silencio; la voluntad judicial para ir a fondo con
la matriz corrupta de su proyecto era todavía una incógnita, y las centrales
obreras estaban más quietas que rueda de repuesto.
Treinta y cinco días después ese escenario político parece
bombardeado: sólo quedan ruinas y dudas. El Gobierno levantó el cepo judicial y
los jueces decidieron avanzar sobre el estado mayor kirchnerista: todos los
días hay un imputado más, la corrupción superó a la inseguridad en la
preocupación de los argentinos y el tema levanta el rating de los programas de
televisión. Finalmente, a la sociedad le cayó la ficha, y a los pícaros les
cuesta caminar por la calle: los escraches son repugnantes pero también deben
leerse como un síntoma de la calentura generalizada. A la gente le cuesta un
poco entender, a golpe de vista, dónde termina el río y dónde comienza el
océano: cristinistas y peronistas de diverso pelaje fueron casi todos partes obedientes
del aparato megalómano del kirchnerismo, que va quedando asociado a potentados
bajo múltiple sospecha inmobiliaria, fastuosa flota de autos, erotismo por el
billete, cultura Laverap, incompetencia provechosa y falsedad ideológica. El
proceso es tan fuerte que no se salva ningún cristiano: también el macrismo
debe dar explicaciones en tribunales por los Panamá Papers. Nadie conduce este
Pacman jurídico y nadie por ahora puede detenerlo, porque la sociedad otea y
exige, y sus ilustres señorías danzan al ritmo enloquecedor de esa música
demandante.
Otro factor que desarmó el escenario de concordia fue la
reaparición de la bailarina de los balcones y su apuesta por el estallido. Los
restos del peronismo se han juramentado en secreto que la dama no volverá a
conducirlos (y a someterlos) nunca más. Y en consecuencia, luego del show
frente a Comodoro Py quedaron extremadamente preocupados por dos plegarias
atendidas: su capacidad de movilización (la secta nunca falta a misa) y su idea
de ser el centro del descontento (la jefa de la oposición). El primero de esos
inconvenientes quedó subsanado con la marcha de los sindicalistas, que sí
arrastran multitudes: aferrarse a esos pantalones y traducir esa extemporánea
manifestación como una respuesta del peronismo tradicional les salió bastante
gratis: "Ves, Cristina, nosotros también juntamos pueblo".
La segunda de las dificultades se remedia en el Congreso: le
infligieron una dura derrota a Cambiemos en nombre de su sensibilidad social.
Rediviva. Porque hasta hace cinco minutos, mientras arreciaban la recesión y el
festival inflacionario, Pichetto no podía pensar por su cuenta, Bossio era un
autómata de mamá, Gioja un compinche del unitarismo de amigos, Caló un
aplaudidor del estancamiento y Moyano un estadista convencido de que no se
podría arreglar rápido semejante carnicería. Ahí están todos juntos y
amuchados, sobreactuando abnegación laboral frente a su clientela y
reivindicando expresamente los actos de Ubaldini. Que fue mencionado con
orgullo en los conciliábulos gremiales de estos días, siendo que Saúl Querido
se transformó en el emblema de un peronismo impiadoso que erosionó a Raúl
Alfonsín y que se ocupó de desestabilizarlo desde la hora cero. De nada sirve
advertir que la crisis brasileña está golpeando las industrias y que los
despidos del Estado se relacionan con militantes, ñoquis y afines infiltrados
por el camporismo para condicionar desde adentro al próximo presidente. Tampoco
que los dolorosos sinceramientos son producto de la bomba de tiempo armada por
la susodicha. Toda esta patética radicalización y este prematuro apriete
peronista también debería hacer reflexionar a los ortodoxos de la economía, que
corren por derecha al Gobierno y le exigen hachazos sin comprender la
correlación de fuerzas y la conciencia general. Lo cierto es que visto desde el
pusilánime empresariado nacional (siempre en busca de una excusa para no
arriesgarse) y desde los centros mundiales de inversión (donde siempre
desconfían de nuestro rumbo), la gestualidad peronista no puede sino entenderse
como un intento de cogobierno: ¿quién pone aquí las reglas, y cuánta
sustentabilidad institucional tienen?, se preguntan. Macri debe demostrar, sin
cometer errores, que no es ingenuo ni inútil, y que las acechanzas peronistas
del pasado destituyente no tendrán lugar esta vez. "No se coman el amague
-propalaban el viernes sus voceros más encumbrados-; esos mismos peronistas nos
siguen ofreciendo acuerdos de gobernabilidad, son razonables en privado, dudan
de cómo situarse en el terreno estratégico, padecen la fragmentación y no
encuentran un liderazgo. Nosotros todavía no hemos mostrado los dientes, y no
lo hemos hecho porque no sentimos que alguien nos esté confundiendo con De la
Rúa. Además, fíjense que la marcha sindical no se hizo frente a la Casa Rosada:
algunos de sus jefes nos explican que necesitaban un acto para desahogar a los
más exaltados y mantener la cohesión".
El optimismo zen no borra, sin embargo, la gravedad de
impulsar un semiparo nacional a 140 días de una administración, ni la
irresponsabilidad que esconde una precoz hostilidad parlamentaria. Hoy una
apabullante mayoría de la población desconfía de la honestidad de muchísimos
dirigentes del Frente para la Victoria y también del espíritu de cooperación
que pondrán para sacar al país del pozo. El recuerdo de los viejos tiempos del
desgaste institucional y la obstrucción sistemática, y algunas frases
literarias de esta época podrían confirmar las más negras presunciones. Por lo
menos, Ricardo Forster es sincero: "No quiero que le vaya bien al gobierno
de Macri". Algo que podría traducirse como prefiero tener razón a que la
Argentina salga adelante, y, por otro lado, ¿cuándo podremos volver si las
cosas mejoran? Por eso, en la Cámara baja se vio un campeonato desordenado de doble
discurso y desfachatez: un kirchnerista preocupado por la corrupción política
es como un pornógrafo denunciando promiscuos. Y un cristinista escandalizado
por la inflación es como un caníbal en una marcha de veganos.
El peronismo intoxicó al paciente y se dedica ahora a
organizar linchamientos contra el médico que intenta reanimarlo. Aduce ser
siempre inocente de la dolencia e incluso rechaza las medicinas en nombre del
paciente que enfermó. Esto no es nuevo: sucede por segunda vez en la historia reciente.
Y los argentinos seguimos siendo sus rehenes; aceptando su léxico, cultura,
cartografías y camelos. Cada vez que sale el sol es un día peronista y la
palabra "gorila" galvaniza a cualquier persona de bien. En este
"sentimiento que da plata", movimiento de magnates que se transformó
en lo que combatía y que nos ha colonizado, las antiguas ovejitas dóciles de
hace un rato, son ahora lobos feroces. O puesto en términos de zoología
justicialista: gorilas rabiosos. Porque los más grandes gorilas de la democracia
republicana resultaron ser ustedes, compañeros.
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