Por Jorge Fernández Díaz |
Conviene recordar estos días la fatiga de Orwell: "El
hombre es la única criatura que consume sin producir". Y aquella corta
escena de Casablanca, cuando el oficial nazi encara al cínico y melancólico
propietario del café, y lo interroga: "¿Cuál es su nacionalidad?".
Bogart le responde: "Soy borracho". La vocación por consumir lo que
no tenemos y el acto reflejo del alcohólico que no aprende y cae una y otra vez
en la tentación ya forman parte también de nuestra moderna identidad nacional:
el nuevo ser argentino.
Si un presidente clásico hubiera recibido la hipoteca y
la sequía que heredó Cambiemos, probablemente habría aceptado gran parte de los
67.000 millones de dólares ofrecidos por el mercado internacional. ¿Cuánto
habría tardado ese mandatario en crear el relato doméstico de que se trata de
un nuevo Plan Marshall, y cuánto los gobernadores, intendentes y legisladores
de la oposición en aceptar un megapréstamo que les ahorraría los recortes
virtuosos, los desempleos coyunturales, los malestares sociales y la caída de
ventas en los shoppings? ¿Y cuánto tardaría entonces la mismísima sociedad en
aceptar esa solución milagrera y entregarse por unos años a la euforia de la
recurrente plata dulce? Por el inefable método de la deuda desmesurada o de la
emisión psicótica, somos especialistas en comprar dinero vaporoso que no
podemos pagar, que nos narcotiza un tiempo y que nos conduce al quebranto. Nos
ha gustado siempre la vía rápida, vivir por encima de nuestras posibilidades, y
por eso terminamos tantas veces en arenas movedizas. Esta propensión ha logrado
que fracase dolorosamente aquel hermoso proyecto llamado Argentina: el 53% de
la población vive hoy con alguna carencia esencial, según muestran los sondeos
de la UCA, y muchos países con menos recursos nos han pasado por arriba o nos
dan una dura lección, como la Bolivia de Evo Morales, donde se ha practicado el
populismo institucional pero nunca el económico. Somos motivo de estudio en las
universidades del mundo; nuestra adicción a los facilismos de izquierda y de
derecha nos ha derrotado.
La larga crónica de esta adicción tuvo esta semana dos
hitos: cuando a pesar de las adversidades el oficialismo decidió autolimitarse
en su endeudamiento y cuando la oposición se abrazó a la esotérica idea de
prohibir por ley los despidos. Macri cayó este mes ocho puntos en su
popularidad por llevar a cabo esta dieta rigurosa (Cristina descendió a los
escuálidos niveles que tenía a comienzos de 2010) y el renunciamiento
presidencial a beber de nuevo de esa copa alucinógena tiene un riesgo altísimo:
si esto le sale mal vendrá otro alcohólico o él mismo se transformará en uno de
ellos por imposición de las circunstancias, y entonces la argentinidad al palo
cumplirá su nuevo ciclo de autoengaño y frustración.
En la vereda de enfrente razonables legisladores alejados de
la demagogia barata cayeron de repente en ella, tal vez ávidos de que la
Pasionaria del Calafate no les arrebate el rol de la desmesura. La cosa es así:
hubo un enorme esfuerzo conjunto para pagarles a los holdouts y levantar el
default, con el objetivo de que los inversores volvieran a confiar en la
Argentina y la sacaran del estancamiento poniendo "la tarasca", como
dijo alguna vez con flema inglesa la bailarina de la conga balconera.
Levantamos cepos para que se abran fábricas y queremos ponerles un cepo laboral
a los empresarios para que lo piensen un poquito mejor. Qué ventajosa ecuación
de suma cero, qué negocio funambulesco. Pero eso sí: qué sensibilidad social,
compañeros.
La teoría de Cambiemos -un neodesarrollismo de economía
mixta- funcionó para los países más prósperos de la Tierra, pero está por verse
cómo se conjuga con un pueblo veleidoso, enamorado de la "gratuidad"
y con un establishment mezquino, que fue lento y cobarde con los Kirchner, y
veloz y valiente con Macri: subió los precios y no le dio la mínima tregua.
¿Traerán los dólares que tienen en el exterior, invertirán lo que prometieron?
"Si un gobierno destruye el ahorro y la moneda, no puede reconstruir todo
eso la administración que le sigue; se necesitan por lo menos dos o tres
gobiernos en la misma dirección -previno Eduardo Eurnekian-. Aquí no hay clase
empresarial, ha sido totalmente depredada."
Desechado el neoliberalismo de los noventa, los dos modelos
que están hoy en pugna quieren lo mejor. El anterior consistía en presionar a
los empresarios, agrandar las arcas estatales y subsidiar desde allí
perpetuamente a las pymes y a los pobres. El actual consiste en mantener activo
al Estado, liberar a los empresarios y lograr que la obra pública y la creación
privada generen trabajo y saquen a los más vulnerables de su postración. Willy
Brandt decía: "Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea
necesario". Está probado que el primer modelo, manejado con alta
ineficiencia y a pesar de algunos logros innegables, concentró aún más la
economía, la terminó congelando y de hecho consolidó la pobreza estructural. Se
verá si el nuevo modelo es capaz de evitar el menemismo y también la agotada
experiencia ultraestatista, y sobre todo si consigue encender el desarrollo,
cerrar las desigualdades y conjurar la apocalíptica profecía de Cristina Kirchner.
Ella la expuso tranquilamente ante sus diputados más fieles: el país se
encamina hacia una dura recesión, la crisis "se llevará puesta a la
dirigencia, y si todo estalla, la sociedad no nos puede meter a nosotros en la
misma bolsa", como reveló el cronista Gabriel Sued. Una traducción libre
pero justa: palos en la rueda para el gobierno constitucional y apuesta al
estallido. Hasta parece un tanto decepcionada por el retraso; es que preparó
cuidadosamente "el plan bomba" y no comprende por qué le está fallando
el mecanismo de relojería. Su inquietante programa, ya perdidos los bastiones y
las cajas, depende de un 2001. Si no se produce, la irrelevancia y la Justicia
-esos dos mastines traidores- podrían alcanzarla. La novedad, que los
encuestadores empiezan a percibir, es que las últimas exhibiciones de venalidad
kirchnerista han sacudido a la opinión pública. También han derrumbado la
hipótesis de que la corrupción era un simple efecto colateral del
"proyecto". Asoma, a la vista de todos, una matriz corrupta que
arrasa con la imagen de Néstor y de la cual no puede despegarse su propia
viuda, dos personas que concentraban obsesivamente cada una de las decisiones
oficiales.
La caída de las materias primas, las inundaciones y la
inestabilidad ralentizada de Brasil -la destitución de Dilma no nos conviene ni
institucional ni económicamente- son un frente de tormenta más preocupante que
las aguafuertes santacruceñas. Pero a todo eso se suma un cierto déficit
político que a veces aqueja a la nueva gestión. Que le ha regalado la calle y
la narrativa al camporismo y que practica una sobriedad comunicacional rayana
con la afonía. Una cosa es evitar cadenas y megalomanías con fuegos
artificiales; otra muy distinta es hacer anuncios en un ascensor: los
importantes alivios sociales que impactarán en diez millones de argentinos
pasaron inadvertidos la semana pasada. También hace agua el macrismo cuando no
entiende que algunas prácticas privadas legales pueden ser pecados políticos en
la función pública. Ciertas respuestas gubernamentales sonaron débiles, aunque
tuvo razón un talentoso tuitero al escribir: "Cristina acusando a los
compradores de dólar futuro es como un dealer acusando de narcotráfico a sus
clientes".
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